Laura

Laura


Primera Parte » 1

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LA CIUDAD ESTABA TRANQUILA aquel domingo por la mañana. Los millones de neoyorquinos que por necesidad o preferencia se quedaban en la ciudad durante los fines de semana estivales estaban sumidos en una gran lasitud debido a la humedad reinante. Una espesa bruma, que tenía el olor y producía la sensación del agua en la que se hubieran lavado muchos vasos de soda, envolvía la isla. Me parecía que, entre todos esos millones de seres, tan sólo yo, Waldo Lydecker, estaba, pluma en mano, trabajando. La jornada anterior, llena de sobresaltos y emociones, me había hecho olvidar todos los pesares. Ahora, después de recuperar fuerzas, me disponía a escribir el epitafio de Laura. Mi dolor por su muerte repentina y violenta hallaba alivio al considerar que si mi amiga hubiese vivido hasta una edad muy avanzada, quizá hubiera caído en el olvido, mientras que la violencia de su muerte y el talento de su administrador le brindaban una excelente ocasión de lograr la inmortalidad.

Sonó el timbre de la puerta. No habían cesado aún sus vibraciones eléctricas, cuando Roberto, mi criado filipino, entró para decirme que el señor McPherson deseaba verme.

—¡Mark McPherson! —exclamé. Luego, adoptando el aire de alguien capaz de encontrarse con Mussolini sin temblar, ordené a Roberto que le dijera al señor McPherson que esperase. Al fin y al cabo, Mahoma no salió corriendo para ir a la montaña.

La visita de un miembro tan importante del Departamento de Policía (aunque ni aun ahora estoy muy seguro de su titulo o cargo) me confería un cierto honor. A la gente corriente se la interroga sin ceremonias de ninguna clase en la Oficina Central. Pero ¿qué tenía que ver con este crimen el joven McPherson, que más bien se ocupaba de esclarecer crímenes políticos que civiles? Cuando el asunto de la Asociación de Lecheros de Nueva York, sus descubrimientos consiguieron la rebaja de un centavo por litro en el precio de la leche. Un comité senatorial le encargó una investigación acerca de los agitadores dentro de las organizaciones obreras, y recientemente había sido propuesto por un grupo de progresistas para indagar sobre la especulación en productos destinados a la defensa.

Oculto por la puerta del estudio, observaba cómo el joven se paseaba de arriba abajo por el saloncito. Comprendí en seguida que McPherson era uno de esos hombres que simulan desdeñar la afectación; un verdadero Casio, que acentuaba su aspecto flaco y escuálido, vistiendo un sencillo traje azul, camisa blanca lisa y corbata oscura. Tenía las manos largas y nerviosas, el rostro delgado, los ojos penetrantes. Su nariz parecía herencia directa de antepasados austeros a quienes las fosas nasales se les hubieran vuelto agresivas de tanto husmear pecados. Era ancho de hombros, y andaba muy erguido, como si se sintiera observado. Mi saloncito le irritaba. Para un hombre de su temperamento, ferozmente viril, la perfección delicada debía de ser empalagosa. Admito que hubiera sido audaz esperar su aprecio. ¿No era ligeramente optimista por mi parte suponer que el interés con que examinaba mi colección de cristalería inglesa y americana, era debido a su buen gusto? Vi que su ceño fruncido se detenía ante un objeto brillante, uno de mis tesoros más raros. ¿De manera que la costumbre de observar, pensé, lo había vuelto sensible a los detalles? Sin duda alguna había visto la réplica de ese vaso de cristal azogado en el saloncito de Laura. Instintivamente extendió la mano hacia el anaquel. Yo salté como una leona que defiende su cría, gritándole:

—¡Cuidado, joven! Ese objeto es de inapreciable valor.

Se volvió tan bruscamente que la alfombra resbaló sobre el suelo encerado. Para no perder el equilibrio se apoyó en la vitrina. Todos los objetos de cristal y porcelana oscilaron.

Yo pensé para mis adentros: «Parece un elefante en una tienda de porcelanas», y como la idea me devolviera el buen humor, le alargué la mano.

Sonrió mecánicamente y dijo:

—He venido para hablar del caso de Laura Hunt, señor Lydecker.

—Muy bien. Tome asiento.

Acomodó cuidadosamente su larga humanidad en una frágil silla. Le ofrecí cigarros de mi caja de Haviland, pero él sacó una pipa.

—Dicen que es usted una autoridad en crímenes, señor Lydecker. ¿Qué opina usted de este caso?

Yo me entusiasmé. Ningún escritor, aunque sea muy popular, desdeña jamás a un lector, por humilde que sea.

—Me honra saber que lee usted And More Anon.

—Sí, pero sólo cuando abro casualmente el periódico en esa página.

El desaire no me resultó desagradable. En el mundo que frecuento, donde la personalidad se manifiesta generosamente y la amistad se ofrece sin reservas, su indiferencia ponía una nota extraña.

—Quizá no sea usted un admirador de Lydecker, señor McPherson, pero confieso que he seguido su carrera con muchísimo interés.

—Usted debería saber lo bastante para no creer lo que publican los periódicos.

Esta respuesta no me desalentó, y proseguí diciendo:

—¿No queda un poco fuera de su incumbencia la investigación criminal? Eso es una bagatela sin importancia para un hombre como usted.

—Este caso me lo han asignado.

—¿Por cuestiones políticas?

Durante unos segundos no se oyó más que el puf-puf de su pipa.

—Estamos en agosto —dije yo—. El comisario está de vacaciones, el subcomisario siempre ha estado celoso de sus triunfos de usted, y como una vez pasada la primera impresión de un crimen siempre se relega a un segundo plano lo relativo al caso, él ha encontrado una buena oportunidad para aminorar su importancia, señor McPherson.

—La verdad es que —veíase a las claras que estaba enojado consigo mismo por tener que dar una excusa— él sabía que yo tenía interés en presenciar el partido Dodgers-Boston de ayer por la tarde.

Yo estaba encantado; dije:

—De las pequeñas enemistades surgen las grandes aventuras.

—¡Grandes aventuras! Asesinan a una señorita en su apartamento. ¡Y qué! Es obra de un hombre. Pues bien, encuentre usted al hombre. Créame, señor Lydecker, iré a ver el partido de esta tarde, y le aseguro que ni siquiera el mismo criminal podrá detenerme.

Apenado por esta vulgar apreciación de mi querida Laura, le dije con sorna:

—¿Un partido de béisbol? No me extraña que su profesión esté pasando por un momento tan malo. Los grandes detectives no se permitían tregua ni descanso hasta apresar a todos los criminales perseguidos.

—Yo soy un trabajador; tengo mi horario como todos; y si cree usted que voy a trabajar horas extras en este misterio de tercera, es que no me conoce.

—El crimen no se detiene porque sea domingo.

—Mire, señor Lydecker; por lo que sé de su difunta amiga, apostaría el último botón de mi chaqueta a que la persona que cometió el crimen disfruta el domingo como cualquiera de nosotros: durmiendo probablemente hasta las doce y despertándose con tres copas de brandy. Además, tengo un par de hombres trabajando a fondo.

—Para una persona como usted, señor McPherson, la investigación de un simple asesinato debe de ser, con toda seguridad, tan interesante como una columna de números para un contable público que empezó como tenedor de libros.

Esta vez se rió de buena gana. La dura corteza iba disolviéndose. Parecía como si el asiento de la silla le incomodase, y cambió de postura. Entonces le dije:

—La pierna no le molestará tanto si se sienta en el sofá.

—Es usted muy observador, ¿verdad?

—Quizá, Usted anda con mucho cuidado, señor McPherson, mientras que la mayor parte de los de su profesión trotan como elefantes. Permítame decirle, ya que es usted sensible a esto, que no se nota. Yo padezco un fuerte astigmatismo que me ayuda muchísimo para observar las desventajas de los demás.

—No es una desventaja.

—¿Un recuerdo del servicio?

—Babilonia —dijo, haciendo un gesto afirmativo.

Instintivamente di un salto.

—¡El sitio de Babilonia, Long Island! ¿Ha leído mi relato? A ver…, espere un momento… ¿No será usted el del peroné de plata?

—La tibia.

—¡Formidable! ¡Mattie Grayson! Aquél sí que era un hombre. Los criminales de ahora no son como los de antes.

—Eso mismo pienso yo.

—¿A cuántos detectives liquidó?

—A tres de nosotros, con la metralleta, en casa de su suegra. Luego algunos los seguimos por un pasadizo. Tres murieron, y otro tipo, que fue herido en los pulmones, está aún en Saranac.

—Heridas gloriosas. A usted no debería importarle el que se notara. ¡Qué valiente fue al volver!

—Tuve mucha suerte en poder volver. Hubo un tiempo en que creí tener un gran porvenir como vigilante nocturno. El valor no tiene nada que ver en esto. Un trabajo es un trabajo. A mí no me intimidan más los revólveres que a un vendedor ambulante que ha conocido a demasiadas hijas de labradores.

Reí con ganas.

—Mire, señor McPherson; hace un ratito me figuraba que usted reunía todas las virtudes escocesas exceptuando el buen humor y el amor al buen whisky, ¿quiere una copa?

—Con mucho gusto.

Le preparé un whisky bien fuerte que él se bebió como quien bebe agua pura, alargando nuevamente el vaso para que le sirviera otro.

—Supongo que no le importará lo que dije de sus artículos, señor Lydecker. Si he de ser franco, le diré que los leo de vez en cuando.

—¿Por qué no le gustan?

—Se dejan leer, pero nunca tiene usted nada que decir.

—McPherson, me parece que es usted un snob. Y peor que eso; un snob escocés, que son, como dice Thackeray, «las criaturas más agresivas del mundo».

Esta vez se preparó él mismo su whisky.

—¿Qué opina usted de la buena literatura, señor McPherson?

Al reírse parecía un muchacho escocés que acabara de aprender a aceptar el placer sin temor al pecado.

—Ayer por la mañana, cuando se descubrió el cadáver y supimos que Laura Hunt había faltado a la cita para cenar con usted el viernes por la noche, mandaron aquí al sargento Schultz para interrogarle. De manera que le preguntó lo que hizo por la noche…

—Y yo le dije —interrumpí— que tuve una triste cena, vilipendiando a la mujer por su deserción… y que luego me puse a leer un libro de Gibbon, metido en un baña ligeramente tibio.

—¡Exacto! ¿Sabe usted lo que dice Schultz? Dice que ese escritor, Gibbon, debe de ser demasiado ardiente para usted, ya que para leer sus obras tiene que meterse en un baño tibio. Yo también he leído todas las obras de Gibbon, y las de Prescott, Morlet, y la Historia de los Judíos, de Josefo.

—¿En la universidad o pour le sport?

—¿Cuándo tiene un pobre diablo la oportunidad de ir a la universidad? Pero cuando uno está catorce meses en el hospital, no puede hacer otra cosa que leer.

—¿Fue entonces cuando empezó a interesarse por el aspecto social del crimen?

—Hasta aquella época fui un policía vulgar —me confesó modestamente.

—Entonces la metralleta de Mattie Grayson no fue una tragedia tan grande. De no ser por ella, probablemente continuaría usted siendo un vulgar policía de la Sección de Homicidios.

—Señor Lydecker, a usted le gusta más un hombre si no lo es al ciento por ciento, ¿verdad?

—Yo siempre he dudado de las dotes de Apolo Belvedere.

Roberto anunció que el desayuno estaba listo. Con sus habituales buenas maneras ya había puesto un segundo cubierto en la mesa. Mark no quería aceptar mi invitación, pretextando que no había venido en calidad de invitado, sino cumpliendo una obligación tan molesta para él como para mí. Yo me reí de su embarazo y le dije:

—Esto está en la línea del deber, señor McPherson, porque aún no hemos empezado a hablar del crimen, y yo no quiero morirme de hambre mientras conversamos.

Veinticuatro horas antes había entrado en mi comedor un oficial de policía, cínico, pero no falto de amabilidad, dándome la noticia de que habían hallado el cadáver de Laura en su apartamento.

Desde el momento en que el señor Schultz había interrumpido mi apacible desayuno con la noticia de que Laura Hunt había sido asesinada, después de no haber acudido a la cita para cenar conmigo, yo no había vuelto a probar bocado. Roberto quiso hacerme recobrar el apetito y nos sirvió un plato de riñones y setas guisados con vino tinto. Mientras comíamos, Mark me describía la escena que tuvo lugar en el Depósito cuando el cadáver de Laura fue identificado por su tía, Susana Treadwell, y Bessie, su doncella.

A pesar de mi honda pena, no pude por menos que disfrutar del contraste que ofrecía la manera de saborear la comida y el carácter mórbido de la charla del joven.

—Cuando les mostraron el cadáver —McPherson hizo una pausa para pinchar un trozo de carne con el tenedor— ambas mujeres se desmayaron. Aquel cadáver daba pena, aunque no se la hubiera conocido. Muchísima sangre —y diciendo eso mojó un trozo de pan en la salsa—; fue con una bala BB. Ya puede figurarse…

Cerré los ojos; como si la estuviera viendo tendida sobre la alfombra Aubusson, tal como la encontró Bessie, sin otra ropa encima que el deshabillé de seda azul y las chinelas plateadas.

—Le dispararon de cerca —el joven se sirvió una cucharada de entremés—. La señora Treadwell se marchó, pero la criada permaneció allí. Esa Bessie es un bicho raro.

—Ella ha sido para Laura más que una sirvienta. Ha sido su guía, su filósofo y enemigo declarado de todos sus mejores amigos. Cocina como un ángel, pero sirve legumbres amargas con los asados más sabrosos. Bessie creía que ninguno de los hombres que entraban en el apartamento de Laura era lo bastante bueno para ella.

—Estaba tan fresca como una lechuga cuando llegaron los agentes. Abrió la puerta y señaló el cuerpo con tanta calma, como si para ella fuese algo perfectamente normal el encontrar a su ama asesinada.

—Así es Bessie, pero es de temer cuando se enfada.

Roberto trajo el café. Dieciocho pisos más abajo un motorista hacía sonar la bocina. Por la ventana abierta oíamos la música de un concierto matinal, por la radio.

Roberto iba a servirle el café a Mark en mi taza de Napoleón, pero yo se la arranqué de las manos para ofrecer a mi huésped la de la emperatriz Josefina. McPherson bebió el café con silenciosa desaprobación, mirando burlonamente cómo levantaba yo la tapa de coralina de la cajita de plata donde guardo mis pastillas de sacarina. (Aunque extiendo gran cantidad de mantequilla sobre los brioches, creo a pie juntillas que sustituyendo el azúcar por sacarina, para endulzar el café, lograré adquirir una silueta elegante y fascinadora).

Su aspecto irónico me exasperó.

—Debo decirle que cumple usted con su obligación de una manera muy cómoda —observé con cierta aspereza—. ¿Por qué no va y toma algunas huellas digitales?

—Hay etapas, en la investigación de un crimen, en que es más importante mirar las caras.

Yo me volví hacia el espejo.

—¡Qué inocente parezco esta mañana! Dígame, McPherson, ¿ha visto alguna vez ojos más cándidos? —Y diciendo esto me quité las gafas y le mostré mi rostro redondo y sonrosado, como el de un querubín—. Pero hablando de caras, McPherson, ¿ha visto usted al novio de Laura?

—¿A Shelby Carpenter? Le veré a las doce. Está en casa de la señora Treadwell.

Yo acogí la noticia con sumo interés, y dije:

—¿Shelby está allí? ¡Será posible!

—Dice que el hotel Framingham está demasiado concurrido. La gente se hacina en el vestíbulo para ver al muchacho que iba a casarse con la víctima de un crimen.

—¿Qué piensa usted de la coartada de Shelby?

—¿Qué es lo que piensa usted de la suya?

—Pero usted convino en que era una cosa completamente normal el que un hombre pasara la noche en su casa leyendo las obras de Gibbon.

—¿Qué tiene de malo que un hombre vaya a un concierto en el Stadium? —Las puritanas aletas de su nariz se estremecieron—. Entre los amantes de la música y los coleccionistas de obras de arte, ésa parece ser una manera muy natural de pasar la noche.

—Si usted conociera al novio no encontraría normal que haya ocupado un asiento de veinticinco centavos. Pero a él le había parecido un lugar conveniente para no ser visto por ninguno de sus amigos.

—Siempre agradezco los informes, señor Lydecker, pero prefiero formar yo mismo mis propias opiniones.

—Clarísimo, McPherson, clarísimo.

—¿Desde cuándo la conocía usted?

—Siete, ocho… sí, ocho años. Nos conocimos en 1934. ¿Quiere que le diga cómo?

Mark dio una chupada a su pipa; la salita estaba llena de su rancio y dulce olor. Roberto entró sin hacer ruido para volver a llenar las tazas de café. La orquesta de la radio interpretaba una rumba.

—Laura tocó el timbre de mi puerta tal como lo tocó usted hace un rato, señor McPherson. Yo estaba trabajando; escribiendo, por lo que recuerdo, un artículo con motivo del cumpleaños de un eminente americano, Padre de la Patria. Nunca hubiera escrito semejante lugar común, pero como el director me pidió que lo hiciera y estábamos procurando llegar a un arreglo sobre ciertas delicadas cuestiones financieras, pensé que con métodos pacíficos no podría sino salir ganando. Precisamente cuando estaba a punto de abandonar esta tentativa de lograr un aumento sustancial en mis ingresos, gracias a mi aburrimiento, entró en mi vida esa preciosa niña.

Yo debí ser actor. De haber tenido mejores condiciones físicas para la profesión narcisista, me hubiera situado probablemente entre los más notables de mi tiempo. Ahora, mientras Mark dejaba enfriar su segunda taza de café, podía verme tal como había estado en esa habitación años atrás, envuelto en el mismo tipo de quimono persa y calzando chinelas japonesas.

—Carlos, el predecesor de Roberto, había salido para efectuar las compras diarias. Creo que Laura se sorprendió mucho al ver que yo mismo acudía a la llamada del timbre. Era ella una figurita delgada, tímida como una gacela, con una gracia indefinida y juvenil. Tenía la cabeza pequeñita, delicada incluso para su cuerpo delgado, y el que la tuviera un poco inclinada, junto con la brillante timidez de sus ojos oscuros ligeramente oblicuos, contribuía a producir la impresión de que Bambi, o la hembra de Bambi, se había escapado del bosque y trepado los dieciocho pisos de la casa, hasta llegar a mi apartamento. Cuando le pregunté para qué había venido, emitió un sonido gutural. El temor le había cortado la voz. Yo estaba seguro que había dado vueltas y más vueltas alrededor del edificio antes de decidirse a entrar, y que luego había estado parada en el corredor escuchando los latidos de su corazón, antes de atreverse a poner su dedito tembloroso en el timbre de la puerta. No queriendo reconocer que me había impresionado su encantadora timidez, le hablé con dureza y le dije: «Vamos, hable». En aquellos tiempos mi carácter era mucho más irascible que ahora, señor McPherson. Ella habló con dulzura y muy de prisa. Lo recuerdo todo como si fuera una larga frase, que empezaba pidiendo disculpas por haberme molestado, prometiendo luego que yo saldría beneficiado con una inmensa propaganda si aceptaba respaldar con mi nombre una pluma estilográfica que la casa para la que trabajaba estaba anunciando. Esa pluma se llamaba Byron. Salté como una bomba y dije: «¡Hacerme propaganda a mi! Mi estimada señorita, lamento decirle que su razonamiento es completamente falso. Es precisamente mi nombre lo que daría prestigio a su pluma barata. ¿Cómo se atreve a emplear el sagrado nombre de Byron? ¿Con qué derecho? Le aseguro que voy a escribir una carta muy severa a los fabricantes de esa pluma». Procuré no prestar atención al brillo de sus ojos, señor McPherson. Entonces no sabía que ella misma había puesto ese nombre a la pluma estilográfica y que estaba orgullosa de sus resonancias literarias. Insistió valientemente y siguió hablando de una campaña de anuncios de cincuenta mil dólares, que no podía dejar de glorificar mi nombre. Sentí que lo que correspondía era ponerme apoplético y le dije: «¿Sabe usted cuántos dólares valen, como espacio en blanco, las columnas donde inserto mis artículos? ¿Se da cuenta de que fabricantes de máquinas de escribir, dentífricos y hojas de afeitar, que vienen aquí con cheques de cincuenta mil dólares en el bolsillo, son puestos de patitas en la calle todos los días? ¡Y usted habla de hacerme publicidad!». Su turbación inspiraba lástima. Entonces le pregunté si deseaba tomar una copita de jerez. Era indudable que hubiera preferido retirarse, pero era demasiado tímida para rehusar. Mientras bebíamos hice que me contara algo de su vida. Aquél era su primer empleo y representaba la cúspide de sus ambiciones, por aquel tiempo. Antes de lograrlo había visitado sesenta y ocho agencias de publicidad. Enterrada bajo la capa de timidez yacía una voluntad férrea. Laura sabía que era inteligente, y estaba dispuesta a sufrir todas las repulsas que hicieran falta para poder probar su talento. Cuando terminó de hablar, yo le dije: «Supongo que se figura que me ha conmovido su historia y que voy a ablandarme, aceptando lo que me propone».

—¿Eso le dijo usted?

—Señor McPherson, yo soy el hombre más mercenario de América. Nunca emprendo nada sin calcular los beneficios.

—Pero usted aceptó la proposición de la muchacha.

—Durante siete años, Waldo Lydecker ha ponderado con entusiasmo la pluma Byron —dije, inclinando la cabeza avergonzado—. Sin eso estoy seguro de que nunca hubiera vendido cien mil ejemplares de mis ensayos.

—Laura debe de haber sido una muchacha terrible.

—Sólo mansamente terrible en aquella época. Sin embargo, yo comprendí lo que podía dar de sí. A la semana siguiente la invité a comer. Aquello fue el principio. Bajo mi tutela se convirtió de una muchacha timorata en una desenvuelta neoyorquina. Al cabo de un año, nadie hubiera sospechado que había venido de Colorado Spring. Siguió siendo fiel y cariñosa. Entre todos mis amigos, ella es la única persona con quien comparto de buen grado mi prestigio, señor McPherson. Llegó a ser tan conocida en las noches de estreno como la grisácea barbita a lo Van Dyke de Waldo Lydecker o su bastón con anillos de oro.

Mi invitado no hacía comentarios. Volvió a ponerse melancólico. La piedad escocesa y la pobreza de Brooklyn habían desarrollado su aversión hacia las mujeres elegantes.

—¿Se enamoró ella alguna vez de usted?

—Laura siempre me quiso —respondí con voz apagada—. Durante esos dos años de fidelidad, ella fue rechazando un pretendiente tras otro.

La excepción se llamaba Shelby Carpenter. Pero más tarde explicaría eso. Mark sabía estimar el valor del silencio, tratándose de una persona tan locuaz como yo.

—Mi amor por Laura —le dije— no consistía en el mero deseo que siente un hombre de edad madura por una criatura joven y bonita. Mi afecto descansaba sobre una base más profunda. Laura había hecho de mí un hombre generoso. Es completamente falso creer que llegamos a encariñarnos de aquellos a quienes hemos herido. El remordimiento no compensa nada. Apartarse de aquellos cuya presencia nos recuerda un pasado lleno de falsedad es más humano. La generosidad, no la maldad, florece como el árbol del laurel. Laura me consideraba el hombre más bueno del universo, de manera que yo tenía que alcanzar esa altura moral. Para ella, yo era siempre espléndido, tanto por mi humanidad como por mi inteligencia.

Creí adivinar algunas dudas detrás de la rápida mirada especulativa de mi interlocutor. Se levantó y me dijo:

—Se hace tarde y tengo una cita con Shelby.

—¡Vaya! ¡De manera que el novio aguarda! —Y al dirigirme a la puerta añadí—: Me pregunto si le gustará Shelby.

—A mí no tiene que gustarme o disgustarme nadie. Sólo me interesan los amigos de Laura…

—¿Como sospechosos?

—Para obtener informes. Probablemente volveré a visitarle, señor Lydecker.

—Cuando guste. Espero poder ayudar a descubrir a ese ser malvado, porque no podemos llamarlo hombre, ¿no es cierto?, que ha cometido una acción tan villana, inútil y trágica. Pero mientras tanto, siento curiosidad por saber su opinión acerca de Shelby.

—Usted no le aprecia mucho, ¿verdad?

—Shelby era la otra vida de Laura.

Me quedé parado, agarrando el pomo de la puerta.

—A mi juicio, Shelby constituía el aspecto más vulgar y menos distinguido de su existencia. Pero juzgue por sí mismo, señor McPherson.

Nos estrechamos la mano.

—Para solucionar el problema de la muerte de Laura tiene usted que resolver primero el misterio de su vida. Eso no es tarea fácil. Ella no tenía ninguna fortuna secreta, ni rubíes ocultos. Pero le advierto, McPherson, que las actividades de los estafadores y contrabandistas parecen sencillas comparadas con las de una mujer moderna.

Mark mostró impaciencia.

—Una mujer moderna, complicada y culta. «El secreto, como el gusano dentro del capullo, se alimentaba de su mejilla sonrosada». Estaré a sus órdenes cuando lo desee, señor McPherson. Hasta la vista.

Permanecí en la puerta hasta que entró en el ascensor.

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