Laurie

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Capítulo 23

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CAPÍTULO XXIII  MONTE CALVARIO

Salí del aeropuerto Ben Gurion junto a mi maravillosa riñonera. Era el sitio más cercano a Jerusalén, pero aun así tenía que coger algún medio de transporte. Me mordí el labio inferior mientras miraba los distintos pasillos. La gente hablaba en hebreo, así que no entendía nada. No sabía hacia dónde tenía que dirigirme ni qué tenía que hacer. También me preocupaba que algún cainita me hubiera seguido, dispuesto a atraparme otra vez. Mientras caminaba escuché una voz femenina que entendía a la perfección y sonreí. Por fin alguien que hablara en mi idioma.

—Perdone —dije cuando terminó de hablar por teléfono—. ¿Es de por aquí?

La mujer frunció el ceño antes de responder:

—Soy escocesa, pero llevo viviendo aquí más de veinte años. ¿Necesitas algo?

—Pues… sí. —Suspiré—. No hablo hebreo y tengo que llegar hasta Jerusalén. ¿Sabe cómo puedo ir?

—Eres una chica con suerte. Tengo que ir allí por trabajo, así que puedo llevarte.

Parpadeé al ver la casualidad. Desde que había entrado en este mundo de peligros y problemas me preocupaba que todos quisieran tenderme una trampa, pero no tenía otra opción. No contaba con ningún teléfono ni ningún conocido por aquí, y me daba miedo perderme.

—¿Es muy largo el trayecto?

—Oh, no. Una hora, si meto el turbo un poco menos.

Sopesé la opción mientras la analizaba. Tenía un aspecto jovial, las arrugas por la zona de los ojos mostraba su pronta vejez y su postura no intimidaba, pero el movimiento de su pie derecho en el suelo me hizo indicar que llevaba prisa.

—Está bien, gracias. —Asentí.

La seguí por los distintos pasillos que conformaban el aeropuerto hasta conseguir llegar al aparcamiento que había en el exterior. La mujer tenía un coche pequeño y brillante, al entrar me di cuenta de que olía a pino. Fue sincera cuando dijo que si metía el turbo tardaríamos menos, se emocionó al pulsar el pedal del acelerador y la marca del kilometraje no hizo más que aumentar.

—¿Has venido por turismo?

Su pregunta me hizo tensarme en el asiento y apreté mis dedos contra el pantalón. No tenía expresión de astucia o malicia, pero me daba miedo haber sido ingenua.  Sus ojos volvieron sobre el volante al girar en una curva.

—Bueno… —Chasqueé la lengua—. Llevaba ya unos años queriendo pisar los lugares en los que había estado Jesús. Vivir la experiencia, ya sabes.

—¿Eres religiosa?

Me llevé una mano de forma instintiva hasta donde el dije, que me había regalado el que durante tantos años había sido mi padre, pendía de mi cuello. No tenerlo me hacía sentir desnuda, vulnerable.

—Sí. Mi familia se encargó de enseñarme todo lo relacionado con el cristianismo y la Biblia.

—Yo, si te soy sincera, soy atea. Eso de creer que hay un Dios por ahí que nos vigila y nos ama… qué quieres que te diga, pienso que si de verdad existiera no permitiría tantas desgracias que hay por el mundo. Y más actualmente, que no hacen más que aumentar. Ya ni enciendo el televisor por miedo a recibir otra noticia así —Resopló.

—Bueno, mi madre me decía que Dios nos ha creado libres y no puede tocar eso. El… libre albedrío creo que lo llamaba. Además, está el hecho del pecado original por Adán y… —carraspeé al pensar lo surrealista que era conocer a un hombre que llevaba milenios existiendo—, Eva. Se supone que cargamos con esas desgracias como castigo por lo que ellos hicieron en su día.

—Mejor dejemos el tema, porque se me ocurren mil y una razones para discutir esa lógica bajo la que os educan.

Mis ojos se centraron en cómo aferraba sus manos al volante, marcando los nudillos.

—Veo que es un tema complicado —reí para reducir la tensión cargada en el ambiente. Desde que me había visto envuelta en este mundo ni siquiera yo pensaba como cuando era niña. La realidad era muy diferente.

—Mis padres siempre han sido muy antisistema. Esas excusas les parece pantomimas.

—Supongo que da para un debate bastante largo. —Sonreí.

—Sí, eso para otro día con un café o té de por medio, pero me parece bien que tengas curiosidad por visitar Jerusalén, eh. Hay lugares muy bonitos, como la explanada de las mezquitas o la puerta de Damasco.

—Claro. ¿Algún consejo? ¿Algo que deba saber al llegar?

—No mucho, aunque… ahora que lo pienso, si vas a hacer una ruta religiosa te recomiendo que dejes para otra ocasión el monte Gólgota. No es un lugar seguro.

Arqueé las cejas al escucharlo. Ese monte era famoso por ser el lugar donde crucificaron a Jesús junto a dos ladrones. Por lo que me habían explicado, se encuentra cerca del exterior de las murallas de Jerusalén, pero no tenía ni idea dónde estaba eso.

—¿Y eso?

—Por lo visto hay movimientos sísmicos por esa zona y hay peligro de derrumbamiento. Las autoridades no quieren arriesgarse a que haya alguna muerte, aunque siempre va algún inconsciente a investigar, claro. Últimamente parece que el mundo se ha vuelto loco.

—Movimientos sísmicos… —murmuré.

Me mordí el labio inferior, reflexionando sobre lo que había dicho. Ese monte nunca había tenido el más mínimo atisbo de riesgo, y que lo hubiera ahora no me hacía más que sospechar que ahí se podía esconder el infierno.

—¿Sabes desde cuándo suceden esos movimientos?

—Hm… pues no sé decirte con exactitud. ¿Una semana? ¿Dos? Más no, pero no se detiene. Leí por las redes que muchos de los que van a investigar han terminado muertos o desaparecidos, así que hazme caso, por favor.

—Claro, gracias por el aviso. Lo tendré en cuenta. —Sonreí.

La oscuridad se retorció en mi interior, complacida. Me sorprendía la facilidad que empezaba a tener a la hora de mentir, cuando antes lo tomaba por pecado, pero no me quedaba de otra si quería salirme con la mía. No podía explicarle todo lo que tenía pensado a la mujer que había accedido a acercarme hasta Jerusalén.

—¿Sabes dónde está exactamente? Para… tenerlo en cuenta.

—Tienes que estar a las afueras de la puerta de Damasco. Si caminas durante un poco menos de quince minutos hacia el norte de la Basílica del Santo Sepulcro encontrarás un aparcamiento junto a una estación de autobuses, se llama Damascus Gate. Allí, como dato curioso, se encuentra una tumba a la que han bautizado como Tumba del Jardín, y se rumorea que es la tumba de Jesús. Ya que te gusta tanto la religión quizás te interesa, pero me reitero en que no te acerques demasiado, por si acaso hay derrumbamientos.

—Claro, gracias —respondí mientras intentaba quedarme con las palabras clave como: Basílica, norte y estación de autobuses.

—¿Sabes que al monte lo llaman también “Calvario”?

—No lo sabía, ¿por qué?

La mujer siguió mirando la carretera mientras conducía y me hacía de guía turística.

—Gólgota en hebreo significa calavera y en arameo “el lugar de la calavera”. En latín lo tradujeron como “Calvarium”, así que se ha quedado así. Aunque también ayuda el que parece que en el monte hay dos ojos de una calavera, la muesca de la nariz se perdió en el 2015 a causa de un trueno.

—Vaya, para no gustarte la religión sabes mucho sobre ello. —Sonreí.

—Me gusta estar informada y al venir aquí a vivir me dediqué a investigar sobre Jerusalén y sus alrededores un largo tiempo. Mi marido es fanático de la historia, le encanta saber todo lo relacionado con el pasado para poder entenderlo mejor.

—Oh, debe de ser todo un erudito.

—Algo así —rio—. De tanto escucharlo hay datos que no se me olvidan, y sí es verdad que en la parte inferior del acantilado hay dos agujeros grandes que se parecen a las cuencas de los ojos de una calavera. Tenemos fotografías de cómo era antes del trueno, algún día te las enseñaré.

—Claro, gracias por la información. Es muy interesante.

La mujer, de la que no sabía ni su nombre, asintió con la cabeza y me sonrió antes de seguir con su tarea. El resto del tiempo nos quedamos en silencio, distraída con las canciones que iban sonando por la radio del coche. Me fascinaba ver tras la ventanilla los paisajes que se iban alzando frente a nosotras. Era increíble la diferencia de unos edificios respecto a otros y el color de la naturaleza. Me hacía pensar en todo lo que tenía aun por visitar y descubrir.

—Hemos llegado —dijo al aparcar y clavó sus ojos oscuros en mi rostro—. Si quieres que te eche una mano buscando un hotel dímelo, tengo contacto con la jefa de uno de ellos.

—Gracias, creo que buscaré por mi cuenta.

—Oh, bueno, en ese caso déjame al menos apuntarte mi número por si necesitas una guía, taxista o asesora gastronómica —rio—. Nunca se sabe cuándo puedes necesitarlo, y más si viajas sola. Eres muy valiente, no todos lo hacen. Y por el idioma no te preocupes, la mayoría sabe hablar en inglés.

Asentí con la cabeza y le agradecí el gesto guardando la nota en un bolsillo. Solo esperaba no verme en la necesidad de tener que llamarla. No tenía intención de comprar ningún teléfono.

—Ah, una cosa más. No sé si sabes que aquí en Israel la moneda que usamos es el shekel.

Negué. Ni siquiera me había parado a hacer un cambio de moneda para moverme por Jerusalén. Ella pareció darse cuenta porque se rio y metió la mano por el bolso que llevaba para sacar su cartera.

—No tengo mucho para darte, así que te aconsejo cambiarlo en cuanto puedas si vas a estar varios días por aquí. Si no, otra opción es tirar de tarjeta.

Acepté los billetes y monedas que me había dado y lo guardé todo como pude. Ni siquiera sabía cuánto era, pero tampoco quería preguntar. Ya me estaba ayudando demasiado.

—Con eso te dará para pasar una noche en un hotel decente y comer durante el día.

—Gracias, eres muy amable.

—No es nada —respondió haciendo un gesto con la cabeza—. A mí también me ayudaron en su día, cuando era de tu edad y tenía más tiempo para viajar. Me gustaba improvisar y decidir todo en el último momento, ya en el aeropuerto. —Sonrió con la mirada perdida, seguramente recordando—. Bueno, se me hace tarde. Disfruta de Jerusalén, estoy segura de que querrás volver en otra ocasión.

—Muchísimas gracias, de verdad. Espero que te vaya muy bien en lo que sea que hagas.

Salí del coche eufórica. Todavía podía confiar en las personas y su amabilidad, eso me relajaba. Decidí preguntar por la calle si sabían dónde había una oficina de turismo para conseguir algún mapa. Estaba hambrienta y con ganas de descansar, pero tenía que ponerme en marcha si quería ahorrar tiempo y detener a Samael lo antes posible. Todavía tenía que pensar qué iba a decirle a Atary si me lo encontraba.

Me detuve a observar el cielo antes de continuar caminando por las anchas calles que rodeaban al edificio del Santo Sepulcro, cada vez era más cenizo y el olor a azufre se hacía más notorio. Nada bueno podía indicar, pero los habitantes de Jerusalén continuaban con sus vidas como si se hubieran acostumbrado. Lamenté no entender el idioma, me hubiera gustado saber qué comentaban, qué pensaban acerca de aquello. Necesitaba saber si había peligros cerca, o incluso si habían visto a algún demonio. Si el infierno estaba cerca, ellos también. Incluso deseaba ver a algún dhampir israelí por la zona. Supuse que tenían que existir para proteger a sus ciudadanos.

Al volver la vista, no pude evitar sentirme abrumada al ver la cantidad de puestos y mercadillos que había alrededor, formando un bullicio que se amontaba en mis oídos, las voces de los comerciantes y de los turistas se entremezclaban, aturdiéndome.

Todo eran estímulos que me hacían distraerme de mi objetivo principal. El olor que desprendían los distintos alimentos que los vendedores ofrecían me hacían salivar, pero no podía perder más tiempo.

El edificio era impresionante debido a su amplitud. Los arcos de medio punto que conformaban las entradas y ventanas atraían todo tipo de miradas y las bóvedas azules que constituían el tejado podían verse desde la lejanía, sobre todo las cruces doradas que tenían en el punto más álgido. Me hubiera llevado horas poder investigar con minuciosidad cada rincón, pues según había visto en una guía de viaje tenía demasiados detalles para ver, como el sinfín de capillas que había en su interior.

Continué por calles muy estrechas, donde me resultaba complicado avanzar sin chocarme con algún turista distraído o algún habitante con prisas. A ambos lados seguía encontrando distintos puestos con ropa, comida, accesorios e, incluso, peluches deformes de Bob Esponja. Parecía que el camino no tenía fin.

Cuando conseguí llegar a la estación de autobuses Damascus Gate me tensé. Un chillido se entremezcló entre los cláxones y el ruido provocado por los coches y autobuses al moverse.

Sujeté el mango de una de las dagas con disimulo, hundiendo una mano por dentro del pantalón, mientras caminaba hacia donde el chillido me indicaba. No sabía si podía tratarse de un robo o un hombre sobrepasándose con alguna mujer indefensa, o incluso un ataque sobrenatural. Fuera lo que fuese, al menos estaba preparada.

Salté con gracia las pequeñas vallas que separaban la carretera de la acera y me dirigí hasta lo que, a mis ojos, era una antigua muralla. En un lateral, entre los altos arbustos que la acompañaban, me fijé en un chico de mi edad que estaba pegado a la pared mientras que algo se acercaba a él.

Avancé con rapidez y saqué la daga del escondite para sorprender al atacante del pobre chico y sostenerlo por los hombros. Me mordí el labio inferior al sentir como mis dedos se quemaban ante el contacto. Su piel era grisácea, casi negruzca y, al fijarme en sus ojos, me di cuenta de que estos eran dos botones oscuros, vacíos.

No dejé que la impresión me ganara y le enseñé mis colmillos en señal de advertencia. Al quedar de espaldas al chico, me sentía segura de mantener intacta mi identidad. Él estaba demasiado asustado como para moverse o decir algo que me perjudicara.

—¿Qué eres? —pregunté mientras luchaba contra mis ganas de quitar mis dedos de ahí, pues al menos había conseguido detenerlo. No parecía tener mucha fuerza.

El ser me analizó antes de retroceder unos pasos y abrir sus fauces. Sus labios agrietados y llenos de muescas causaban impresión, pero aún más sus dientes afilados y alargados, como si se tratara del filo de una daga. De su interior brotó un sonido agudo y vibrante, como si fuera el chasquido de un delfín. A lo lejos podía parecer humano, pero la curvatura de su espalda, su color oscuro y sus garras confirmaban que era un ser del infierno. Posiblemente un demonio.

No pude interpretar qué me había dicho, pero supuse que no quería una tregua al ver que avanzaba de nuevo y movía una de sus garras de forma torpe, intentando llegar a mi rostro. Apreté mis dedos contra el mango de la daga y se la clavé en el hombro, formando un reguero de sangre oscura. Ante su chillido, aproveché a soltarla de golpe y clavarla de nuevo, esta vez cerca de su cuello.

No hizo falta hundirla otra vez más, las piernas del demonio se arquearon y empezaron a hundirse hasta acabar desplomándose en el suelo. Segundos más tarde, su cuerpo se desvaneció al verse sustituido por un remolino de ceniza.

Recuperé mi apariencia humana al devolver los colmillos a su lugar y mi iris recuperó el tono azul que le caracterizaba. La voz del chico sonó a mi izquierda, había murmurado unas palabras que no entendía, captando así mi atención.

—No sé si entiendes mi idioma, pero ya estás bien. Todo ha pasado —dije en mi idioma.

Él asintió mientras sus labios se abrían y cerraban, sin llegar a responder nada. Segundos más tarde echó a correr sin mirar atrás hasta terminar perdiéndose entre la oscura y difusa lejanía, perdiéndole el rastro.

Oculté de nuevo el arma y contemplé como, no muy lejos, estaba el monte rocoso que me había mencionado la mujer al llegar a Jerusalén. Tragué saliva al darme cuenta de que tendría que escalar y, con mi torpeza, seguramente no tardaría en acabar golpeándome con algo o acabar en el suelo. Aun así, suspiré y caminé hasta allí. Si ese demonio había atacado cerca de la estación significaba que mis sospechas eran ciertas, el infierno estaba cerca. Por fin iba a pisarlo y quemarme de verdad. Y, siendo sincera, estaba deseosa de hacerlo, porque eso significaba estar a un paso de Lilith. Podría recuperar a Nikola y, a su vez, salvar a toda la humanidad. Solo esperaba salir ilesa, aunque, en el fondo, sabía que eso era imposible. Echarle un pulso a la muerte siempre traía consecuencias y desafiar a la reina del infierno equivalía a apostar todo a una sola baza.

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