Laura
QUINTA PARTE » VIII · El hijo
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VIII
EL HIJO
Al hablarle Laura al doctor Maas de su poca energía para decidirse, le dijo este:
—La vacilación, la indecisión, es el medio en que se desarrollan mejor las neurosis.
—¿Es un hecho científico comprobado?
—Sí, sí.
Laura pensó que el tal concepto era una de las nociones trascendentales que había oído en su vida. Algo semejante había sospechado por intuición, aunque de manera vaga. Entonces quiso comenzar el aprendizaje de no presentarse a sí misma alternativas de decisión difícil que le ocasionaran muchas reflexiones y muchos tanteos, sino resolver con rapidez. Esto, naturalmente, cuando llegara el caso; mientras no llegara, no pensar en lo que tenía que hacer y vivir al día o, mejor dicho, al momento.
A veces recordaba su consigna, a veces no. Creía que si pudiera llegar a conseguir el perder sus indecisiones, aunque fuera solo por temporadas, sería un gran triunfo.
«Como a muchos otros —pensaba ella—, la vacilación me está estropeando la vida.»
Decidió, hasta que tuviera su hijo, desterrar todo pensamiento inútil y perturbador. Nada de reflexiones ni de consideraciones. Nada de pensar en cosas lejanas. Después se dejaría llevar por ideas absurdas; hasta entonces, tregua. Algo le sirvió su determinación.
Parece que el Destino escoge los acontecimientos con malicia y les da un carácter especial en consonancia con el tipo de cada individuo. Al melancólico le proporciona pasto para su melancolía y al vanidoso elementos para alimentar su vanidad.
Claro que esta idea no es más que fantasía y egocentrismo.
En septiembre Natalia tuvo que ir al colegio acompañada de su padre.
Natalia comprendía que el suceso esperado de que Laura tuviese su hijo se acercaba e insistió con ella para que la dejaran allí.
«No, querida, no —le dijo Laura—, cada uno, su deber. El tuyo ahora es estudiar e ir al colegio. Así que no te opongas. No me des esa pena.»
Natalia se convenció, abrazó a su madre, como le llamaba, y marchó a Inglaterra.
El otoño era melancólico.
En el campo, después de segar con las máquinas, los labradores agrupaban en las eras las gavillas de trigo, que tenían de noche aire de frailes o de fantasmas. Esto le recordaba a Laura que en el pueblo de su madre había un segador que había estado en la Mancha y en Andalucía y que llamaba a esa operación de reunir los haces de trigo afrailar las parvas.
Por los campos volaban bandadas espesas de gorriones.
Laura estaba animosa.
El día del nacimiento del hijo, a pesar de sus preocupaciones, se desarrolló todo con facilidad y sin accidentes.
Un amanecer vino un nuevo Golowin al mundo.
Por la noche comenzó una nevada prematura de otoño. Todo el campo y los montes quedaron blancos, los árboles negros y el cielo amarillo y gris.
Laura, con su niño al lado, veía desde la cama los árboles sin hojas de color negro oscuro que formaban como encajes en el cielo gris. Volaban por el aire las hojas y los cuervos revoloteaban sobre el campo desierto.
Laura pasó unos días felices y tranquilos rodeada de cuidados. El cuarto estaba siempre a una temperatura alta y en poco tiempo la madre se repuso. Después de los días de invierno prematuro, vino un tiempo muy tranquilo y muy apacible.
Laura, acompañada por Golowin, paseaba al niño en un cochecito.
El otoño fue muy hermoso. Después de unos días fríos comenzó un tiempo espléndido con crepúsculos en que el sol se ocultaba entre nubes resplandecientes. Desde la terraza de la casa, al anochecer, brillaban en la sierra lejana luces eléctricas y a medida que dominaba la niebla se borraba todo y empezaban a sonar los alambres del teléfono.
Al amanecer, cuando se levantaba Laura para ver si el niño tenía algo porque lloraba, veía desde la ventana un mar de niebla y después el brotar por entre la bruma del ramaje negro de los árboles, y cómo eran llevadas por el viento las hojas secas. En estas mañanas le entraba la idea de su soledad, de su desamparo y se sentía triste y melancólica.
Ya su consigna había cesado y se dejaba llevar por sus pensamientos y fantasías.