Laurie

Laurie


Capítulo 28

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CAPÍTULO XXVIII  RECUERDOS ENCERRADOS

Lamenté mi mala suerte. Supuse que ya era demasiado pedir estar sola en medio del infierno. Los ladridos de ese perro sonaban con tanta fuerza que rebotaban contra las paredes del extraño lugar, pero ni rastro de él. De todas formas, no tenía pensado esperarlo para ver cómo era. Eché a correr sin saber hacia dónde me dirigía.

Mis pies avanzaron sin rumbo, con las pisadas de ese animal tan cerca que me hacía temblar. Lo peor de la oscuridad era saber que estaba sumida en ella, que esa presencia podía atacarme desde cualquier rincón y me iba a pillar desprevenida, sin poder defenderme.

Me esforcé todo lo que pude en enfocar mejor el terreno. Necesitaba reconocer cada resquicio de pared, suelo y techo que me rodeaba, pero el tiempo jugaba en contra. Giré hacia la derecha por lo que parecía un largo pasillo, con la esperanza de no encontrármelo ahí, al menos sus pisadas parecía que sonaban por el otro lado.

Cuando un par de minutos más tarde fui capaz de visualizar las esquinas y entradas que formaban el interior del edificio, suspiré. Al menos ya no iba dando palos de ciego. Ya hasta me dolían los dedos de sostener con tanta fuerza el arma que me había dado el vidente, pero no pensaba soltarla. Lux sabía qué cosas podía encontrarme aquí dentro, intuía que el perro pulgoso iba a ser el menor de mis problemas.

Seguí corriendo por el inmenso pasillo mientras escuchaba sus pisadas, indicándome que se estaba acercando peligrosamente a mis espaldas. Mis ojos recorrían cada centímetro del lugar a una velocidad sobrenatural, intentando hallar algo que me permitiera esconderme. ¿Sería lo mejor? ¿O era más accesible intentar encontrar una salida? ¿Tendría que volver sobre mis pasos? A causa del miedo ni siquiera había tratado de volver a abrir la puerta principal.

Pero ya era tarde para remediarlo, así que mis ojos continuaron intentando detectar alguna puerta o mueble que me permitiera ocultarme, aunque fuera durante unos minutos. Al menos agradecía haber sido entrenada en la academia y haber aumentado la resistencia, sino ya me veía con un pulmón fuera.

Al visualizar una subiendo unas escaleras de caracol, decidí lanzarme. El edificio parecía un laberinto de paredes rocosas y antorchas iluminando de manera tenue a medida que me adentraba más en el interior. Cada paso que daba por los antiguos escalones de madera, esta chirriaba, amenazando con tirarme abajo. Aumenté la velocidad todo lo que pude hasta lanzarme hacia la puerta de tonos rojizos y pomo plateado. Al abrir, una fina capa mágica me absorbió y cerró el acceso de golpe.

El sonido de la campana me indicó que la clase había terminado. Me apresuré en guardar todo en su sitio: libreta, libro, estuche… cada objeto fue pasando por mi mano para meterlo en la mochila y mover la cremallera con rapidez. Mientras lo hacía, las voces de mi compañero resonaban a mi alrededor, provocando que mis sentidos se potenciaran hasta el punto de estremecerme al escuchar cada risa o mención de mi nombre. Sabía que si no me apuraba iban a volver a meterse conmigo. Y mamá no quería que eso pasara, ambas sabíamos lo que eso desencadenaría.

Llevaba meses consiguiendo reprimir al monstruo que habitaba en mi interior, pero con cada burla y desprecio que me lanzaban amenazaba con liberarse y poder atacar. Además, me sentía sola. Una mala combinación para una niña pequeña.

—¿Qué pasa, monja? ¿Tienes prisa por ir a misa?

Las palabras de Richard desencadenaron un montón de risas a mi espalda. Me aferré al libro que había decidido traer a la escuela como gesto de protección, antes de levantarme y empezar a caminar hacia la salida.

Pero mi molesto vecino no estaba dispuesto a dejarme. No me hacía falta mirarle a los ojos para saber que estos brillaban, llenos de malicia y diversión. Contuve la respiración mientras seguía con la vista clavada en el suelo, solo podía ver sus deportivas y el final de sus pantalones vaqueros, junto a unos calcetines negros.

—¿Tantas ganas tienes de rezar? ¿Por qué no te quedas un poco con nosotros?

Mi cuerpo se tensó al escucharle. Esa invitación sabía que era una trampa, un sinfín de problemas y humillaciones aguardando su turno. Mis labios temblaron mientras pensaba cómo contestar, de qué manera podría salir ilesa. Me sentía un cervatillo, con miedo de ser atrapado por su presa.

—¿Qué pasa, monja? ¿Eres tan tonta que ya ni sabes hablar?

Más risas. Apreté los dedos contra la portada del libro, conteniendo la calma de la manera que fuera posible. Recé para mis adentros, por si acaso eso me otorgaba la fuerza suficiente para controlar a la bestia que empezaba a revolverse. No dejaba de susurrarme, instándome a atacar. Pero no podía. Yo era débil, insignificante. Y pensar eso solo hacía que la bestia se enfureciera aún más.

—Por eso pasa tanto tiempo encerrada en su casa. Nadie quiere estar con ella.

—De…dejadme marchar. Por favor —supliqué con un hilillo de voz.

—Uhh, Laurie —dijo otro haciendo el sonido de un fantasma y elevó los brazos mientras me hacía burla.

—La monja fantasma se quiere ir —añadió una chica y esbozó una sonrisa cargada de diversión—. Uy, miradla ¿Te vas a poner a llorar?

Mi cuerpo empezó a temblar, gesto que siempre hacía cuando estaba a punto de perder el control. No quería, de verdad que lo único que quería era huir, pero sus cuerpos bloqueaban la entrada. Cada vez me sentía más atrapada.

—Sí, mirad sus ojos. Se va a poner a llorar como un bebé.

—Qué tonta —se rio otro.

El ruido seco que hizo el libro al caer al suelo fue el indicador de qué la bestia se había despertado y recuperaba el control. Fue lo único que recordaba, pues después todo se tornó negro. Pero ahora, desde otra perspectiva, aprecié mis ojos. Normalmente eran azules, como un mar en calma, pero se habían tornado oscuros y brillaban, cegados por la rabia. Había cerrado la mano en un puño y esta tembló al impulsarme para dar un puñetazo a Richard en el estómago. La bestia no dudó en desquitarse con él al tenerlo agazapado debido al golpe. Le asesté unos cuantos más antes de que uno de sus amigos intentara apartarme. Entonces recibió una patada en la entrepierna de mi parte.

Los chillidos y quejas por parte de los demás no tardó en llegar y, cuando el director apareció, la escena que se encontró fue a un alumno sangrando, otro con la mirada perdida por el dolor y su alumna modélica con una sonrisa de satisfacción iluminando su rostro. Lo siguiente que la bestia presenció antes de que consiguiera devolverla a un segundo plano fue como mi madre, Elizabeth Duncan, avanzaba por el pasillo de la escuela con una sonrisa falsa de control mientras sus ojos claros brillaban por la rabia. Ya estaba. Tragué saliva. Sabía que me iba a pasar unas cuantas horas encerrada en aquel rincón.

Parpadeé al volver a la realidad, pero no me dio tiempo a prepararme y recordar dónde estaba, pues la puerta me escupió como si me rechazara. Tragué saliva al verme de nuevo en ese pasillo, con los pasos del perro acechándome desde las sombras. No me daba tiempo a pensar en lo sucedido y lamentarme por los recuerdos que me devoraban, así que volví a correr por el pasillo superior y, al mirar hacia arriba, comprobé que había unos cuantos más.

Mientras avanzaba repasé mentalmente lo que había traído conmigo. Además del arma que tenía aferrada en mi mano derecha, tenía la brújula, la capucha de la túnica que llevaba puesta y la lira. Me sentí tentada a ocultarme gracias a la ropa, pero recordé las palabras del vidente, quizás no podría usarla en otro momento que me viera en peor situación. Entonces pensé en la lira. ¿Pertenecerían esos ladridos a Cerbero?

Comenzaba a marearme tanto camino, parecía una espiral sin fin. Me apresuré para subir los siguientes escalones y miré a ambos lados, no sabía cuál de todas las puertas que había en ambas partes elegir. ¿Todas me iban a transportar a algún recuerdo? ¿Ninguna me iba a servir como refugio temporal? Al escuchar un gruñido a escasos metros corrí sin mirar atrás y abrí la primera que encontré a mi paso. Esta volvió a absorberme y se cerró a mi espalda.

Voces. Risas. Conversaciones. Era un día caluroso, lo recordaba por el sol brillando sin la presencia de molestas nubes a su alrededor y un cielo azul como el color de mis ojos. Además, las chicas del pueblo vestían vestidos vaporosos y los chicos pantalones cortos. Odiaba usar vestido. Odiaba tener que parecer una muñeca frente a los demás, pero a mi madre le daba igual.

—No podemos llamar la atención, Laurie —me reprendió entre dientes mientras caminábamos por la orilla del río. Sus dedos se hundieron aún más en la piel de mi brazo al tirar de mí—, no más de lo que ya lo hacemos.

Observé como algunos compañeros de clase se bañaban en el agua y se salpicaban unos a otros mientras sus familiares descansaban tumbados en toallas o conversaban entre ellos. De reojo, pude apreciar como Richard se daba cuenta de mi presencia y le daba un codazo a su amigo. Sus miradas de desprecio no tardaron en llegar, provocando que mi cuerpo se tensara y me irguiera más de lo que ya estaba.

«No pretendas encerrar a un cuervo, porque al mínimo descuido te sacará los ojos» advirtió la bestia en mi mente al escuchar las palabras de mi madre. Mi padre, mientras tanto, saludaba al señor Gibson, el cual regentaba una cafetería a la que le gustaba mucho ir. Nos detuvimos al llegar a una zona con sombra gracias a la copa de un gran roble.

—¿Qué vamos a hacer ahora, querido? —le susurró mi madre a mi padre cuando este se sentó a su lado—. Laurie ha herido otra vez a ese pobre chico. Su familia…

Sus palabras se quedaron perdidas en el aire al escuchar otra voz femenina, una más aguda y desagradable.

—¿Cómo se atreven a venir cuando esa salvaje ha atacado a mi hijo? Es un monstruo.

Me erguí todavía más, como mi madre me había enseñado, y disimulé la tensión de mi cuerpo mirando la hierba que nos rodeaba. Al notar que no disminuía, arranqué un par de tallos.

Odiaba ser la comidilla y sentirme culpable cuando sabía que no lo era. Odiaba que todo el mundo me juzgase cuando yo no quería hacer daño a nadie, ellos me lo hacían a mí primero. Yo no los buscaba. Pero eso a nadie le importaba, pues ninguno se había tomado la molestia de preguntarme. O al menos de escucharme. Era más fácil señalarme y tacharme de monstruo. Como si no me sintiera ya así.

—Ve a disculparte, Laurie. Tienes una reputación que mantener —siseó mi madre y me atravesó con una mirada severa.

—¿Qué?

No pude evitar abrir la boca. Mi bestia se revolvió al sentir que la jaula llegaba de nuevo, volvían a querer encerrarme en ella. Al cuervo. Al monstruo.

—No me rechistes y vete de una vez. Ya nos has avergonzado lo suficiente.

Miré a mi padre en busca de apoyo, como siempre hacía cuando me sentía acorralada por las duras palabras de mi madre. Él me observó con el rostro afligido, pero no dijo nada. Cerré las manos en un puño al notar que ya no me defendía como antes. Mi padre había empezado a pensar como ella. Y eso dolía.

Me levanté sintiendo la mirada de todos como si fueran flechas atravesando mi piel. Cada paso que daba equivalía a un latido menos. A un pedazo de dignidad perdido. A un trozo olvidado de mi libertad. El cuervo luchó al notar que estaban encerrándolo otra vez, pero emitió un quejido lastimero al ver que no servía de nada. Al verme frente a los padres de Richard y sentir su mirada orgullosa de vencedor clavada en mi espalda, tragué saliva. La bestia de mi interior rugió al notar que había perdido. Arrinconé mi oscuridad como pude, aunque eso, sin entender el motivo, estaba desgarrando mi corazón.

Mi pecho subió y bajó al ver que, otra vez, esa extraña sala me había expulsado. Era una tortura tener que enfrentarme a cada recuerdo, a esos momentos en los que el miedo, la vergüenza y la rabia me dominaban. Me hacían sentir pequeña otra vez, débil, insignificante, indigna. Tragué saliva y alcé la cabeza para enfrentarme a lo que yo solita había decidido vivir. No me quedaba de otra.

Estaba tan ensimismada tratando de salir del recuerdo que me mantenía en trance que no me percaté de que unas babas aterrizaban sobre mi hombro derecho. Al parpadear y escuchar un sonido ronco me giré de forma lenta, como si fuera la escena ralentizada de una película de terror.

Frente a mis ojos se encontraba un perro inmenso y oscuro de tres cabezas.

No fue necesario fijarme en nada más. Solo con ver su tamaño, sus ojos rojos y sus fauces abiertas fue suficiente para hacerme salir disparada hacia la escalera siguiente. Luché contra mis ganas de mirar atrás porque sabía que si me lo encontraba a escasos centímetros iba a bloquearme. Subí cada escalón ignorando el sonido que me advertía que en cualquier momento podía romperse.

Mi respiración temblaba y mi corazón amenazaba con salirse del cuerpo. Lo notaba cerca, tanto, que sus babas salpicaban mi ropa. Chillé al sentir algo aferrado a una de mis piernas y tirar. Me incliné como pude y traté de sujetarme a la barandilla para que no me devorasen, haciendo que el bidente cayera al suelo en un golpe seco. Podía sentir como cada hueso crujía y mis músculos se estiraban al intentar mantener mi cuerpo junto a la barandilla.

Su fuerza era superior, eran tres perros sedientos de sangre, o carne, tirando de mí. Miré el arma, sintiéndome expuesta. Al menos todavía conservaba la mochila sujeta sobre mis hombros. Dentro estaba la lira. Apreté más los dedos contra la barandilla, notaba como el sudor hacía que la piel resbalase. No podría aguantar mucho tiempo.

Respiraba de forma entrecortada. Las opciones que barajaba en mi mente iban y venían sin control. Si me soltaba y no me daba prisa sería devorada y si no me soltaba corría el riesgo de acabar siendo vencida por desgaste. A priori parecía sencillo elegir, pero a posteriori estaba en la mierda.

Miré de reojo la mochila. Primero tenía que abrirla si quería sacar la lira. Y luego tendría que rezar para que funcionara, pues no estaba segura de que el vidente estuviera en lo cierto. Estábamos hablando de una visión, una que se podía haber entremezclado con un sueño común. Pensé en la capucha. Tragué saliva al pensar en el as que tenía bajo la manga. Tenía solo unos segundos para hacer el mejor truco de magia.

Me solté. Dejé que la cola de esa bestia me llevara hasta sus fauces mientras llevaba mis manos hasta la capucha y me la colocaba. La consecuencia no tardó en llegar. El perro de tres cabezas gruñó al no verme enroscada y me soltó sin darse cuenta.

Me mordí el labio inferior al terminar de bruces en el suelo y me dispuse a correr para colocarme a un lado. Cuando me sentí un poco protegida, mientras el animal me buscaba como un poseso, abrí la mochila y saqué el instrumento. Ni siquiera sabía usarla. Aun así, decidí lanzarme y me quité la capucha antes de deslizar los dedos entre las cuerdas. Las notas no tardaron en irrumpir en la enorme sala, rodeando al perro como si fueran pompas de jabón que explotaban por su pelaje.

Contuve la respiración. Los gruñidos del animal comenzaron a ralentizarse y los párpados empezaron a cerrarse, consiguiendo que mi respiración se calmara. No podía despegar la mirada de sus enormes cabezas. Me aterraba distraerme, dejar de tocar y terminar devorada. No quería ser comida de animal. No cuando esto no había hecho más que empezar. Tenía que encontrar a Nikola. Tenía que salvar a todos.

Continué deslizando mis dedos por las cuerdas sin sentido mientras que buscaba al bidente con la mirada. Al encontrarlo, seguí tocando y avancé poco a poco, teniendo cuidado para no hacer ningún otro ruido que no fuera el que saliera de la lira. No sabía cuánto tiempo tendría para escapar, si eran segundos o llegaría al minuto. Cerré los ojos durante un instante para inspirar con fuerza y, al abrirlos, me apresuré en guardar la lira en la mochila y coger de nuevo el arma. Eché a correr como nunca. Subí las escaleras sin mirar atrás y avancé por el pasillo hacia las siguientes. Cuando ya llevaba tres escaleras diferentes, escuché cómo los perros se despertaban y empezaban a ladrar. Mi cuerpo se tensó todavía más, pero no dejé de correr.

Esas bestias se movían a gran velocidad, su corpulencia hacía que allá donde fueran derrumbaban todo a su paso, sus patas hacían grietas en el suelo al pisar con fuerza. Ignoré el cansancio y el miedo al ver que estaba llegando al final, unas escaleras más pequeñas sin antorchas iluminándolas y, en lo más alto, una pequeña puerta.

«Vamos, Laurie, puedes hacerlo» me apremié para mis adentros mientras hacía el sprint final. Extendí las piernas como si fuera una gacela y me aferré a la barandilla mientras notaba a Cerbero cada vez más cerca. Al llegar hasta el manillar lo moví de forma frenética.

No se abría.

Mi respiración se aceleró aún más. La bestia estaba avanzando por las escaleras anteriores a esta y no tardaría en llegar al último pasillo. Golpeé la oscura puerta de madera con toda la fuerza que me resultaba posible y, al ver que el animal me pisaba los talones, usé el bidente. Lo lancé contra la puerta, notando como esta vibraba ante su contacto. Podía sentir como cada vez cedía más.

Las babas de Cerbero volvieron a salpicar mi ropa. Su aliento alcanzaba mi respiración y la suya acaloraba mi cuerpo. Golpeé de nuevo la puerta con el bidente y, al ver que se abría, la empujé con todas mis fuerzas y lancé mi cuerpo sin pensármelo. Por suerte la puerta era pequeña, así que lo siguiente que vi fueron las fauces de una cabeza y un par de ojos rojos enfurecidos. Cerré la puerta, agotada por la aventura, y puse los dos pesados cerrojos que esta tenía.

Al verme sana y salva respiré. Estaba en la azotea y frente a mí se alzaba un cielo oscuro infinito y, en el suelo, a varios metros de altura, un largo puente de madera que estaba sobre un manto de lava.

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