Laurie

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Capítulo 29

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CAPÍTULO XXIX  CELDAS GELATINOSAS

Miré de nuevo el puente para calcular la distancia que nos separaba. Para mi desgracia, era la suficiente como para darme un buen golpe, así que no podía arriesgarme. Suspiré, consciente de que había llegado el momento de volver a revivir los aprendizajes de escalada de Nikola donde, con su poca paciencia habitual, se había encargado de indicarme cómo tenía que poner cada pie y en qué punto exacto para no acabar cayendo por montañas o, en este caso, torres.

Lo único positivo que veía era que el edificio se componía de cuatro, y en la que estaba podía ver perfectamente el nivel desigual entre unos ladrillos y otros, lo que me beneficiaba para poder apoyarme mejor.

—Yo puedo… —murmuré.

Me coloqué de espaldas y me acuclillé para poder deslizar un pie hasta tocar el primer ladrillo que me quedara a la altura y después el otro. Ahora llegaba la parte dura de tener que ir descendiendo sin que se me fueran las manos o tropezar. Fui despacio, cerciorándome de que colocaba los dedos del pie en el sitio exacto. Cada paso que daba provocaba que se tensara todavía más mi cuerpo, podía escuchar de fondo los ladridos de Cerbero y nada me aseguraba que esa bestia no fuera capaz de romper alguna ventana y golpearme con sus patas.

El aire mecía mi pelo mientras continuaba descendiendo. Era una torre tan alta que me sentía cansada debido a tanto esfuerzo. Los músculos se tensaban al tener los brazos extendidos y estar recta, pero cada vez quedaba menos. Cuando vi que estaba a dos o tres metros de distancia del suelo me solté, dejando que mi cuerpo cayera a plomo.

Suspiré y aprecié la altura de la torre desde donde estaba. Nunca me hubiera imaginado que iba a tener que subir tanto para terminar bajando, pero ahí estaba: sana y salva. Comprobé que todo estuviera en un sitio: mochila, riñonera y todos los objetos del interior. Al ver que estaba todo en orden caminé hasta el puente, deseosa de saber qué más tenía preparado el infierno para mí. Exponerme a mis recuerdos sabía que era solo el preliminar de todo lo que me aguardaba.

Al acercarme me di cuenta de que eran tablones desgastados por el calor que desprendía el magma que había debajo. A cada poco, explosiones de lava hacían que las tablas enrojecieran y la temperatura aumentase. Tragué saliva y decidí ponerme manos a la obra.

Opté por tomar impulso y no pensar en el miedo que luchaba para inmovilizarme. Corrí todo lo que pude por el puente, notando como los tablones cedían ante mi contacto. Avancé y avancé sin pararme a observar algunos cayendo en la lava, porque sabía que si me detenía mis pies terminarían igual.

Cuando ya estaba llegando al otro lado del puente me detuve durante unos segundos para tomar el aire, pero ese breve tiempo le sirvió al tablón para crujir debido al peso y romperse. Grité al ver que mi cuerpo caía y me sujeté como pude a las cuerdas que había a ambos lados. Mis piernas quedaron suspendidas en el aire y el calor se aprovechó para acariciar mi piel. Cerré los ojos por un instante y me mordí el labio inferior al notar que me quemaba. Al abrirlos comencé a zarandearme de un lado hacia otro para coger impulso e inclinarlas. Necesitaba aunar toda la fuerza posible en mis brazos para tirar de mi cuerpo hacia arriba y poder regresar.

Necesité de varios minutos para conseguirlo. Sentía los nudillos arder al aferrarme con tanta insistencia a la cuerda, pero no me rendí. Lo que me preocupaba era quedarme sin energía y no poder avanzar más. Cuando vi que había conseguido subir un poco por la cuerda, moví las piernas para anclar los pies en la madera. Lo siguiente fue llevar mi cuerpo hasta allí. Al lograrlo suspiré y me apresuré en descansar una vez había pisado tierra firme. Entonces me permití tumbarme en el suelo y tomar el aire.

Aproveché ese momento para pensar en Nikola. Había tenido unos meses tan agitados que, aunque lo llevara siempre en la mente, no había podido ahondar en todo lo sucedido. Aún hoy seguía doliéndome su perdida y me sentía perdida. Era más fuerte y decidida, sí, pero seguía teniendo inseguridades, esas que él se encargaba de tapar gracias a su ayuda y consejos. Pero tenía razón, yo era Laurie Duncan, no podía permitir que él me opacara, aunque fuera de forma inconsciente. No podía dejar que nadie me hiciera sentirme protegida, porque tenía que hacerlo yo. Su ausencia me había enseñado que podía seguir sin él, podía avanzar y respirar, aun cuando pensaba que no podría conseguirlo. Pero me dolía, claro que lo hacía… me asustaba la posibilidad de cerrar los ojos, como ahora, y no recordar su olor, su mirada osca, su ceño fruncido, su voz grave y hostil; con ese siseo de advertencia cuando se enfadaba, o el tacto de su piel sobre la mía.

Es muy difícil seguir adelante sin una persona cuando previamente te habías acostumbrado a su presencia, sobre todo cuando, en mi caso, había permanecido durante tantos años sola. Nikola me había enseñado a ser capaz de interpretar gestos, de leer miradas, de sentir una conexión que creía imposible. Incluso, aunque no soportaba la hostilidad con la que me había tratado y ese exceso de protección, lo echaba de menos. Lo daría todo por volver a escucharlo regañándome o advirtiéndome que estaba cometiendo la mayor locura de mi vida, porque lo era, pero estaba segura de que lo haría una y mil veces más si con eso conseguía recuperarlo. Sin duda, no hay nada que motive más a alguien a esforzarse y luchar que un sentimiento genuino, un amor de verdad.

Fantaseé unos minutos más imaginándome sus ojos grises, la curva de sus labios al formar una sonrisa, las arrugas que formaba al fruncir el ceño y su pelo revuelto al despeinarlo con sus manos. Necesitaba aferrarme a eso, conservarlo en mi memoria antes de incorporarme y seguir. Entonces me puse en pie y limpié la humedad que había empezado a formarse por mis ojos. No podía permitirme más minutos de debilidad.

Estaba avanzando por un camino de piedra plomiza que se iba estrechando más y más cuando comencé a escuchar un zumbido. Me detuve y tragué saliva, pues no sabía a qué me iba a enfrentar. El ruido cada vez iba sonando más cerca, lo que me hizo identificar su procedencia. No los había visto, pero estaba casi segura de que se trataba de mosquitos o abejas, pues cuando era niña había escuchado ese mismo sonido al acercarme a una colmena.

Miré a mi alrededor, necesitaba encontrar algún rincón en el que esconderme para resguardarme del ataque. El zumbido era demasiado fuerte como para tratarse de una abeja o un par. Por desgracia, no veía nada. El suelo había disminuido tanto que había quedado relegado a un alto y alargado desfiladero de color oscuro y las paredes estaban compuestas de unas membranas rugosas color malva.

Mi cuerpo se tensó al darme de bruces con una masa negruzca que se movía en todas las direcciones, un tornado de abejas furiosas que volaban hacia mí. Contuve un chillido y avancé hacia una de las paredes para anclar mis manos en ella. No me quedaba otra opción.

Entonces el zumbido se mezcló con un arrullo de voces lúgubres. Voces de distintos tonos y timbres llegaban a mis oídos, distinguiendo distintas conversaciones. Algunas se lamentaban por su situación, otras suplicaban perdón y unas pocas, que luchaban por hacerse escuchar entre el maremágnum, me indicaron lo que tenía qué hacer. Descendí entre las membranas pentagonales que conformaban la pared, notando como su textura blanda me provocaba cosquillas en los dedos. La horda de abejas cada vez estaba más cerca, temía que su picadura fuera letal.

Continué bajando a pesar de sentirme exhausta. El ritmo frenético de la huida, tanto en la torre como aquí, había hecho mella en mi estado físico. Me mordí el labio al ver que el grupo de insectos estaba rozándome, si no contenía mis ganas de mirar hacia ellos podía caer en la trampa de dejarme llevar por el pánico y soltar una de las manos, y eso solo me haría caer. Caería al vacío de verdad. Dejé que mi frenética respiración fuera el único detalle que delatara mi nerviosismo mientras seguía descendiendo.

Al sentir uno de los aguijones clavarse en mi piel grité. Había sido un contacto breve, pero lo suficientemente intenso como para paralizarme durante unos segundos. Parpadeé para intentar retener las lágrimas que amenazaban con emborronar mi vista y aferré mis dedos con más ahínco contra las membranas, pero el mayor temor me invadió al ver que una de ellas me succionaba, absorbiendo mi cuerpo.

—Pero… —murmuré.

Me detuve al ver que el pentágono que me había llevado a su interior se había cerrado bajo esa capa malva a modo de escudo, haciendo que las furiosas abejas rebotaran contra ella, incapaces de entrar. Entonces saboreé el miedo y este me hizo congelarme durante unos minutos, mis ojos no dejaban de observar ese incesante ataque que seguían realizando contra la celda que me protegía.

—¿Por qué estás aquí?

Me sobresalté al escuchar una voz débil, como si alguien se estuviera esforzando en poder hablar por tener la garganta irritada. Al mirar girarme me di cuenta de que se trataba de una mujer menuda con facciones fuertes en el rostro. Sus ojos oscuros carecían de brillo, pero su mirada sagaz estaba cargada de expresión. En ella danzaba la duda, el recelo. No parecía estar acostumbrada a recibir visitas.

—¿Qué es este lugar? —pregunté.

—No has contestado mi pregunta —gruñó.

—Estoy aquí para buscar a alguien.

Me mordí el labio. No quería excederme dando explicaciones, pero quizá esa mujer sabía dónde estaba Nikola o, al menos, igual lo había visto en algún momento.

—¿A quién?

—Responde a mi pregunta primero. Ni siquiera sé dónde estoy.

La mujer hizo un gesto de desagrado, pero se desvaneció al suspirar.

—Estás en el limbo, la jaula donde estamos retenidas las almas sin grandes pecados, pero castigadas por no haber obrado con bondad.

—¿Cuál fue el tuyo? —Me atreví a preguntar mientras la miraba a los ojos.

—Yo… no lo recuerdo —respondió mientras se protegía el cuerpo con los brazos a modo de defensa.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Cambié de tema, necesitaba que me contase todo lo posible acerca del limbo y sus peligros.

—Yo… no lo sé. Aquí perdemos la noción. El tiempo… es infinito e inexistente a la vez.

Suspiré. Esa información no me ayudaba demasiado. Eché un vistazo rápido hacia el otro lado al darme cuenta de que me había olvidado de las abejas y mi cuerpo se relajó al ver que habían desaparecido. Todo estaba en calma.

—¿Hay más peligros por aquí aparte de las abejas? ¿Cómo llego al siguiente lugar?

—¿Al siguiente anillo? —preguntó arqueando sus cejas. La mujer retrocedió antes de esbozar una mueca de horror—. ¿No has sido juzgada? ¿Acaso quieres condenar tu alma a torturas eternas más graves? Cada anillo es peor que el anterior, cada piso que desciendas… corromperá tu alma hasta desintegrarla, alimentando su oscuridad.

—¿Su oscuridad? ¿La de quién?

—La del… señor —susurró en un hilillo de voz tan débil que me costó mucho esfuerzo escuchar.

—¿Samael?

—¡No pronuncies su nombre! ¡No lo invoques! Al menos aquí estoy a salvo. Si lo llamas… no quiero desaparecer.

Asentí con la cabeza mientras movía mis manos en señal de paz. Parecía que estaba en lo cierto con que Samael estaba aquí y, si él lo estaba, Lilith también. Si Adán estaba decía la verdad, entonces alguien tendría que cuidarlo mientras no estaba preparado para reinar. Y eso me llevó a pensar que Atary podría estar a su lado, gobernando junto a su madre este nido de monstruos.

—Por favor, respóndeme, es importante —insistí—. Necesito saberlo todo y este lugar no cuenta con un mapa o una guía que me oriente sobre qué me voy a encontrar.

—Haré lo que pueda, pero no estoy de acuerdo con tu objetivo de descender. ¿A quién quieres encontrar? ¿Por qué quieres poner en juego tu alma por esa persona?

—A… Nikola. —Humedecí mis labios antes de seguir—. Nikola Alilovic.

Su nombre reverberó por la celda que me protegía del limbo, ese espacio tan peligroso y desconocido para mí. Pronunciar su nombre en alto me sobrecogía, me recordaba su ausencia de un modo desgarrador.

—No lo conozco, lo siento —respondió encogiéndose de hombros—, pero déjame decirte algo. Nadie debería ser tan importante para arriesgar tu alma como tú misma, porque todos salvan primero la suya, sin pensar en las consecuencias que tendrá sobre los demás. Aquí prima el egoísmo, la supervivencia. Y no quisiera que te llevaras una desilusión.

—Él no es así. No lo conoces —lo defendí—. Si estoy cometiendo esta locura es porque lo quiero. Y porque me ha demostrado que él me quiere a mí. Fue el primero en poner en juego su vida para salvar la mía. Se sacrificó.

—Está bien. —Asintió—, pero descender no quiere decir que lo vayas a encontrar. Este lugar es enorme, lleno de almas vacías. Cada anillo que pises significará un trozo mayor de oscuridad, una victoria del olvido y perderse en él es la trampa final.

Tragué saliva. No quería pensar en las consecuencias, pues entonces me paralizaría para siempre y desearía volver al mundo real. Cerré los ojos por un instante para visualizar el rostro de Nikola antes de abrirlos y encontrarme de nuevo con la figura de esa mujer que había decidido ayudarme.

—¿Cuántos pisos hay?

—Por lo que sé hay siete, en el último se encuentra… él —consiguió verbalizar.

—¿Y hay algo más que deba saber?

—Las abejas no son el único peligro que encontrarás en el limbo, también están los gusanos.

—¿Gusanos?

—Sí, unos seres alargados que se desplazan de manera lenta entre las celdas y se alimentan de nosotros, de nuestra… vitalidad. Ten cuidado con el líquido que sueltan al atacar porque te dejará inmóvil y entonces… te devorarán.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar su advertencia.

—¿Por eso os ocultáis en estas celdas?

—Las membranas nos ayudan a protegernos, pero no es permanente. El líquido que sueltan va erosionándolas hasta conseguir hacer un agujero.

Abrí la boca para responder, pero fue imposible. Un ruido seco resonó en mis oídos, haciéndome girar hacia el exterior. Al otro lado estaba un bicho gigante con ojos amarillentos y cuerpo pálido, de su boca negra salía un líquido blanquecino que hacía que la membrana chirriase como si fuera una puerta vieja.

—¡Es uno de los gusanos! —chilló la mujer—. Será mejor que corras si quieres salvar tu alma.

—¿Y tú? —pregunté. Estaba empezando a palidecer.

—Yo no tengo escapatoria y tu alma es más valiosa que la mía. Vete. Huye.

—¿Estás… segura?

—Vete antes de que me arrepienta. Solo espero que encuentres a la persona que estás buscando.

Le agradecí antes de salir corriendo como me indicó. El gusano estaba tan ensimismado en su tarea que no se había percatado de que estaba fuera, perfecta para ser devorada. Decidí no tentar a la suerte y empezar a descender por las celdas. Volver a escuchar las voces y murmullos por parte de las almas encerradas no ayudaba a relajarme.

El gusano se dio cuenta de que algo iba mal, pues se giró en mi dirección. De manera inconsciente, me quedé quieta. Mi corazón latía a mil por hora y sentía mi respiración agitada. Ese monstruo del averno movía su cabeza hacia todos los lados, como si me hubiera perdido e intentase encontrarme.

¿No sabía dónde estaba? ¿Acaso no me veía? Me aferré con fuerza a una de las membranas que conformaba otra celda, donde un par de almas me miraba con recelo y una pizca de pavor. Solo esperaba que no dijeran mi ubicación.

El gusano continuó buscándome unos segundos más, hasta que decidió dimitir con su tarea y volver a soltar el líquido sobre la membrana donde estaba la mujer que me había acogido. Podía escuchar su voz sobre las demás, estaba intentando llamar su atención para que yo pudiera escapar sin problemas.

Me deslicé con mayor cautela, tratando de colocar cada pie de manera lenta y sujetar los bordes de las membranas con mis manos, asegurando cada paso. Me forcé en bloquear los lamentos lúgubres que intentaban impedirme avanzar. Algunas me susurraban que no lo lograría, que en unos segundos no tardaría en ser devorada, como tantas otras almas en el pasado.

Pero avancé. Seguí descendiendo mientras en mi mente recordaba la imagen de esa mujer. Apenas nos conocíamos, pero había decidido apostar su alma para proteger la mía. Ahora se sumaba una persona más a quién le debía ganar. La presión por salir vencedora en una guerra a la que no estaba preparada empezaba a ahogarme, pues me presionaba la garganta.

Tragué saliva al llegar hasta un suelo cenizo. Era el comienzo de un largo pasillo y, aunque todavía no lo sabía, al otro lado me esperaba un enorme torbellino morado que no paraba de girar y en cuyo interior resonaban las voces de cientos de almas atrapadas.

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