Laura

Laura


QUINTA PARTE » V · Escepticismo

Página 53 de 61

V

ESCEPTICISMO

El médico amigo de Golowin, el doctor Maas, era un hombre inteligente y estudioso, pero muy áspero. Flaco, alto, esquinudo, con los ojos azules y la barba pequeña rubia; tenía un tipo de Alberto Durero. Se dedicaba a la psiquiatría. A pesar de su inteligencia clara, Laura tuvo la evidencia de que no conocía a las personas. No las conocía y no le interesaba más que cuando caían ya dentro de su especialidad; mientras no pasaba esto no sentía la menor curiosidad por la gente. Claro que este hombre no se dedicaba ni quería dedicarse a la intuición de aire literario, sino a una psicología de experiencias.

Cuando Laura se lo dijo a su marido, este le indicó:

—A estos médicos la psicología clásica subjetiva, a base de la introspección, no les interesa. Les interesa principalmente la psicología objetiva, lo que se llama psicología de la conducta o del behaviour, en inglés, que inició, según parece, hace años un profesor de la América del Norte.

El médico le daba a Laura una impresión muy masculina, muy de hombre.

A veces Laura tenía el deseo de tener confidencias con alguien, de explicarse, de hablar de sus asuntos sentimentales… ¿Pero a quién se iba a dirigir? Tenía que callarlo todo. Era muy atractivo para ella echar una mirada atrás en su vida y pensar en el motivo de sus actos que antes no había comprendido y que ahora quizá comprendía mejor, pero no tenía confidente. No le gustaban las tertulias largas; para ella eran un poco pesadas, y con el pretexto de su estado se marchaba a su cuarto. Laura leía; el perro Troll solía estar a sus pies. Cuando venía Natalia, hablaba con ella largo rato.

Las discusiones entre los amigos de casa eran demasiado concienzudas y alguna señora aseguraba que había que separar la sistemática de la praxis. Laura no satirizaba las discusiones, pero tenía muy pocas ganas de oírlas.

Irene planteaba con frecuencia debates trascendentales, pues casi siempre tenía opiniones contrarias a las corrientes. Irene aseguraba que era estúpida la preocupación protestante de moralizar y de hacer el bien; que con esto no se conseguía nada; defendía con frecuencia como ideal la superioridad de la vida intensa. El doctor Maas decía que aquellos anhelos se daban cuando las energías se iban mitigando. El doctor Maas era muy inclinado a las negaciones.

—Discurrimos con fórmulas humanas y limitadas —decía el doctor—, y nos encontramos que cuando creemos que estamos sosteniendo una afirmación, estamos al borde de la negación. El otro día discutía con un colega acerca de reformas que se podían hacer en beneficio del pueblo, y el compañero me decía: «Hay que desear que haya pesimistas, porque estos ven el mal y quieren corregirlo.» Yo le contesté un poco en broma: «No; hay que desear que haya optimistas, porque esos creen que el hombre puede mejorar y ven la obra posible.» Luego, pensé que nuestra discusión era una chiquillada.

—No veo por qué —dijo Irene.

—Porque parece que estamos de acuerdo cuando decimos: un árbol, una planta, una flor, el mundo, pero no lo estamos; hay hombre para quien uno de estos conceptos es algo mágico y vago, para otro es una palabra, es decir, un sonido, para otro una imagen, para un último es una definición escolar. No hay unanimidad en nuestras ideas, así que cuando queremos hacer con ellas operaciones lógicas y matemáticas, saltan discrepancias. En el fondo no hay verdad, ¿qué es la verdad?, ¿dónde está la verdad? No está en ninguna parte. Hemos sumado manzanas con botones y castañas con monedas y hemos obtenido un producto. ¿Pero de qué es este producto? Pues no lo sabemos.

—Pero con un escepticismo así no queda nada —le decía Irene.

—¿Y es que queda algo? No queda nada, por lo menos racional. Lo más racional era, creo yo, el naturalismo optimista de fines del siglo XIX, que culminó en literatura en Anatole France, que podía llamarse la madurez del lugar común. Imitemos a la naturaleza, se comenzó a decir desde el siglo XVIII. ¿Pero a cuál naturaleza? Porque tan naturaleza es la vaca bonachona para el hombre como la víbora o el escorpión. Son igualmente naturales. Es evidente.

—Entonces, ¿qué glorificaremos? —preguntó Irene.

—Yo no lo sé. No nos queda más que lo arbitrario. Y ahora estamos tocando las consecuencias. Se descompone el lugar común con más rapidez que nunca. El lenguaje no expresa más que relaciones entre unas imágenes con otras, pero la esencia de las cosas no las expresa ni las puede expresar. Así toda palabra tiene su antagonista a su antónima; pero esto no quiere decir que este antagonismo sea de una contradicción verdadera, igual y paralela en la realidad. En la filosofía, en la matemática, que no son ciencias naturales, sino artificios de la inteligencia, las ideas son contrarias; «más», en lo contrario de «menos», y «grande» de «pequeño», y «aumentar» de «disminuir», pero cuando interviene la vida ya no hay estos antagonismos aunque lo pretenda la retórica. El santo no es absolutamente contrario al vicioso, ni la mujer perdida de la mujer honrada, ni el loco del cuerdo, ni el cobarde del valiente, porque hay entre estos extremos muchos puntos de contacto.

Irene creía que contra toda esta anarquía ideológica reaccionaba el hombre superior dando nuevos valores a los conceptos.

—¿Dónde está el hombre superior? —preguntaba el doctor Maas—. ¿Usted ha encontrado el grande hombre?

—Yo supongo que hoy no creemos en los grandes hombres —decía Golowin—, quizá por eso ya no los hay o por lo menos no los vemos. Yo supongo también que un grande hombre es un fenómeno de síntesis popular; si no se produce ese fenómeno de síntesis no hay grande hombre.

—Me parece que tiene usted razón.

Irene no quería creer que la época actual fuera peor que las demás.

—Es de menores ilusiones, de menos esperanzas —contestaba el médico—. Eran quizá mentiras las antiguas, pero mentiras confortadoras. De las cosas y de las teorías se comienza a ver el esqueleto. Del amor queda el instinto sexual, pero nada más. Todas estas psicologías modernas no tienen de fondo más que la charlatanería. La libertad es ya imposible, desde que intervienen las masas; la religión está unida a la fuerza y al despotismo. Todo lo bueno del siglo XVIII y XIX se viene abajo El arte se muestra infecundo y la literatura también. La ciencia está entregada a grandes laboratorios americanos…

—¿En medicina no aparecen grandes hombres? —preguntó Golowin.

—No. Tipos como los del siglo XIX, Wirchow, Claudio Bernard, Pasteur…, no se van a dar.

—En astronomía tampoco los hay. Parece que ya la investigación es colectiva.

Ir a la siguiente página

Report Page