Laurie

Laurie


Capítulo 3

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A última hora de esa tarde —tras dos micciones perrunas más, una de ellas ciertamente en el empapador más cercano a la cocina—, Lloyd le ató la correa diminuta, se colocó a Laurie en el pliegue del codo, como si de un balón se tratara, y la sacó a la calle. La dejó en el suelo y la instó a seguir el camino que se abría detrás de la pequeña urbanización. Conducía a un canal poco profundo que discurría por debajo del puente levadizo. En ese momento el tráfico estaba cortado, esperando a que el juguete caro de algún Señor Ricachón cruzara de la bahía de Oscar rumbo al golfo de México. La perrita caminaba con su característico andar de pato, de lado a lado, deteniéndose de vez en cuando a olisquear matojos de hierbas que, desde su perspectiva, debían de parecerle matorrales selváticos impenetrables.

Un destartalado paseo de madera conocido como el Camino de las Seis Millas (por razones que Lloyd nunca había comprendido, pues a lo sumo llegaba a la milla) corría paralelo al canal, y el vecino de la casa de al lado estaba allí, entre dos señales en las que ponía PROHIBIDO ARROJAR BASURA y PROHIBIDO PESCAR. Más allá, había otra que pretendía decir ¡PRECAUCIÓN, ALIGÁTORES!, pero alguien había pintado con espray la última palabra y la había sustituido por DEMÓCRATAS.

Al ver a Don Pitcher encorvado sobre su elegante bastón de caoba y tirando de su braguero, Lloyd siempre sentía un pequeño, pero inconfundible, arrebato de mezquina satisfacción. El hombre era una gramola de soporíferas opiniones políticas, además de un carroñero impenitente. Si alguien del vecindario moría, Don era el primero en enterarse. Si alguien del vecindario pasaba por dificultades financieras, también era el primero en saberlo. La espalda de Lloyd ya no era la de antaño, ni tampoco sus ojos ni sus oídos, pero aún le quedaban años para necesitar bastón y braguero. O al menos eso esperaba.

—Fíjate en ese barco —señaló Don cuando Lloyd llegó a su altura (Laurie, quizá por miedo al agua, permanecía rezagada al final de la correa)—. ¿A cuánta gente pobre podría alimentarse con él en África?

—Creo que ni siquiera una persona hambrienta se comería un barco, Don.

—Ya entiendes lo que… Eh, ¿qué tienes ahí? ¿Un cachorrito? ¡Qué majo!

—Cachorrita —precisó Lloyd—. Se la estoy guardando a mi hermana.

—Eh, hola, pequeñina —la saludó Don inclinándose hacia delante y extendiendo la mano.

Laurie retrocedió y ladró por primera vez desde que Beth se presentó con ella: dos ladridos altos y agudos, y luego silencio. Don se enderezó.

—No es de muchos amigos, ¿eh?

—No te conoce.

—¿Se caga por la casa?

—No mucho.

Durante un rato contemplaron el balandro a motor. Laurie se sentó en el borde astillado del paseo y observó a Lloyd.

—Mi mujer no quiere saber nada de perros —comentó Don—. Dice que solo dan problemas y lo ensucian todo. De crío tuve uno, una collie muy bonita, aunque ya tenía una edad. Se cayó a un pozo. La tapa estaba podrida y abajo que se fue. Hubo que subirla con… como se llame esa cosa.

—¿Ah, sí?

—Sí. Más vale que la tengas vigilada cerca de la carretera. Como salga corriendo, adiós muy buenas. Pero ¡fíjate en el tamaño de ese maldito barco! Me juego lo que quieras a que se queda varado.

El balandro no encalló.

Mientras el puente levadizo descendía y el tráfico empezaba a rodar de nuevo, Lloyd miró a la perrita y vio que dormía tumbada de lado. La cogió en brazos. Laurie abrió los ojos, le lamió la mano y volvió a dormirse.

—Tengo que volver y preparar algo de cena. Cuidado, Don.

—Lo mismo digo. Y no le quites ojo a esa cachorrita o te lo destrozará todo.

—Tiene juguetes para mordisquear.

Don sonrió exhibiendo una dentadura mellada que le provocó escalofríos.

—Preferirá tus muebles. Espera y verás.

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