Laura

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PRIMERA PARTE » VI · Malas impresiones

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VI

MALAS IMPRESIONES

Luis comprendía las grandes condiciones de su hermana y, en momentos, la admiraba.

—Sin duda, es una chica modesta, trabajadora y estudiosa, pero no tiene la prestancia de Mercedes.

Esta era, para él, gran virtud, superior a las cualidades de inteligencia y de buen carácter.

Llegó junio de 1936. Laura había pasado una temporada primaveral muy ocupada con sus exámenes. Además del estudio intenso en su casa, el ir y venir a San Carlos y el hacer visitas a donde le indicaba su maestro, le dejaban rendida.

Los estudios suyos se iban haciendo demasiado extensos. Había empezado la carrera sin darle demasiada importancia y, al avanzar en ella, se veía metida en un laberinto científico bastante difícil y árido. No tenía miedo de salir mal en los exámenes. Esto parecía descontado, los profesores le exigían trabajos, muchas veces excesivos.

Entre las compañeras y los compañeros tenía fama de estudiosa e inteligente, pero ella notaba que la carga era un poco superior a sus fuerzas. A la menor contrariedad, a la más pequeña indisposición, se desalentaba y se le quitaban las esperanzas y las ganas de estudiar.

Al final de junio Laura había terminado sus exámenes con muy buenas notas. Estaba cansada, rendida y en un momento de gran depresión.

Silvia, la marquesa, le convidó a pasar unos días en una finca próxima a El Escorial.

«Vete —le dijo su madre—, te vendrá bien.»

Se decidió a ir e hizo aquellos días muy buenas amistades con su prima.

Cuando volvió dijo a su madre:

—Me he llevado un gran chasco con Silvia.

—¿Pues?

—Porque ha estado conmigo muy bien, amable, simpática y llana.

—Sí, ya lo sabía. No sé por qué te figurabas tú que a nosotros nos tenía mala intención.

—No he sido yo. Ha sido una opinión que ha corrido en nuestra casa. Además, siempre se ha dicho que es una veleta.

Comenzó el mes de julio. Luis, al parecer, aquellos días andaba muy preocupado. Laura, al notarlo, le interrogó una mañana:

—¿Qué te pasa?

—No lo digas por ahí. Dentro de unos días va a haber acontecimientos muy graves. Yo creo que no podré ir a Bidart.

—¿Por qué?

—Ya te digo que va a pasar algo grave.

—¿Pero qué es lo que va a ocurrir?

—La política anda muy agitada y las guarniciones tienen que estar en sus puestos sin poder moverse.

—¿Es que os vais a sublevar?

Luis se echó a reír de esta pregunta ingenua.

—Tanto como eso, no te lo puedo decir, pero creo que lo mejor que podréis hacer, mamá y tú, es tomar cuanto antes el tren y marcharos a Bidart.

—No sé —dijo Laura—; creo que en este momento mamá no debe tener dinero.

—Pues se busca como sea. Empeñáis algo.

—¿Y tu novia qué va a hacer?

—Le he dicho a ella y a su padre lo que ocurre. Él está convencido de que no va a pasar nada, pero yo tengo la seguridad de que sí.

A los dos o tres días Luis volvió a decir a Laura:

—Esto anda muy grave, chica. Aquí va a ocurrir algo muy gordo. Coge de casa lo que puedas sin que se entere mamá, empéñalo o véndelo y marcharos en seguida.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Yo no tengo más remedio que quedarme aquí, al menos por ahora, luego ya veremos.

—¿Y te vas a quedar solo o con la Constantina?

—Yo preferiría quedarme solo, pero ella que haga lo que quiera. Háblate a mamá. Lo mejor sería que os marcharais las tres.

—Si mamá sabe el peligro tuyo no va a querer marcharse.

—Pues no se lo digas. Yo prefiero no tener la preocupación de vosotras.

—¿Y a Silvia, tú crees que se le debía avisar? Se ha portado muy bien conmigo.

—Bien, díselo, pero recomiéndale que no diga nada a nadie. Es muy cuca y muy egoísta y no resollará, porque verá que no le conviene.

Laura fue a ver a la marquesa un momento y habló con ella de los pronósticos que se hacían en Madrid.

—Mañana por la mañana yo salgo en automóvil con mi chica —saltó la marquesa—, y vosotras, tu madre y tú, podéis venir conmigo.

—¿Pero lo tenías ya dispuesto?

—Sí.

—Creo que mi madre no podrá prepararse tan pronto.

—Pues mira, pensadlo bien, porque puede ser una tontería grave el no hacerlo, es muy posible que dentro de unos días no haya billetes para el tren. Ahora mismo voy a decir a mi doncella que pregunte por teléfono a la central si hay billetes o no.

—Bueno, que lo pregunte.

Silvia, hábil en la conversación, le sonsacó a Laura cuanto había dicho Luis.

—Cuando lo dice Luis es cosa grave —terminó Silvia—. Esas noticias concuerdan con las conversaciones de la portera, la señora Paca, que es roja como un pimiento.

—¿Qué te ha contado la portera?

—La portera ha dicho que mucha gente se escapa de Madrid, que se van a sublevar los militares y que el pueblo está armado para defenderse de ellos.

—¡Pues nos hemos divertido! Bueno, yo voy a subir a mi casa y a decirle a mi madre lo que ocurre. Nosotras necesitamos algún tiempo para prepararnos y llevar algún equipaje.

—Yo pienso ir con un auto para mí y otro para las criadas y los equipajes. Si hay billetes os avisaré, y si preferís ir en el tren, haced lo que os parezca y decídmelo.

Laura subió a su cuarto y fue a ver a Luis. Este se estaba poniendo el uniforme para ir al cuartel, a donde le llamaban. Le explicó lo que le había dicho Silvia.

—Nada, avísale pronto a mamá —indicó Luis.

Doña Paz leía el periódico.

—Oye, mamá —le dijo Laura.

—¿Qué pasa?

—Silvia me ha dicho que hay noticias muy malas. El ejército se va a sublevar y al mismo tiempo se van a sublevar los rojos y se arman y se preparan.

—¡Bah! Siempre nos están diciendo lo mismo —repuso doña Paz—, ya verás como no ocurre nada.

Se hicieron mil suposiciones: hablaron de cuándo irían a Bidart.

En esto llegó la doncella de Silvia.

—Ha dicho la señora marquesa que ya no hay billetes para el tren y que se decidan rápidamente, si tienen que ir mañana por la mañana en el auto o no.

—Bien, dígale a la marquesa que ahora bajaré yo a decírselo.

Laura se acercó a su madre.

—¿Quién era? —le preguntó.

—Era la doncella de Silvia.

—¿A qué venía?

—Luis ha dicho que convendría que nos marcháramos en seguida a Bidart, que hay sencillamente peligro quedándose aquí. He ido a ver a Silvia para advertírselo y Silvia me ha dicho que ella se marcha mañana por la mañana en auto y que lo mejor que podríamos hacer es ir con ella.

—¡Qué barbaridad! Mañana no podemos ir —exclamó doña Paz.

—Pues según parece ya no hay billetes en el tren. La gente se escapa.

Doña Paz y la Constantina protestaron a coro. Era imposible, la ropa estaba sin planchar, las cortinas sin quitar, las alfombras sin naftalina; ¿cómo se iba a preparar todo tan rápidamente?

Laura argumentó que Luis, al marcharse, le indicó que no había más remedio que hacerlo, que la cosa andaba muy mal y que no se trataba de una broma. Doña Paz y Constantina no estaban muy dispuestas para la labor pesada de hacer baúles y cambios. Laura comenzó a abrir los armarios, y su madre y la criada empezaron a tomar parte en el trabajo.

—Deja eso. No andes ahí —le dijo doña Paz—, lo haremos nosotras.

Cuando vio que ama y criada tomaban la faena con empeño, abrió el armario de luna de su madre y sacó todo lo que había allí de valor: un reloj de oro con cadena, tres onzas antiguas, una en un collar y dos en pulsera, unos aderezos con amatistas, unos pendientes de diamantes, un collar de perlas. Lo metió todo en un maletín. Doña Paz no hacía más que lamentarse, mientras andaba de un lado para otro; la Constantina gruñía. De pronto, esta dijo:

—Yo no voy.

—¿Pues?

—Prefiero que vaya con ustedes mi chica la Pascuala y yo me quedo aquí el verano con mi hijo, con mi Lorenzo, y guardaré esta casa.

—Ah, bueno —dijo doña Paz de mala gana—. ¿Y querrá ir la Pascuala?

—Sí.

—¿No piensa llevarla con ella la marquesa?

—No.

—Entonces, bien.

A doña Paz no le hacía mucha gracia el cambio. La Pascuala era una buena chica, pero un poco pánfila. Por el contrario, a Laura le pareció muy bien la sustitución porque estaba un poco harta de los caprichos y de la suficiencia de la Constantina, que era muy sabihonda y pedantona.

Se sacudieron las mantas en la azotea, se doblaron las cortinas y se arrollaron las alfombras, que algunas se llevaron al desván.

La Constantina hizo una cena sencilla, calentó un poco de sopa que había quedado de la mañana, y puso huevos pasados por agua. Luis no se presentó. La vieja criada guardó los cacharros en la cocina y la vajilla en el armario del comedor.

Laura dejó la ropa de su hermano recogida en su cuarto y andaba en esto cuando se presentó Luis.

—¿Qué hay? —le preguntó ella.

—El movimiento se aplaza por unos días, lo que no quiere decir nada. Os debéis marchar en seguida: ¿tenéis los billetes?

—Silvia se va también a Francia y nos ha dicho que nos llevará en un auto, voy a ver qué dice.

Bajó Laura al piso principal.

Silvia contó que la señora Paca, la portera, había tenido una escena con sus hijas, que andaban hechas unas locas, y con unos jovencitos de una imprenta próxima y que habían dicho que eso de los condes y de las marquesas se iba a acabar en seguida, y que todo iba a ser de todos. Acabaron cantando la Internacional con gran furia.

—¿Y tu hermano, qué ha dicho de nuevo? —le preguntó Silvia a Laura.

—Parece que el movimiento está aplazado por unos días.

—Nada, hay que salir. ¿Tu madre y tú estáis preparadas?

—Sí, ahora la Constantina, nuestra vieja criada, no quiere venir con nosotros y quiere que llevemos a la Pascuala.

—Muy bien, yo llevo dos criadas, con ellas irá la Pascuala en el segundo automóvil. Mañana, a las ocho, hay que estar en el portal. ¿Qué equipaje tenéis vosotras?

—Un baúl y una maleta.

—Muy bien, yo mandaré a mi criado para que baje vuestro baúl y hasta mañana.

Subió Laura a su casa. Doña Paz y su hijo hablaban en el comedor sentados en las sillas, cubiertas ahora con fundas blancas.

Doña Paz se lamentaba. Luis parecía estar serio y la única que se encontraba contenta por su decisión de quedarse en la casa durante el verano era la Constantina.

Después de mucha conversación y de discutir en detalles lo que había que hacer, dijo Luis:

—Creo que lo mejor que podíais hacer es llenar otros baúles y mandarlos por el tren en gran velocidad a Hendaya. Si los preparáis, yo me encargaré mañana de que los facturen.

—¿Y tú vas a ir? —preguntó doña Paz.

—No sé, ya os avisaré, no te preocupes. Me ha dicho el padre de Mercedes que vaya a almorzar estos días a su casa hasta que se marche la familia, luego él volverá a Madrid después de dejar a los suyos instalados en Biarritz. Yo no vendré aquí más que a dormir, y eso cuando no esté de guardia.

Volvieron a preparar dos baúles entre Laura y la Constantina.

—¿Y qué vamos a llevar? —preguntó doña Paz.

—No sé —dijo Laura—. Esto ha sido idea de Luis. Si no quieres, le decimos que no te parece bien.

—No, no.

—Bueno, pues entonces tú dirás lo que hay que meter aquí.

—Pues pon los cubiertos de plata… y la ropa de invierno.

Laura y Constantina llenaron los baúles. Laura, rendida de cansancio, y sobrecogida y presa de la mayor incertidumbre, se metió en la cama y no pudo dormir.

Se levantó muy temprano, a las seis, y vio que Luis estaba en el balcón del comedor, vestido de paisano. Se preparaba un día caluroso.

Hablaron de lo que podía ocurrir en España. Luis dio a entender que todo estaba preparado; no esperaban más que la señal. Laura quedó llena de preocupaciones.

—¿Has desayunado? —le preguntó a su hermano.

—He comido un poco de chocolate. No quiero despertar a mamá. Ella, en el fondo, no comprende la gravedad de las circunstancias.

—¿Tú crees que esto puede ser largo?

—¡Qué sé yo! Lo mismo puede ser largo que corto. Esta es una experiencia gravísima… y nadie sabe nada de lo que puede ocurrir. Ponle las etiquetas a estos dos baúles que habéis llenado y a las diez mandaré yo a uno para que los lleve a la estación.

Laura escribió dos papeles con el nombre de su madre y las señas de Etchebiague en Bidart. Después se puso a hacer engrudo en la mesa del comedor en un cazo que trajo de la cocina, calentándolo con una lamparilla de alcohol, y pegó luego los dos papeles.

—Bueno, chica, me marcho. ¡Adiós! —dijo Luis de pronto—. Hasta que nos veamos.

—¿Pero te vas ya?

—Sí, quizá vuelva luego un momento.

Laura le abrazó y le besó y se quedó llorando. Tenía presentimientos de una desgracia.

Salió al balcón y vio alejarse a Luis, después se sentó en una silla con la cabeza apoyada en las manos al lado de la mesa y quedó instantáneamente dormida con un sueño profundo.

Cuando se despertó eran cerca de las ocho y estaban su madre y la Constantina levantadas.

—¿Y a Luis le has visto? —preguntó a su madre.

—Sí, ha vuelto un momento a despedirse, parece que tiene mejores noticias ya.

—Es lo que pasa siempre —dijo la Constantina—, se habla mucho y luego no pasa nada.

—Por mi gusto yo abriría de nuevo los baúles y me quedaría —repuso doña Paz.

—¿Para qué? —exclamó Laura—, ¿para ir dentro de siete u ocho días? Ya, vámonos.

—Sí, claro, lo mejor es que se vayan ustedes —afirmó la Constantina.

—Pero eso del automóvil a mí no me gusta nada. Me cansa. Prefiero el tren —indicó doña Paz.

—¡Bah!, eso pasa también pronto —replicó la criada.

—¿Has ido a casa de Silvia? —preguntó doña Paz a Laura.

—No.

—Pues vete, vete en seguida y no la hagas esperar, ya que ha tenido esta atención con nosotras.

Las cuestiones de cortesía eran muy importantes para doña Paz.

Bajó Laura, el criado de la marquesa se llevó el baúl y las maletas para ponerlos en el auto y fue después doña Paz al portal y se le unió la Pascuala.

Doña Paz se despidió de la portera, de la señora Paca que, muy soliviantada e impertinente, le habló como si quisiera protegerla. Una de sus hijas, la mecanógrafa, con una blusa blanca y un pañuelo rojo, tarareaba la Internacional; un mozo que debía ser su novio dijo: «Esos canallas de fascistas quieren, sublevarse, pero los vamos a machacar».

Se instalaron Silvia con su niña, doña Paz y Laura en el primer auto y dos doncellas de la marquesa y la Pascuala en el otro y echaron a andar hacia la carretera de Francia.

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