Laura

Laura


Primera Parte » 5

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«Hemos descubierto algunos indicios, pero aún no podemos hacer una declaración».

Aquel lunes por la mañana, los reporteros encontraron a McPherson digno, formal y algo indiferente. Sentía él una nueva importancia dentro de sí, como si su vida hubiera adquirido un nuevo significado. La investigación del crimen individual había dejado de ser para él una cosa trivial. Una reportera, valiéndose de mañas femeninas para obtener los informes negados a sus competidores masculinos, exclamó: «No me importaría mucho ser asesinada, señor McPherson, si fuera usted el detective que indagase mi vida privada».

Mark torció el gesto. La alabanza de la chica no era delicada.

El cuaderno de notas y direcciones de Laura, sus cuentas, sus cheques, su correspondencia, su Diario, llenaban la mesa del escritorio y la imaginación de Mark. Por medio de ellos descubrió la riqueza de su vida, pero también su desenfreno. Demasiados convidados, demasiadas comidas; demasiadas cartas asegurándole una eterna admiración, demasiado ocuparse de los advenedizos y los insignificantes, la gente de paso y los que no lo merecían. De esta manera rechazaba el vicio de la codicia su virtud presbiteriana. Él había descubierto lo mejor de su vida en la sala grisácea de un hospital, y durante los años que siguieron se preguntó con temor si la soledad tenía que ser la inevitable compañera de la sensibilidad. Aquel resumen de la vida de Laura contestaba a su pregunta, pero la respuesta no satisfacía las exigencias de su austera educación. Llegó a saber, a medida que leía sus cartas, examinaba sus cuentas y sumaba las cantidades de sus facturas sin pagar, que si bien el que disfruta de la vida no está solo, le cuesta caro el vivir. Para sostener la riqueza y variedad de su vida ella había tenido que trabajar, hasta que se encontró demasiado cansada para afrontar el día de su boda con alegría o libertad.

El álbum de fotografías estaba lleno de retratos de Shelby Carpenter. Durante un verano Laura había caído víctima de sus encantos y de la máquina fotográfica. Lo había tomado de frente, de perfil, de cuerpo entero, de busto; en el campo de tenis, sobre la rueda de su coche; en traje de baño, en overall, con botas altas, un cesto al hombro y una caña de pescar en la mano. Mark se quedó un rato examinando el retrato de Shelby, el cazador, rodeado de patos muertos.

A buen seguro que el lector estará ya vituperando la impertinencia de un narrador que escribe cosas que nunca ha visto con la misma tranquilidad que si hubiera estado en la oficina de Mark, observándolo todo, escondido detrás de un cuadro. Pero yo podría jurar, y eso en el mismo cuarto donde tienen el detector de mentiras, que la tercera parte de todo esto me la contaron, y los otros dos tercios pude adivinarlos esa tarde, cuando, al volver de la peluquería, encontré a Mark esperándome en mi casa. Y también podría jurar que Mark estaba aficionándose a la belleza de la porcelana antigua. Por segunda vez lo sorprendí en el saloncito, extendiendo las manos hacia mi estante preferido. Me aclaré la garganta antes de entrar. Él se volvió, con una sonrisa forzada.

—No se avergüence tanto —le dije—; nunca iré a decir al Departamento de Policía que está adquiriendo buen gusto.

Sus ojos despedían chispas y me dijo:

—¿Sabe usted lo que el doctor Sigmund Freud dice de los coleccionistas?

—Yo sé lo que el doctor Waldo Lydecker piensa de la gente que cita a Freud.

Nos sentamos.

—¿A qué amable capricho de la suerte debo esta inesperada visita?

—Pasaba casualmente por aquí…

Recuperé mi buen humor. Esta visita casual no estaba exenta de una cálida nota de adulación. La desaprobación de ayer se había derretido como un cubito de hielo sorprendido por un chorro de café hirviendo. Pero incluso al apresurarme a buscar whisky para mi huésped, tuve la precaución de no demostrar un imprudente entusiasmo; porque si bien un detective puede ser un amigo excelente y perfectamente digno de confianza, uno siempre debe recordar que es curioso, por interés profesional.

—Estuve con Shelby Carpenter —me dijo, mientras echábamos un trago por el buen éxito de la solución del misterio.

—Ah, ¿sí? —dije yo, cual criatura indiferente, pero afable, que estima en mucho un mínimo de vida privada.

—¿Entiende algo de música?

—Habla de música como un verdadero entusiasta, pero su información es superficial. Probablemente ha de levantar al cielo unos ojos extáticos al oír el nombre de Beethoven, y estremecerse piadosamente si alguno es tan indiscreto como para nombrar a Ethelbert Nevin.

—¿Sabría él apreciar la diferencia entre Finlandia de Si… belius y Tocata y Fuga de Juan Sebastián Bach? —me preguntó consultando su libro de notas.

—Amigo mío, cualquiera que no supiese distinguir entre Sibelius y Bach seria idóneo para la traición, la estratagema y el robo.

—Yo no entiendo absolutamente nada de música. Mire, esto es lo que Carpenter me dijo que tocaron el viernes por la noche —añadió, enseñándome una hoja de su libreta—. No se molestó en guardar el programa; pero esto fue lo que tocaron.

Yo respiré profundamente.

—Esto deja su coartada tan llena de agujeritos como un mosquitero. Pero no prueba que él la mató —hizo notar Mark con acritud.

Le serví otro whisky, diciéndole:

—Bueno, vamos, todavía no me ha dicho usted lo que piensa de Shelby Carpenter.

—Es una lástima que no sea usted un policía.

Yo lancé mi discreción por la borda. Dándole palmaditas en la espalda le dije:

—¡Mi querido amigo, es usted un tesoro! ¡Un policía! ¡La flor del viejo Kentucky! ¡Muchacho, los fantasmas de toda una legión de coroneles confederados se levantan para perseguirlo! ¡Las solteronas se revuelven en sus tumbas! Vamos, otro trago por esa idea genial, astuto lince. Deberíamos beber aguardiente de hierbabuena, pero el Tío Tom de Manila ha perdido la fórmula.

Yo me reía a carcajadas.

Él miraba mi alegría con cierto escepticismo.

—Shelby reúne todas las cualidades físicas, y no habría que enseñarle buenos modales.

—El vestido de uniforme. Ya lo estoy viendo en una esquina de la Quinta Avenida. ¡Qué lío de tráfico a la hora en que los coches vienen de Westchester a buscar a los maridos! Le aseguro que no habría menos alboroto en Wall Street, que en cierto día histórico de 1929.

—Hay mucha gente que no tiene suficiente capacidad para los estudios que siguen en el colegio.

Este comentario, aunque dicho con toda sinceridad del mundo, tenía cierto matiz de envidia.

—La dificultad está en que los han criado con ideas de clase y educación y por eso no quieren ceder y trabajar en ocupaciones comunes. Hay muchos jóvenes empleados en oficinas que estarían mucho más contentos trabajando en un surtidor de gasolina.

—Yo he visto a muchos agotarse con el esfuerzo intelectual —asentí—. Varios centenares de esos muchachos han sido destinados a perpetuidad a los bares de la Avenida Madison. En Washington debería existir una organización especial para afrontar el problema de los hombres de Princeton. Casi me atrevo a decir que el señor Shelby mira la profesión de usted con no poca condescendencia.

Un breve gesto afirmativo recompensó mi sagacidad. McPherson no experimentaba ninguna simpatía por Shelby Carpenter; pero, como él mismo me había asegurado en otra ocasión, su deber era observar, antes que juzgar, a las personas con quienes se relacionaba durante el curso de sus tareas profesionales.

—Lo único que me preocupa, señor Lydecker, es que no puedo identificar al muchacho. Yo he visto antes esa cara. ¿Cuándo…? ¿Dónde? Por lo general las recuerdo muy bien y puedo dar nombres, fechas y lugares donde las vi.

Me reí con secreta tolerancia cuando él me hizo lo que a su parecer era una descripción objetiva de su visita a las oficinas de Rose, Rowe and Saunders. En aquel ambiente de aire acondicionado Mark se debió de sentir tan extraño como un campesino en un club nocturno. Procuró muy de veras no manifestar su desaprobación, pero para él opinar era tan natural como comer. Había marcada preocupación en su relato por tres altos jefes de la agencia que pretendieron sentirse horrorizados por el escándalo de un crimen. Mientras que lamentaban su muerte, no escapó a los jefes de Laura lo sensacional que sería dar publicidad a un crimen que dejaba intachable su propia reputación.

—Apostaría que estuvieron conferenciando y decidieron que un crimen de primera clase no les haría perder ningún buen negocio.

—También habrán estudiado las confidencias especiales que murmurarán al oído de futuros clientes a la hora del té —añadí yo.

La malicia de Mark era muy descarada. Los patrones no despertaban respeto alguno en su pecho salvaje. Sus prejuicios proletarios eran tan inflexibles como cualquiera de los que pueden encontrarse entre los rangos más elevados de la llamada sociedad. Le agradaba más descubrir alabanzas sinceras y pesar por su muerte entre los compañeros de trabajo de Laura, que oír a los jefes apreciar mucho su carácter y su talento. Opinaba que cualquier persona lista podía contener a sus superiores, pero que una joven que ocupaba un puesto elevado tenía que ser de muy buena pasta para gozar de popularidad entre sus compañeros.

—¿De modo que usted cree que Laura era de esa buena pasta?

Fingió no oírme. Yo estudié su cara, pero no percibí la menor sombra de conflicto. Hasta unas horas después, cuando me puse a recordar la conversación que habíamos tenido, no caí en la cuenta de que Mark pensaba que el carácter de Laura hubiera sido ideal para concordar con el suyo, lo mismo que un joven con respecto a una mujer lista de la que está enamorado.

Eran las doce de la noche. Tenía la mente clara y despejada porque a esa hora es cuando me siento más libre y audaz. Desde que supe, hace unos años, que los terrores del insomnio pueden vencerse caminando media hora a paso ligero, nunca permití que la pereza, el cansancio, el tiempo o los tristes acontecimientos del día me disuadieran de cumplir esa práctica nocturna.

Por la fuerza de la costumbre tomé por una calle que se me había hecho muy importante desde que Laura fue a vivir a ese apartamento.

Naturalmente, me causó extrañeza ver luz en casa de la difunta; pero tras un momento de reflexión adiviné que el joven, que una vez se había burlado de los que trabajaban horas extras, se había entregado en cuerpo y alma a su tarea.

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