Laurie

Laurie


Capítulo 1

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Seis meses después de que, tras cuarenta años de matrimonio, su mujer falleciera, la hermana de Lloyd Sunderland había conducido desde Boca Ratón hasta Cayman Key para hacerle una visita. Llevaba consigo una cachorrita de pelaje gris oscuro que, según le informó, era una mezcla de border collie y mudi. Lloyd no tenía la menor idea de lo que era un mudi, y tampoco le importaba.

—No quiero ningún perro, Beth. Lo último que quiero en este mundo es un perro. Apenas puedo cuidar de mí mismo…

—Eso salta a la vista —dijo ella desenganchándole a la cachorrita una correa tan diminuta que parecía de juguete—. ¿Cuánto peso has perdido?

—No lo sé.

—Diría que unos seis o siete kilos —aventuró ella apreciativamente—. Te lo podías permitir, pero ya no mucho más. Voy a prepararte un revuelto de salchichas. Con tostadas. ¿Tienes huevos?

—No quiero revuelto de salchichas —replicó Lloyd observando a la perrita.

Estaba sentada sobre la alfombra blanca y mullida, y se preguntó cuánto tardaría en dejar allí su tarjeta de visita. Cierto que la alfombra pedía a gritos un buen aspirado, y probablemente una limpieza a fondo, pero al menos nunca se habían orinado en ella.

La perrita lo miraba con sus ojos color ámbar. Parecía estudiarlo.

—¿Tienes huevos o no?

—Sí, pero…

—¿Y salchichas? No, claro que no. Seguro que has estado alimentándote a base de gofres congelados y sopa de lata. Iré al supermercado Publix, pero primero voy a hacer inventario de tu nevera para ver qué más necesitas.

Era su hermana mayor, se llevaban cinco años; prácticamente lo había criado sola después de que su madre falleciera, por lo que de niño jamás había sido capaz de llevarle la contraria. Ahora eran mayores y seguía siendo incapaz de plantarle cara, más aún desde que Marian no estaba. Lloyd sentía un vacío en su interior, allí donde antes había albergado las entrañas. Quizá volvieran; quizá no. Sesenta y cinco años era una edad poco probable para la regeneración. No obstante, en cuanto al perro… A eso sí que se opondría. ¿Qué diantres tenía Bethie en la cabeza?

—No voy a quedármela —dijo él mientras su hermana trasteaba por la cocina con sus piernas de cigüeña—. Tú la has comprado, así que tú la devuelves.

—No la he comprado. La madre era una border collie de pura raza que se escapó y se apareó con el perro de un vecino. Ese era el mudi. El dueño de la madre consiguió regalar los otros tres cachorros, pero a esta, como era la más pequeña de la camada, nadie la quería. El tipo, que cultiva hortalizas en un pequeño huerto, estaba a punto de llevarla a la perrera cuando pasé y vi un anuncio clavado en un poste de teléfonos donde ponía: ¿ALGUIEN QUIERE UN PERRO?

—Y pensaste en mí.

Seguía observando a la cachorrita, que le devolvía la mirada. Las orejas puntiagudas parecían ser la parte más grande de su cuerpo.

—Sí.

—Me muero de pena, Beth.

Su hermana era la única persona a la que se veía capaz de exponerle su terrible pesar, lo cual suponía un alivio.

—Lo sé.

Las botellas tintinearon en la nevera abierta y él alcanzó a ver en la pared la sombra de su hermana agachada y reorganizando el contenido.

Realmente es una cigüeña, pensó, una cigüeña humana que lo más seguro es que viva eternamente.

—Una persona en duelo necesita mantener la mente ocupada —prosiguió ella—. Cuidar de algo. Eso es lo que me dije cuando vi el anuncio: no se trata de quién quiere un perro, sino de quién necesita un perro. Y ese eres tú. Virgen santa, esta nevera parece una granja de moho. ¡Qué asco!

La cachorrita se levantó, dio un tímido paso hacia Lloyd, pero se lo pensó mejor (suponiendo que pensara) y volvió a sentarse.

—Quédatela tú.

—Rotundamente no. Jim es alérgico.

—Bethie, ¡tenéis dos gatos! ¿A ellos no les tiene alergia?

—Sí. Y por eso nos basta con dos gatos. Si es así como te sientes, me llevaré a la cachorrita al refugio de animales de Pompano Beach. Les dan tres semanas antes de sacrificarlos. Es una cosita tan mona con ese pelaje grisáceo… Quizá alguien la adopte antes de que le llegue la hora.

Aunque ella no miraba, Lloyd puso los ojos en blanco. Con ocho años solía hacer eso cuando Beth lo amenazaba con zurrarle en el trasero con la raqueta de bádminton si no ordenaba su cuarto. Hay cosas que nunca cambian.

—Haz las maletas —espetó él—, que embarcamos en uno de los cruceros de Beth Young por el mar de la culpabilidad. ¡Y con todos los gastos pagados!

Su hermana cerró la nevera y regresó al salón. La perrita la miró y luego continuó observando a Lloyd.

—Voy al Publix, donde calculo que me gastaré unos cien dólares. Te traeré los tíquets para que puedas reembolsarme el dinero.

—¿Y qué hago mientras tanto?

—¿Por qué no intentas entenderte con la inofensiva cachorrita que vas a enviar a la cámara de gas? —Se agachó y acarició la cabeza del animal—. Fíjate en estos ojitos esperanzados.

Lo único que Lloyd percibía en aquellos ojos color ámbar era vigilancia. Evaluación.

—¿Y qué se supone que debo hacer si se mea en la alfombra? Marian la colocó justo antes de enfermar.

Beth señaló la pequeña correa que había dejado encima del escabel.

—Sácala. Preséntale los parterres de Marian, esos que tienes tan abandonados. Y, por cierto, el pis tampoco estropearía demasiado esa alfombra. Da pena.

Cogió el bolso y se dirigió a la puerta con el viejo y vanidoso tijereteo de sus delgadas piernas.

—Una mascota es el peor regalo que le puedes hacer a alguien —insistió Lloyd—. Lo leí en internet.

—Donde todo es verdad, supongo.

Se detuvo y se volvió a mirarlo. La intensa luz de septiembre de la costa oeste de Florida le caía sobre el rostro, acentuando que el pintalabios se le había corrido a las pequeñas arrugas que le cercaban la boca, que los párpados inferiores habían empezado a descolgarse de los ojos y que el frágil engranaje de venas latía en el hueco de las sienes. Pronto cumpliría los setenta. Su vigorosa, testaruda, atlética e implacable hermana se había hecho mayor. Y él también. Ambos constituían la prueba de que la vida no era más que un breve sueño de una tarde de verano. Con la diferencia de que Bethie aún contaba con su marido, dos hijos adultos y cuatro nietos; la divina multiplicación de la naturaleza. Él había tenido a Marian, pero Marian se había ido y no habían tenido hijos. ¿Se suponía que iba a reemplazar a su mujer por un chucho mestizo? La idea le parecía tan sensiblera y estúpida como una tarjeta de felicitación de Hallmark, e igual de irreal.

—No pienso quedármela.

Ella lo miró como cuando era una niña de trece años y le advertía con la mirada de que, como no entrase en vereda, la raqueta de bádminton no tardaría en aparecer.

—Te la vas a quedar por lo menos hasta que vuelva del Publix. Tengo que hacer varios recados más, y los perros se mueren dentro de un coche al sol. Sobre todo los pequeños.

Cerró la puerta. Lloyd Sunderland, jubilado, viudo desde hacía seis meses, últimamente poco interesado en la comida (ni en ningún otro placer mundano), se sentó con la vista clavada en esa visitante no deseada que lo miraba desde la mullida alfombra.

—¿Qué estás mirando, boba? —le preguntó.

La cachorrita se levantó y se le acercó. De hecho, sus andares parecían los de un pato abriéndose paso entre la hierba alta. Volvió a sentarse, junto al pie izquierdo de Lloyd, y alzó la vista. Él bajó la mano, vacilante, esperando un mordisco, pero la perrita se la lamió. Lloyd agarró la correa diminuta y la abrochó al pequeño collar rosa.

—Venga, vamos a sacarte de la alfombra mientras aún estemos a tiempo.

Tiró de la correa. La cachorrita se limitó a permanecer sentada y a mirarlo. Lloyd suspiró y la cogió en brazos. Ella volvió a lamerle la mano. La llevó afuera y la dejó en la hierba. Hacía tanto que no la habían cortado que casi la engulló. Beth tenía razón en cuanto a las flores: tenían una pinta horrible, la mitad de ellas estaban tan muertas como Marian. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, aunque reírse por semejante comparación le hizo sentirse mala persona.

En la hierba los andares de pato de la perrita aún eran más exagerados. Dio una docena de pasos, luego bajó los cuartos traseros y orinó.

—No está mal, pero no pienso quedarme contigo.

Empezaba a sospechar que, cuando Beth regresara a Boca Ratón, la perrita no la acompañaría. No, esa visitante no deseada se quedaría con él, en esa casa a menos de un kilómetro del puente levadizo que conectaba el cayo con el continente. No iba a funcionar; nunca en su vida había tenido un perro, pero, hasta que encontrara a alguien que la adoptara, quizá le proporcionara algo que hacer aparte de ver la televisión o sentarse ante el ordenador a jugar al solitario o a navegar por sitios que, al principio, cuando se jubiló, le habían parecido interesantes y ahora lo mataban de aburrimiento.

Dos horas más tarde, cuando Beth llegó a casa, Lloyd estaba de nuevo en su butaca y la cachorrita, de nuevo en la alfombra, durmiendo. Su hermana, a quien quería pero que lo había fastidiado toda su vida, consiguió superarse a sí misma al regresar con mucho más de lo que él esperaba. Apareció con una bolsa grande de pienso para cachorros (orgánico, por supuesto) y un envase grande de yogur natural (se suponía que al añadírselo a la comida fortalecería el cartílago de aquellas antenas de radar que tenía por orejas). Además, Beth había comprado empapadores para mascotas, una cama para perros, tres juguetes para mordisquear (dos de los cuales emitían un chirrido irritante) y un parque para bebés que, según afirmaba, evitaría que la cachorrita merodeara por la noche.

—Por Dios, Bethie, ¿cuánto te ha costado todo esto?

—En la tienda estaban de rebajas —se justificó ella, eludiendo la pregunta de una forma que Lloyd conocía bien—. Nada. Esto corre de mi cuenta. Y ahora que lo he comprado, ¿sigues queriendo que me la lleve? Porque entonces te tocará a ti devolverlo.

Lloyd ya estaba acostumbrado a que su hermana siempre jugara mejor sus cartas.

—Le daré una oportunidad, solo para probar, pero no me gusta que me cargues con esta responsabilidad. Siempre fuiste una mandona…

—Sí —afirmó ella—. Mamá había muerto y papá era un alcohólico funcional, un caso perdido, así que no tuve opción. Bueno, ¿qué me dices ahora del revuelto?

—Vale.

—¿Ya se ha meado en la alfombra?

—No.

—Lo hará. —En realidad, daba la impresión de que a Beth aquella idea la complacía—. Tampoco será una gran pérdida. ¿Cómo la vas a llamar?

Si le pongo nombre, será mía, pensó Lloyd. Solo él sospechaba que ya era suya, y había sucedido desde aquel primer tímido lametón. Igual que Marian fue suya desde el primer beso. Otra comparación estúpida, pero ¿puede uno controlar el modo en que la mente clasifica las cosas? No más de lo que uno podía controlar los sueños.

—Laurie —respondió él.

—¿Por qué Laurie?

—No lo sé. Es lo primero que se me ha ocurrido.

—Bueno, no está mal —convino ella.

Laurie los siguió a la cocina. Andando como un pato.

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