Laurie

Laurie


Capítulo 8

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El 6 de diciembre de aquel año empezó como de costumbre, con un paseo por la playa seguido del desayuno: pienso Gaines Meal para Laurie, unos huevos revueltos y una tostada para Lloyd. Nada presagiaba que Dios estaba amartillando su revólver del calibre 45.

Lloyd vio la primera hora del programa Today y luego fue a la guarida de Marian. Había accedido a encargarse de la contabilidad del Cayman Key y de un concesionario de automóviles de Sarasota. Se trataba de un trabajo con poca presión, sin estrés, y, aunque tenía cubiertas sus necesidades económicas, se sentía bien volviendo a trabajar. Y descubrió que prefería el escritorio de Marian al suyo. También le gustaba su música. Siempre le había gustado. Creía que a Marian le alegraría saber que su espacio se estaba usando.

Laurie se sentó junto a la silla mordisqueando a conciencia un conejo de juguete, y luego se echó una siesta. A las diez y media, Lloyd guardó el trabajo y apagó el ordenador.

—Hora de un tentempié, chica.

Ella lo siguió hasta la cocina y aceptó un palo masticable de cuero. Lloyd tomó un vaso de leche y un par de galletas, regalo anticipado de su hermana. Se le habían quemado por abajo (las galletas navideñas carbonizadas eran otra de las especialidades de Beth), pero se podían comer.

Leyó un rato —lidiaba con la considerable obra de John Sandford—, hasta que lo despertó un tintineo familiar. Era Laurie, desde la puerta principal. La correa estaba colgada del pomo y, con el hocico, sacudía el cierre metálico adelante y atrás. Lloyd miró el reloj y vio que eran las doce menos cuarto.

—Vale, ya voy.

Soltó la correa, se palpó el bolsillo izquierdo para cerciorarse de que llevaba la cartera y dejó que Laurie lo guiara hacia la brillante luz del mediodía. Mientras recorrían el Camino de las Seis Millas, observó que Don había estado desempaquetando su colección de adornos navideños, tan tradicional como horrenda: un nacimiento (sagrado), un Papá Noel gigante de plástico (profano) y un grupo de gnomos de jardín emperifollados para parecer elfos (al menos Lloyd creía que esa era la intención). Don no tardaría en arriesgar la vida subiéndose a una escalera para tender un cordón de luces intermitentes con las que el bungalow de los Pitcher parecería el casino fluvial más pequeño del mundo. En años anteriores los adornos de Don le habían puesto triste, pero ese día Lloyd se echó a reír. Había que reconocer que el hijo de puta tenía mérito: padecía artritis, le fallaba la vista y tenía mal la espalda, pero no se rendía. Para Don era o Navidad o nada.

Evelyn salió a la terraza de atrás. Llevaba puesta una bata rosa desabotonada, tenía las mejillas embadurnadas de una especie de crema amarillo blancuzca y el pelo alborotado en todas direcciones. Don le había confesado a Lloyd que a su mujer habían empezado a aflojársele los tornillos, y sin duda ese día daba esa impresión.

—¿Lo has visto? —preguntó Evelyn.

Laurie alzó la mirada y le dedicó su saludo marca de la casa: algo parecido a dos ladridos.

—¿A quién? ¿A Don?

—¡No, a John Wayne! ¡Pues claro que a Don! ¿A quién si no?

—No lo he visto —respondió Lloyd.

—Bueno, pues si te lo encuentras por ahí, dile que no haga más el gandul y que termine de poner los adornos de las narices. Ha dejado las luces colgando y ¡los Reyes Magos siguen en la puerta del garaje! ¡Ese hombre está chiflado!

En ese caso, ya sois dos, pensó Lloyd.

—Le pasaré el mensaje si lo veo.

Evelyn se inclinó peligrosamente sobre la barandilla.

—¡Qué preciosidad de perro tienes! ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Laurie —le dijo Lloyd, como muchas otras veces antes.

—¡Ah, una perra, una perra, una perra! —exclamó Evelyn con una suerte de fervor shakesperiano y entonces se rio a carcajada limpia—. ¡Cuánto voy a alegrarme cuando se termine la Navidad de las narices! ¡Eso también puedes decírselo!

Se irguió (un alivio; Lloyd no creía que hubiera podido agarrarla si se hubiera caído) y volvió a entrar en el bungalow. Laurie se levantó y echó a correr por el paseo de madera, con el hocico apuntando hacia los olores a fritos que flotaban en el aire, procedentes del restaurante de pescado. Lloyd fue tras ella, con ganas de tomarse un filete de salmón a la parrilla con guarnición de arroz. Las frituras habían empezado a sentarle mal.

El canal serpenteaba, y el Camino de las Seis Millas serpenteaba con él, doblando perezosamente a izquierda y derecha, abrazando la orilla cubierta de vegetación. Aquí y allá faltaban algunos tablones. Laurie se detuvo a observar a un pelícano zambullirse y emerger con un pez coleando dentro del saco de su pico; luego prosiguieron la marcha. Se paró ante un ramillete de juncos que afloraban entre dos tablones combados. Lloyd la cogió por el vientre, era ya demasiado grande para cargar con ella como si fuera un balón. Más allá, justo antes de la siguiente curva, un palmito había crecido sobre el paseo formando un arco de baja altura. Laurie era lo bastante pequeña para pasar cómodamente por debajo, pero se detuvo a olfatear algo. Lloyd la alcanzó y se agachó a ver qué había encontrado. Era el bastón de Don Pitcher. Y, aunque estaba hecho de caoba sólida, una grieta lo recorría desde la punta de goma hasta la mitad de su longitud.

Lloyd lo recogió y examinó las tres o cuatro gotas de sangre que moteaban la madera.

—Esto no es buena señal. Más vale que demos…

Pero Laurie echó a correr como un rayo y le arrancó la correa de la mano de un tirón. Desapareció bajo el arco verde, con el asa de la correa repiqueteando y dando tumbos tras ella. Entonces empezaron los ladridos, no los dos de costumbre, sino una descarga de sonidos graves y profundos que él habría jurado que la perrita era incapaz de emitir. Alarmado, Lloyd se agachó y se internó bajo el palmito, agitando el bastón de un lado a otro para apartar la vegetación. Las ramas lo azotaban y le arañaban las mejillas y la frente. En algunas advirtió gotas y manchas de sangre. Y había más sangre en las tablas.

Al otro lado estaba Laurie con las patas delanteras extendidas, el lomo arqueado y el hocico rozando los tablones del paseo. Ladraba a un aligátor, una bestia plenamente desarrollada, adulta, de al menos tres metros de longitud, tiznada de un apagado color verde negruzco. Sus ojos sin brillo miraban al ruidoso animalillo de Lloyd. Estaba encima del cuerpo de Don Pitcher, la parte inferior de su morro chato apoyada en el cuello de Don, quemado por el sol; las garras delanteras, cortas y escamosas, apresaban con gesto posesivo sus huesudos hombros. Era el primer aligátor que Lloyd veía desde la visita que realizó con Marian a los Jardines Selváticos de Sarasota, y de eso ya hacía años.

La parte superior de la cabeza de Don había desaparecido casi por completo. Lloyd entreveía el cráneo astillado entre el pelo que su vecino aún conservaba. Una masa sanguinolenta, aún húmeda, se secaba en su mejilla. Había grumos como de harina de avena en ella, y Lloyd se dio cuenta de que estaba contemplando el cerebro de Don Pitcher. Que Don hubiera concebido pensamientos con esa misma materia hacía quizá solo unos minutos parecía despojar al mundo entero de sentido.

El asa de la correa de Laurie había resbalado por el borde del paseo y había caído al canal. Ella continuaba ladrando. El aligátor la escrutaba, inmóvil por el momento. Parecía increíblemente estúpido.

—¡Laurie! ¡Cállate! ¡Cierra la puta boca!

Se acordó de Evelyn Pitcher, plantada en la terraza como una actriz en el proscenio de un teatro, gritando: «¡Oh, una perra, una perra, una perra!».

Laurie dejó de ladrar, pero continuó gruñendo desde el fondo de su garganta. Daba la impresión de que su tamaño se había duplicado, porque el pelaje gris oscuro no solo se le erizaba en el cogote sino por todo el cuerpo. Lloyd apoyó una rodilla en el suelo, sin apartar la vista en ningún momento del reptil, y sumergió la mano en el canal, tanteando en busca de la correa. Encontró el cordel, levantó el asa, la sujetó con fuerza y se puso en pie sin dejar de vigilar a la cosa negro-verduzca que descansaba sobre el cadáver de Don. Tiró de la correa. Al principio fue como tratar de arrastrar un poste clavado en la tierra —así de firme se mantenía Laurie—, pero luego se volvió hacia él y, en ese instante, el reptil alzó la cola y descargó un latigazo que esparció gotas de agua por doquier e hizo que el paseo temblara. Laurie se encogió y saltó a las zapatillas de lona de Lloyd.

Se inclinó y la cogió en brazos sin quitarle el ojo de encima al reptil. El cuerpo de Laurie parecía vibrar, como si lo atravesara una corriente eléctrica. De tan abiertos que tenía los ojos, el blanco de ellos destacaba en todo su contorno. La imagen del aligátor a horcajadas sobre su vecino muerto había dejado a Lloyd demasiado atónito para asustarse, pero cuando recuperó la capacidad de sentir algo no fue miedo sino una especie de rabia protectora. Desabrochó la correa del collar y dejó a Laurie en el suelo.

—Vete a casa. ¿Me oyes? Vete a casa. Enseguida te sigo.

Volvió a inclinarse, aún vigilando al aligátor (que también seguía mirándole). Cuando Laurie era pequeña había cargado muchas veces con ella como si llevara un balón; en esta ocasión la pasó hacia atrás entre sus piernas cual balón directo al arco del palmito.

No le dio tiempo a comprobar si Laurie se iba: el aligátor arremetió contra él. Se movió con una velocidad sorprendente, totalmente inesperada, enviando el cadáver de Don varios palmos más atrás al pisarlo con sus robustas patas traseras. Cuando abrió la boca, dejó al descubierto unos dientes como una sucia valla de estacas. En su lengua, correosa, negra con tintes rosáceos, Lloyd entrevió trozos de la camisa de Don.

Blandió el bastón y asestó un golpe a la bestia. Le acertó en un lado de la cabeza, bajo uno de aquellos ojos extrañamente inexpresivos, pero la improvisada arma se rompió por la grieta de la caoba. El trozo roto salió dando vueltas y aterrizó en el canal. El aligátor se detuvo un instante, como sorprendido, y luego prosiguió su avance. Lloyd oyó el repiqueteo de las garras. Con la boca abierta, la mandíbula inferior se deslizaba sobre las tablas del paseo arrancando astillas grises.

Lloyd no pensó en nada. Una parte profunda de su ser asumió el control y apuñaló al reptil con lo que quedaba del bastón de Don, clavó el extremo serrado en la carne blanquecina de un lado de su cabeza con forma de pala. Agarrando el bastón con las dos manos, se inclinó hacia delante, cargó todo su peso en él, y empujó tan fuerte como pudo. Por un instante, el aligátor se ladeó. Entonces, antes de que pudiera recobrarse, se oyó una rápida sucesión de chasquidos, como pistoletazos de salida en una prueba de atletismo. Una porción del viejo paseo de madera se derrumbó y la mitad superior del reptil se precipitó al canal. Al bajar la cola, golpeó las tablas torcidas e hizo saltar el cadáver de Don. El agua hervía. Lloyd luchaba por mantener el equilibrio, pero logró dar un paso atrás justo en el momento en que la cabeza del aligátor salía a la superficie chascando las mandíbulas. Volvió a apuñalarlo, sin apuntar, y la punta serrada del bastón perforó el ojo al aligátor. El reptil se irguió hacia atrás y, si Lloyd no hubiera soltado la empuñadura curvada del bastón, le hubiera arrastrado al agua encima de él.

Se volvió y echó a correr a través del palmito con los brazos extendidos ante él; temía que en cualquier momento recibiera un mordisco por detrás o saliera disparado hacia arriba si el aligátor se acercaba nadando por debajo del paseo, se plantaba en el lecho embarrado del canal y se abría camino hacia él a través de las tablas. Pero al fin consiguió llegar al otro lado, manchado y embadurnado con la sangre de Don, y sangrando por una docena de arañazos.

Laurie no se había ido a casa. Se encontraba a unos tres metros y, al divisar a Lloyd, se abalanzó hacia él, flexionó los cuartos traseros y saltó. Lloyd la atrapó al vuelo (como un jugador de fútbol americano recibiendo un pase largo) y echó a correr, vagamente consciente de que Laurie se revolvía en sus brazos y gañía, y le cubría el rostro de lametones frenéticos. Sin embargo, más tarde lo recordaría.

Una vez que abandonó el paseo de madera, ya en el camino pavimentado de conchas, miró atrás, temiendo ver que el aligátor los perseguía con esa velocidad inesperada y escalofriante. Había recorrido ya la mitad de la distancia hasta su casa cuando las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse en el suelo. Lloraba y temblaba de arriba abajo. No dejaba de mirar atrás, pendiente del aligátor. Laurie seguía lamiéndole la cara, pero su temblor había empezado a remitir. En cuanto Lloyd se vio capaz de volver a andar, cargó con Laurie el resto del camino. Dos veces se sintió desfallecer y tuvo que parar.

Evelyn salió a la terraza cuando Lloyd se acercó fatigosamente a la puerta de atrás.

—Sabes que si llevas al perro así en brazos no parará de pedírtelo, ¿no? ¿Has visto a Don? Tiene que terminar de poner los adornos de Navidad.

¿No veía la sangre, se preguntó Lloyd, o no quería verla?

—Ha habido un accidente.

—¿Qué clase de accidente? ¿Ha vuelto a chocar alguien en ese puente de las narices?

—Entra en casa —le urgió él.

Él mismo siguió su propio consejo sin esperar a ver qué decidía la mujer. Le puso un tazón de agua fresca a Laurie y, mientras ella bebía con ávidos lengüetazos, llamó a Emergencias.

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