Laura

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PRIMERA PARTE » X · Las historias de Silvia

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X

LAS HISTORIAS DE SILVIA

Silvia, la marquesa, estuvo una temporada en Londres y volvió a Biarritz y al saberlo Laura fue a visitarla.

Silvia tenía noticias de Madrid. En la casa de la calle de Ferraz cayeron varias bombas y la gente de los alrededores, asaltando el edificio, se apoderó de la mayoría de los muebles. Era muy probable que todo se hubiera perdido.

—¿Te acuerdas de Margot Mac Donald? —preguntó la marquesa a Laura.

—Sí.

—Pues le ha pasado algo terrible.

—¿Qué le ha pasado?

—¿No recuerdas que en una reunión que hubo en casa y se habló de horóscopos, a algún mal intencionado se le ocurrió decir que Margot se casaría con dos al mismo tiempo? Pues algo de esto le ha ocurrido.

—Pero eso no es posible.

—Sí, en parte es posible.

Silvia contó algunos detalles de la familia de los Mac Donald y de lo que les había ocurrido.

El padre de Margot, director de una sociedad de Seguros, que estaba delicado de salud cuando la revolución, se amilanó y decidió no salir de casa.

Su hijo Federico, que hacía de subdirector, le sustituyó.

Se hallaba este casado con una muchacha de apellido alemán, judía, o por lo menos, medio judía. Ella se dedicaba mucho a la vida de sociedad y a cuestiones de beneficencia. Era bastante coqueta pero guardando siempre fidelidad al marido. Según se decía, le había dado a Federico un carácter muy judaico y muy práctico.

Federico tenía bastantes enemigos entre los empleados de la Sociedad de la cual era subdirector. Cuando llegó la revolución hubo muchas denuncias contra él y se decidió entre los anarquistas registrarle la casa y las oficinas. Afortunadamente, un amigo, y algo pariente de su mujer, muy influyente, le pudo dar el soplo de que le iban a registrar unas horas antes, y Federico tuvo tiempo para quemar todos sus papeles comprometedores y hacer desaparecer las pavesas.

En esto se presentan los de la FAI en la Sociedad de Seguros. Ordenan que todos se pongan de espaldas a la pared, registran los pupitres, los armarios, las cajas y separan a tres empleados para fusilarlos porque tenían cartas sospechosas. Uno de ellos, el más viejo, entre libros de devoción guardaba láminas y fotografías pornográficas.

Al verse libre de acusaciones, Federico llama al jefe de la patrulla a su despacho, le habla y le dice:

—Mire usted, le puedo dar diez mil duros y al mismo tiempo dejarle la casa donde vivo. Está llena de géneros, de muebles, etcétera…, pueden ustedes poner ahí un ateneo libertario.

—¿Y qué quiere usted a cambio?

—A cambio quisiera que me dejen salir con toda la familia de Madrid.

—Para eso hay que tener el permiso del Gobierno.

—Eso yo lo conseguiré —dice la mujer de Federico, que asiste a la conferencia.

El jefe de los anarquistas contesta que unas horas después dará la respuesta por teléfono y se lleva a sus tres hombres para fusilarlos.

Federico reúne a la familia y explica su gestión y cómo van a salir inmediatamente para Valencia con permiso del Gobierno y de la FAI. El padre está horrorizado y quiere salir de cualquier modo. Margot dice que no, su madre no se encuentra buena, su novio, como militar, está en Madrid con el Gobierno y ella se queda.

Los anarquistas entran en la casa, se instalan en ella, consumen lo que hay y a las dos horas se llevan a Margot, que desaparece. De cuando en cuando telefonea que está bien y que no la busquen ni avisen a la policía, porque la podrían matar.

—¡Qué horror! ¿Y por qué dices que se ha casado con dos?

—Porque entre esos jefes anarquistas había dos rivales y se supone que la tienen entre los dos.

—¡Qué brutos! ¡Qué bestias!

Laura contó a Mercedes lo que le habían dicho de Margot y comentaron el caso. Otro día Silvia le habló de distintas personas sacrificadas en Madrid.

A dos viejas solteronas amigas de doña Paz, que vivían en el barrio de Salamanca, las fusilaron.

El portero, muy amable antiguamente, las denunció, acusándolas de tener una capilla donde iba un cura a decir misa, y sacaron a los dos viejas de casa y las mataron junto a una tapia.

Laura recordó a estas dos pobres viejas, casi impedidas, y la idea de su muerte le produjo un terror espantoso.

También contó Silvia que al chico, hijo del militar, que vivía en su casa en la calle de Ferraz y que se había metido a hacer espionaje a favor de los blancos, lo sorprendieron y lo fusilaron.

Pasada la excitación que les ocasionó estas noticias, siguieron su vida triste y monótona. Laura leía y divagaba, Mercedes se dedicaba con energía a aprender francés.

Adelantaba muchísimo. Laura se quedaba sorprendida de su capacidad de estudio.

—Esto de aprender idiomas es un talento de monos —decía Mercedes.

—Pues chica, se ve que tú eres muy mona.

La idea de salir a trabajar, en las dos era cada vez más firme; estaban decididas a marcharse de Etchebiague y a emprender alguna cosa. Laura escribió muchas cartas que no tuvieron contestación y por lo tanto no dieron resultado.

Pasaron el invierno, en gran parte al lado del fuego, saliendo los días buenos por el parque y gastando muy poco. Tenían verduras, patatas, huevos y gallinas de la casa, a muy bajo precio. Doña Paz había olvidado sus asuntos y preocupaciones de Madrid; quería pensar que su hijo Luis estaba en seguridad. Ella se ocupaba solo de pequeños detalles de su molino.

Laura iba a misa todos los domingos. Mercedes, no; no quería mostrarse ante nadie; era además completamente incrédula. Laura en Madrid frecuentaba poco la iglesia; el estudio y el trabajo se lo impedían. Por otra parte la iglesia aldeana de Bidart con su gente campesina le emocionaba mucho más que el público de señoritas elegantes y de pollos currutacos del Buen Suceso.

Llegó el plazo previsto.

Mercedes dio a luz un niño blanco, rubio y fuerte, de mucho peso. El hijo del anarquista. En vez de asistir al parto el médico viejo, fue su hijo, hombre de treinta años, que naturalmente sabía la historia y lo ocurrido a Mercedes. El médico se llamaba el doctor Bearn. Era un hombre alegre y simpático, alto, corpulento, fuerte, muy dado a la risa, de pelo negro y de bigote corto. Lo tomaba todo a broma y tenía un aire de optimismo.

«¿Qué va a ser este chico? —dijo el doctor Bearn riendo y teniéndolo en brazos en alto—; ¡qué bárbaro, qué manera de gritar! Es un morrosko. Este va a ser un verdadero pirata.»

Dieron el niño a una mujer de un caserío próximo para que le sirviera de nodriza y después pensaron que le alimentarían con biberón.

Mercedes le podía haber criado, pero pensó que tendría que marcharse para ver si se ganaba la vida. Para eso valía más separarse de él desde el principio.

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