Laurie

Laurie


Capítulo 31

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CAPÍTULO XXXI  TÚ ME DESTRUISTE

Miré el agujero con la esperanza de que, si dejaba los minutos transcurrir, terminara por salir una rampa que me condujera al otro lado sin la necesidad de pegarme una hostia. Además, sentía que necesitaba tiempo para recuperarme de todo lo que llevaba vivido, pues me costaba respirar y parecía que mi alma luchaba para liberarse de esta cárcel llamada infierno. Pero no podía. Y bien sabían ya todos que nadie me ganaba en terquedad. Aún con la advertencia de Amit resonando en mi cabeza, tragué saliva y me di aliento para continuar.

Por desgracia, la rampa no apareció, así que tuve que conformarme con la sensación de sentirme recuperada, aunque no sabía por qué. Entonces recordé que mi amigo el vidente usaría de su poder cuando viera las cosas se ponían feas. Supuse que ese momento había llegado y, al otro lado, mi cuerpo se mostraba exhausto.

Llené de aire mis pulmones antes de acercar mis pies a ese abismo aterrador y ocupé mi mente de pensamientos positivos para evitar salir corriendo. «Ya no hay marcha atrás. No es momento de arrepentirse. Nikola te está esperando al final. Y Vlad. Y… ¿Rocío?» Nadie me lo aseguraba, pero no perdía nada por intentarlo. Lilith tendría que liberarlos.

Me mordí el labio inferior mientras pensaba en ella. Me extrañaba que no se hubiera percatado de mi presencia por su morada o que hubiera mandado a alguien. Aunque ya tenía guardianes lo suficientemente poderosos como para hacer retroceder al más valiente. La ventaja es que yo carecía de eso, lo que a mí me impulsaba era mero masoquismo. Y sin duda alguna era la mejor baza, pues hasta el más valiente puede flaquear al ver el peligro a dos metros. El masoquista no. El masoquista directamente se estampa, impidiéndole retroceder.

Cerré los ojos y me dejé caer. Durante un rato me quedé atrapada por la pérdida de la noción del tiempo, por la oscuridad, por el infinito. Mi alma se sentía ligera a medida que iba dejando atrás esa zona de seguridad. No sabía qué me iba a deparar el otro lado, si habría más monstruos esperándome o el único que me quedaba era el más aterrador, ese que hacía tambalear mi estabilidad mental. El hijo del mal.

Los abrí cuando la sensación de frío me invadió. Un viento gélido azotaba mis mejillas y los párpados se me mojaban gracias a una lluvia oscura que caía de un cielo carente de nubes.

Fruncí el ceño mientras observaba mi alrededor. Cuando alguien se imagina el infierno lo último en lo que piensa es en un frío húmedo que te cala los huesos o una lluvia incesante, como la que bañaba Edimburgo en las noches de invierno. Lo primero que había visualizado yo eran llamas, demonios con colas alargadas y tridentes rojos a juego, para pincharte en el trasero por toda la eternidad. Pero nada de eso, solo esperaba que lo siguiente no fuera enfrentarme a un yeti, o al mismísimo Santa Claus versión oscura.

El lugar en el que me encontraba era lúgubre, helado, a simple vista carente de vida, pues no se escuchaba otra cosa que no fuera la lluvia caer, la cual arreciaba con tanta fuerza que dificultaba identificar nada que no estuviera a escasos metros de distancia.

Lamenté no tener ningún paraguas o algo que me resguardara un poco. Mi ropa se estaba empapando, adhiriéndose a la piel, y era molesto caminar. Llevé una mano a mi cara para apartar un reguero de gotas que descendían desde mis párpados hasta las mejillas. Empecé a echar de menos estar seca gracias al laberinto.

Aun así, decidí empezar a caminar. No fue hasta que tomé esa decisión cuando me percaté de que el suelo había cambiado, era más duro y resbaladizo, como si pisara un bloque enorme de hielo.

Me sentí un pingüino. En mi vida había sido patosa, pero en ese preciso instante mis carentes habilidades se potenciaron. Parecía que estaba bailando, pero de forma descoordinada, moviendo los brazos en el aire como si así pudiera mantener el equilibrio mejor.

—Genial, ¿qué más me puede faltar ya? —farfullé entre dientes.

Había conseguido avanzar tres o cuatro pasos cuando uno de mis pies se deslizó hacia atrás, haciendo que mi cuerpo terminara en el suelo e impactara contra él. El sonido de un resquebrajamiento no tardó en llegar. Lo siguiente que vi fue oscuridad y mi cuerpo se envolvió en un líquido burbujeante que me empujaba al fondo.

Cuando recuperé la consciencia el sitio había cambiado. Era un sitio pequeño y seco, pero igual de oscuro que los anteriores. Lo único que captó mi atención fue ver a una persona demasiado familiar. Y se estaba desangrando.

—Laurie…

Su voz cálida fue como un golpe en el pecho para mí. El filo de una daga clavándose en el tórax me hubiera dolido menos. Parpadeé para intentar escapar de esa pesadilla, incluso pellizqué mi piel para despertar. Pero fue en vano. Seguía contemplando su rostro moreno, sus rizos oscuros y sus ojos almendrados. Era ella. Y su sangre me hacía salivar.

—¿Ann?

Quise llorar. Me veía envuelta en la misma situación que había estado muchos meses atrás, en la academia de los dhampir. Con la diferencia de que en esta ocasión no tenía una estaca hundida en mi pecho para impedirme moverme. No había jaula ni barrotes, lo único que podría detenerme era mi autocontrol. Y, sin duda, últimamente se estaba tambaleando.

Retrocedí. Si su sangre me llamaba era porque en este lugar se había tenido que convertir en algún tipo de ser oscuro. Un vampiro. Y eso me asustaba. Era una broma macabra que mi mejor amiga se hubiera convertido en aquello que juró destruir. Un monstruo.

—¿Por qué? —verbalicé en voz alta, más para ella que para mí.

—Tú me destruiste.

Sus palabras se clavaron en mi corazón, haciéndolo vibrar como si quisiera rugir debido al dolor.  Miré sus ojos, esos que me habían acompañado durante tantos años. El brillo característico que habitaba en ellos y aparecía cada vez que hacía algo que se opusiera a las normas de mi madre había desaparecido. En su lugar se había quedado ese abismo que conformaba el averno, esa oscuridad infinita que me daba escalofríos. Torció sus labios en una mueca de desagrado.

—Yo… no lo hice, Ann.

—Lo hiciste. Y volverás a hacerlo —recalcó—. Mírate. Arthur tenía razón.

Tragué saliva. En parte para, en un intento desesperado, humedecer mi garganta, sedienta de su sangre; por otra, para tratar de asimilar ese duro golpe. Otro más. Nadie estaba preparado para enfrentarse a la pérdida de una importante amistad. Volví a mirarla con la esperanza de encontrar ese brillo perdido, aunque fuera un resquicio, algo que me diera fuerzas para luchar. Me negaba a asimilar que esto no era como en las películas o en los libros, donde dices un par de palabras de amor y la otra persona cambia mágicamente. Esa no podía ser mi mejor amiga. Era la sombra de sus miedos, sus rencores, su dolor… si eso era posible, porque Ann se había equivocado dándome ánimos cuando empezamos juntas en la universidad. Yo no era luz, siempre lo había sido ella. Nuestra amistad, ese enorme lazo que nos unía.

Mi respiración se entrecortó al ver que era incapaz de verbalizar una sola palabra sensata. Mi mente se tambaleaba, cegada por esa necesidad de beber. De su cuerpo cada vez salía más y más sangre. Cerré los ojos a la par que las manos para intentar serenarme. Apreté tanto los puños que clavé las uñas en mi piel, haciéndome daño.

—Nunca debí ir a buscarte ese día.

Otro golpe. Otra estocada que, aunque no fuera una estaca, me había dejado completamente paralizada.  No sabía hacia dónde mirar, ni qué hacer. El aroma de su sangre estaba empezando a dejarme aturdida. La tristeza se entremezclaba con la rabia, y eso era peligroso. Mi sensatez pendía de un hilo.

—Tu madre tenía razón. Eres un monstruo.

«Monstruo». Ocho letras que había escuchado a lo largo de mi vida, una etiqueta que se había incrustado en mi interior hasta el punto de definirme. Esa palabra había hecho mella en mí, me había hecho sentir que no era merecedora de nada bueno, que no era válida para ser feliz, pues todo lo que tocaba lo destrozaba. Lo destruía.

Mi mente recordó cada momento que había vivido durante todos estos años, cada palabra, cada gesto… mi Bestia se revolvió, azuzándome para que me defendiera de la peor manera que conocía. Me instaba a atacar.

Mi cuerpo se abalanzó como si estuviera otra vez ante ese jabato por el bosque de Miskolc. No pensaba en nada, solo en saciar mis necesidades. Noté cómo mis dedos se hundían en su piel y mis colmillos se asomaban para hacer lo mismo. Entonces escuché otra voz. Una que me hizo detenerme.

«No».

Fue algo escueto, fugaz. Una sola palabra en ese tono hostil tan particular, como si fuera un gruñido, que hizo tambalear todo mi sistema. Nunca una palabra había tenido tanta fuerza como para hacerme retroceder como si hubiera ante mí el ser más abominable. Yo misma.

Lo busqué con la mirada, aun consciente de que su voz grave había resonado en mi cabeza. Quise aferrarme a ese pequeño contacto como fuera, incapaz de asumir que había sido tan etéreo que comenzaba a esfumarse entre la nada que me rodeaba.

—No… —respondí yo también en un hilillo. Temía que, si lo decía más alto, el eco desapareciera por completo.

Ann me miró incrédula y, en unos segundos, de manera fugaz, su ceño se frunció. La miré como quien mira a un fantasma y repetí la misma palabra en alto, para que me escuchara.

—No. Ya basta. Esto no es real.

En el instante en que lo dije y me enfrenté a ella directamente, todo se emborronó. Mi cabeza empezó a doler, como cuando despiertas de un mal sueño.

No me hizo falta abrir los ojos para sentir el frío haciendo arder la palma de mis manos, pero sí necesité abrirlos para darme cuenta de que mi cuerpo estaba suspendido en el aire, al borde de caer. ¿Cómo me mantuve sujeta estando dormida? Ni idea, pero ahora empezaba a lamentarme de haber permanecido en trance. Cada vez me costaba más regresar porque cada vez me creía más lo que veía. Temía quedarme atrapada en alguna de las trampas que el infierno me tenía preparadas y no volver a la realidad.

Enterré más mis dedos en esa capa de nieve que estaba volviendo mi piel roja. Hacía tanto frío que mis mejillas ardían y me costaba parpadear. La niebla que cubría mi alrededor no ayudaba, me impedía ver qué podía haber más allá. Lo único que podía hacer era luchar para seguir aferrada a esa pendiente que me separaba de una muerte segura.

Balanceé mi cuerpo, esperando que eso sirviera de algo. Me negaba a mirar abajo por si la distancia era demasiado grande y eso me generaba pánico. No sabía el tiempo que llevaba ahí, ni tampoco el que había pasado desde que había entrado al averno, pero temía que los poderes de Amit no fueran suficientes. Necesitaba encontrar a Nikola como fuera.

Un crujido puso en alerta mis oídos y sentí cómo las manos comenzaban a resbalar. Hundí los dedos con toda la fuerza que me era posible, pero estos continuaron descendiendo. Chillé al verme aún más abajo, incapaz de hacer nada.

Al darme cuenta de que la caída iba a ser inminente, cerré los ojos. Sentí cómo mi cuerpo caía, pues parecía una pluma flotando en el vacío. Me daba tanto miedo ver esa oscuridad que me estaba envolviendo que apreté los párpados hasta hacerme daño. Mi cabeza estaba a punto de estallar.

El golpe contra el suelo tardó en llegar, pero lo hizo. Ahogué un quejido al ver que mi espalda se magullaba, pero respiré al ver que no había perdido el conocimiento. ¿La caída no había sido para tanto? ¿Seguía viva? Abrí los ojos con cautela, saboreando cada segundo como si fuera el último. Al hacerlo, vi que el escenario había cambiado, pero seguía ahí, en el infierno.

Las paredes que me rodeaban eran rocosas, como el suelo, y la temperatura no era tan fría como el piso superior. La niebla había desaparecido, igual que el aire, lo único que se escuchaban eran murmullos graves y ruidos secos. Al fijarme en el fondo, percibí unas siluetas moviendo algo grande.

Me acerqué con cuidado mientras comprobaba que siguiera con todo encima. Palpé la mochila y abrí la cremallera de la riñonera, aún llevaba la brújula y demás objetos en el interior. Respiré y cogí una daga para sentirme protegida. Cada paso que daba me aseguraba que seguía viva, todo lo viva que podía mantenerse mi alma en un viaje astral como este, pero el peligro seguía a mi alrededor.

El ruido seco que había empezado a escuchar se hizo más grande a medida que me aproximaba a esas siluetas que había vislumbrado. No eran otra cosa que demonios de tez rojiza y mirada vacía, arrastraban piedras de gran tamaño de un lado a otro, sin percatarse de mi presencia.

Dudé. Me daba miedo intentar hablar y acabar provocando una pelea. No sabía cuántos podía haber ni qué carácter tenían. ¿Los demonios mataban? ¿Tenían algún tipo de sentimiento? ¿Seguirían ignorándome? Cientos de preguntas se amontonaban en mi mente y no tenía valor para descubrir respuestas. Continué avanzando por ese camino rocoso hasta que, a lo lejos, percibí un objeto que me resultaba familiar.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, comprobé que estaba en lo cierto. Frente a mí se alzaba un gran espejo con detalles dorados y plateados que no brillaban debido a su antigüedad. No había duda, era el mismo que había descubierto en el ático de los Herczeg.

Mi corazón latió acelerado al situarme enfrente. La última vez la situación se había descontrolado y mi oscuridad había salido a la luz, reflejando al monstruo en el que me había convertido. Sentí miedo. Mis manos temblaban al aproximarlas hasta el cristal, no estaba preparada para enfrentarme a eso de nuevo. Pero lo hice. Al mirar me di de bruces con un reflejo completamente distinto. La Laurie que había al otro lado estaba sentada en un trono de calaveras y sostenía en su cabeza una corona plateada con rubíes que brillaban con intensidad.

Tragué saliva. Alzaba su cabeza con seguridad y sus ojos destilaban poder, fuerza. No era para nada la misma Laurie que había salido de casa de sus padres para estudiar, ni tampoco la Laurie que era yo ahora. ¿Quién era? Inspiré con fuerza antes de tragar saliva de nuevo para intentar moderarme. Había algo en ella que me llamaba, un deseo superior me hacía querer traspasar el espejo y fundirme. La envidiaba. Quería su poder.

Sentí como mis dedos acariciaban el cristal, pero no podía verlo. Estaba embebida por su presencia, como si no hubiera nada más allá. Todos los miedos, dudas y preocupaciones se disiparon al contemplar a esa Laurie tan regia. Me hacía sentir segura y fuerte.

Una sensación cálida floreció en mis yemas, provocando un cosquilleo agradable por mi piel. Cada vez estaba más cerca de convertirme en eso a lo que aspiraba, una chica invencible, a la que nadie pudiera hacer más daño.

«No».

Fue un sonido tan ronco y breve que pareció un pitido en mis oídos, pero me hizo parpadear. Mi pecho mantuvo un ritmo frenético al ver que mis dedos habían empezado a introducirse en el cristal, transformando mi nívea piel en negra. Retrocedí unos pasos y grité al ver que, al sacarlos de ahí, me había quemado. La marca de esa oscuridad se había adherido a ellos.

Mi corazón latía agitado buscando con todas sus fuerzas al dueño de esa voz hostil. La conocía, claro que la conocía. La vez anterior había dudado al verme sorprendida por ella, pero solo Nikola podía hacer que reaccionara de esa manera. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era capaz de colarse en mi mente de esa forma? Recordé las palabras del oráculo y mi estómago se contrajo en consecuencia. La conexión que nos unía era demasiado fuerte. Tanto él como yo nos negábamos a dejarnos ir.

Un ruido a mi espalda me hizo volver a la realidad de bruces, impidiéndome saborear esa sensación de paz. Al girarme, vi que Erzsébet estaba abalanzándose hacia mí. Mi cuerpo se tensó al llenarse de odio recordando la muerte de Rocío. No me hizo falta nada más para apresurarme y asestarle un golpe con la daga cerca de su pecho. Su quejido resonó en la sala, pero sabía que no había sido suficiente para dejarla inmóvil. No había llegado hasta su corazón. Me apresuré en sacarla antes de que sus garras arañaran mi piel.

—Pienso acabar contigo —siseé.

Esquivé los siguientes ataques sin mayor problema, pues el entrenamiento en la academia había ayudado y sentir una rabia ciega más aún. Eso me impedía pensar con claridad, por mi cuerpo fluía una oscuridad que no me preocupaba en mostrar. Erzsébet pagaría por todo lo que había hecho.

Mantuvimos un baile en el que yo me apresuraba en asestarle más golpes con el filo de la daga mientras ella se movía para esquivarlos. A cada paso que daba para evitar desgarrar su piel, yo me volvía más furiosa. Ya no solo pensaba en Rocío, también en Ana, en Vlad, en Nikola… muchas personas habían caído por su culpa, dejándome sola. Un cosquilleo cálido y familiar comenzó a recorrer mi cuerpo, avisándome.

—El mal vencerá, Laurie. El reino de Lilith y Samael se aproxima y no podrás hacer nada para evitarlo.

Grité de rabia al escucharla. Los colmillos desgarraron mis encías al querer salir. Entonces clavé con todas mis fuerzas el filo de la daga en la zona de su pecho y sonreí al llegar hasta su corazón. La hundí. Hundí la hoja todo lo posible para inmovilizarla. Su rostro comenzó a tornarse cenizo y sus manos cayeron. Mi boca empezó a salivar al darse cuenta de la sangre que había empezado a salir por la herida.

Aferré mis manos a su cuerpo para sujetarla, aunque sabía que no iba a poder moverse. Los colmillos me dolían debido a la sed que tenía, así que me dejé ir. No generaría ningún tipo de conexión con ella, me daban igual sus recuerdos y su pasado. Succioné su sangre con todas mis fuerzas, cerciorándome de que no me dejaba ni una sola gota. Bebí hasta dejarla seca. Y no me pareció suficiente.

Al terminar dejé caer su cuerpo contra el suelo y saboreé los restos que seguían impregnados en mis labios. Podía sentir el mismo poder que había reflejado la Laurie del espejo, era la reina de la oscuridad. Ahora lo sabía. Por mis venas fluía esa sensación de fuerza y seguridad. Valentía. Sentía que podía enfrentarme a lo que fuera y terminaría saliendo vencedora. Saqué la daga de su pecho para cortar su cuello y busqué una cerilla entre la riñonera para encenderla y dejarla caer sobre su cuerpo inerte. Al verlo quemarse sonreí. Al menos había podido vengar a alguien.

Comprobé el estado de mi mano antes de guardar todo en su sitio. El dorso, junto a los dedos, seguía teniendo ese tono negruzco, como si se hubiera calcinado. Miré las llamas que consumían el cadáver de Erzésebet, que poco a poco se iba convirtiendo en ceniza. Cuando me aseguré de que no quedaba nada de ella suspiré y decidí avanzar.

Mi corazón se contrajo durante unos segundos, dejándome bloqueada. Me centré en tragar saliva y controlar el ritmo de mi respiración para suavizarla. El cansancio comenzaba a hacer mella en mí y algo me decía que ni siquiera Amit podría controlarlo. Si no me apresuraba iba a terminar atrapada. Para siempre.

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