Laura

Laura


Quinta Parte » 2

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Mientras yo estaba en el saloncito, Waldo golpeaba con su bastón el pavimento de las calles. No se atrevía a mirar atrás. Sus perseguidores podrían verle volviendo la cabeza y saber que les tenía miedo.

Muzzio le distinguió a unos cien metros de distancia, en Lexington. Waldo hizo como si no lo hubiese visto, pero andaba de prisa, y al llegar a la Avenida Sesenta y Cuatro dobló a la derecha. Al llegar a la esquina vio a Behrens, que había subido hacia el Norte por la Tercera Avenida.

Waldo desapareció. Ambos hombres registraron todos los patios y vestíbulos de esa acera; pero Waldo debió de meterse por la puerta de servicio de un gran edificio de apartamentos, encontrando salida por la Avenida Sesenta y Dos.

Anduvo durante tres horas. Se cruzó con mucha gente que volvía del teatro, del cine o del bar. Las encontró bajo la luz de los faroles y a los carteles iluminados de los cines.

Todo esto lo supimos más tarde, como sabemos las cosas cuando se archiva un caso importante y la gente empieza a telefonear para darse importancia. Mary Lou Simmons, de la Avenida Sesenta y Seis, se asustó al ver salir a un hombre del vestíbulo de su casa cuando ella volvía después de pasar la velada en casa de una amiga. Gregory Finch y Enid Murphy creyeron que era el padre de Enid que los observaba por el hueco de la escalera, en el vestíbulo oscuro donde se estaban besando. La señora Lea Kantor vio un fantasma gigantesco detrás de su puesto de periódicos. Varios taxistas se detuvieron con la esperanza de recoger a un viajero. Un par de conductores reconocieron a Waldo Lydecker.

Anduvo hasta que las calles estuvieron tranquilas. Circulaban muy pocos taxis y casi ningún peatón. Escogió las calles más oscuras, escondiéndose en los huecos de las puertas, encorvándose al bajar las escaleras de los subterráneos. Eran casi las dos de la madrugada cuando volvió a la Calle Sesenta y Dos.

En toda la manzana no había más que una ventana iluminada. Según Shelby, aquella luz también estuvo encendida la noche del viernes.

La puerta de la casa de Laura no estaba vigilada. Muzzio seguía esperando en la Calle Sesenta y Cuatro y Behrens había terminado su jornada de servicio. Yo no había ordenado que otro hombre lo sustituyera porque cuando dejé a Laura sola, mandando a los hombres que siguieran a Waldo, no me figuraba que él llevara el arma consigo.

Subió la escalera y tocó el timbre. Ella pensó que yo volvía a detenerla. Aquello parecía más natural que el retorno del asesino. Al oír el timbre, Laura pensó un momento en la descripción que Shelby le hiciera de la muerte de Diana. Luego se envolvió en una bata de baño blanca y fue hacia la puerta.

Para entonces yo ya conocía el secreto de Waldo. No encontré ninguna escopeta en su apartamento; él llevaba el arma consigo, oculta, cargada con el resto de las BB. Lo que encontré fue un montón de manuscritos inconclusos y sin publicar. Los leí porque pensaba esperarlo en su apartamento, sorprenderle, acusarle y ver lo que sucedía. En un ensayo llamado The Porches of Thy Father’s Ear (Los Pórticos del Oído de tu Padre) encontré la siguiente frase:

En el individuo culto, la malignidad, arma sutilmente escondida, se reviste con las prendas de la utilidad, luce el disfraz del talento u ostenta los adornos de la belleza.

Este ensayo trataba de venenos guardados en anillos antiguos, de espadas ocultas en bastones, de armas de fuego escondidas en viejos devocionarios.

Tardé unos tres minutos en darme cuenta de que él llevaba una escopeta. La otra noche cuando salimos del Lagarto Dorado quise examinar su bastón. Él me lo había arrebatado, diciéndome en son de broma que si necesitaba uno me lo compraría con punta de goma. La broma tenía su significado. El resentimiento me impidió preguntarle más. Para Waldo, los objetos eran como la gente. Él quería proteger su precioso bastón de mis manos profanas, de modo que expuso su malignidad sin cubrirla con el ropaje del talento o de la belleza. Pensé que se trataba de otra de sus manías, como aquella de beber el café en su taza de Napoleón.

Ahora entendía por qué me impidió que examinase el bastón. Me dijo que lo llevaba para darse importancia. Allí estaba el poder oculto del hombre. Probablemente sonreiría ante la puerta de Laura, al prepararse para utilizar su arma secreta. La segunda vez fue como la primera. En su inteligencia inmoral y pervertida no existía ningún crimen anterior, ninguna repetición.

Cuando sonó el timbre, apuntó. Conocía la estatura de Laura y el lugar en que su rostro aparecería, como un óvalo en la oscuridad. Al abrirse la puerta, disparó.

Se oyó un fortísimo crujido. Laura vio miles de astillitas de luz. El tiro, errándole por una fracción de pulgada, hizo añicos el vaso de cristal azogado, cuyos fragmentos brillaron sobre la oscura alfombra.

Erró el tiro porque al disparar le agarraron de las piernas. Yo había salido de su apartamento en cuanto comprendí dónde estaba oculta la escopeta, recordando también que fingí una escena de amor para avivar los celos de Waldo. Cuando abrí la puerta de abajo, estaba en el descansillo de la escalera apretando el botón del timbre con el dedo.

El vestíbulo de la casa estaba débilmente iluminado. Pálidas lamparitas ardían en los descansillos de la escalera. Waldo luchaba por su vida, contra un enemigo cuyo rostro no podía ver. Yo soy más joven, más fuerte, y sé cómo arreglármelas en una lucha. Pero él tenía la fuerza de la desesperación y una escopeta en la mano.

Cuando le agarré de las piernas, cayó sobre mí. Laura salió al descansillo, nos miró, esforzándose por seguir nuestra pelea en la escalera. Rodábamos por los escalones.

Bajo la lamparita del descansillo del segundo piso, vi su cara. Se le habían caído los lentes, pero sus pálidos ojos parecían mirar a lo lejos, perdidos en el vacío.

—Mientras toda una ciudad perseguía al asesino, Waldo Lydecker, con su acostumbrada urbanidad, perseguía a la ley —dijo.

Se reía a carcajadas. Por mi espina dorsal corrían escalofríos. Estaba luchando con un loco. Su cara se retorció, sus labios se contrajeron, sus ojos saltones parecían querer salirse de las órbitas. Logró liberar su brazo, levantó la escopeta blandiéndola como un bastón.

—¡Váyase! ¡Quítese de en medio! —grité a Laura.

La carne de Waldo parecía fofa, pero pesaba más de doscientas cincuenta libras. Cuando le agarré el brazo, cayó encima de mí. La luz le daba en los ojos. Me reconoció. Recobró el sentido, y con él todo su odio. Su boca estaba llena de espuma blanca. Laura gritaba, previniéndome, pero los gemidos de Waldo estaban más cerca de mi oído. Logré sacar mis rodillas de debajo de su gordo vientre y empujarlo hacia atrás contra el poste de la baranda. Blandió su escopeta, luego disparó salvajemente, sin apuntar. Laura gritaba.

Con aquel disparo perdió toda su fuerza. Sus ojos se helaron, sus miembros se pusieron rígidos. Pero yo no me fié. Le golpeé la cabeza contra el poste. Desde el descansillo del tercer piso, Laura oyó crujir los huesos contra la madera.

En la ambulancia y en el hospital siguió hablando. Hablaba siempre de sí mismo, siempre en tercera persona. Waldo Lydecker era alguien que se hallaba muy distante de aquel corpulento moribundo de la camilla; era como el héroe que un niño hubiese venerado siempre. Era la misma cosa, una y otra vez, jamás directa ni coherente, pero diciendo tanto como una declaración jurada:

El experto siempre aúna astutamente el gusto con la ocasión; Waldo Lydecker escogió la vendimia del año 1914…

Así como hubiera podido entretenerse César Borgia una tarde grávida de una nueva infamia, así también Waldo Lydecker pasó las horas cargadas de nerviosismo en entretenimientos civilizados, leyendo y escribiendo…

Un hombre puede estar sentado, erguido como una lápida mortuoria mientras escribe su testamento; así estuvo sentado Waldo Lydecker en su escritorio de madera rosada, escribiendo el ensayo que debería ser su testamento…

La mujer falló. Solo y en silencio, Waldo Lydecker celebró la impotencia de la muerte. Amargas hierbas mezclaban su sabor con el de las setas. La sopa olía a ruda…

La costumbre llevó a Waldo Lydecker, aquella noche, a pasar por delante de la ventana encendida con su traición…

Tranquilo e imperturbable, Waldo Lydecker apretó con su dedo imperioso el botón del timbre de la puerta…

Cuando murió, el doctor tuvo que soltar los dedos que estrechaban la mano de Laura.

—Pobre, pobre Waldo —dijo ella.

—Quiso matarla dos veces —le recordé.

—Él ansiaba tan desesperadamente creer que yo lo amaba…

Miré su rostro. Ella sentía sinceramente la muerte de su viejo amigo. La maldad había muerto con él, y Laura recordaba que había sido bueno con ella. «Es la generosidad, no la maldad, la que florece como el árbol del laurel», había dicho Waldo.

Ahora estaba muerto. Dejémosle a él las últimas palabras. Entre los papeles de su escritorio encontré el ensayo inconcluso, esa última herencia que había escrito mientras los discos esperaban en el gramófono, el vino se enfriaba en la nevera y Roberto cocinaba las setas.

Había escrito:

Entonces, como última contradicción, queda la verdad. Ella hizo de él un hombre, un hombre tan completo como pudiera hacerse con arcilla tan dura. Y cuando esa frágil humanidad es traicionada, cuando su propia femineidad exige más de lo que él puede dar, su maldad anhela su destrucción. Pero ella está hecha de la costilla de Adán, es tan indestructible como una leyenda, y ningún hombre dirigirá jamás su maldad con puntería suficiente para destruirla.

FIN

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