Laura

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SEGUNDA PARTE » IV · Las condiciones de Mercedes

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IV

LAS CONDICIONES DE MERCEDES

Mercedes revelaba unas condiciones de adaptación extraordinarias, conocía a gentes de la vecindad, de las casas y de las tiendas. A los dos meses de vivir allí ya había recibido varias cartas de amor y hasta peticiones de mano, de las que ella se reía.

—La verdad, no sé por qué no me gustan los franceses —decía Mercedes a Laura—, me parecen muy interesados.

—Pues también lo somos nosotras ahora.

—Pero nosotras estamos en una situación anormal. Si tuviéramos un poco de dinero no lo seríamos.

—¿Y las francesas, también crees que son interesadas?

—Las francesas están muy bien siempre. Son inteligentes, guapas, bien vestidas, muy bien…

—¿Y para ti todos los franceses son avaros?

—Muchos, sí.

—Pues me parece que estás predestinada a casarte con algún francés.

—Ya veremos. ¿Y tú no tienes galanteadores? —preguntó Mercedes.

—Ya que me haces esa pregunta te voy a contar en secreto una cosa.

—¿Y es?

—Que Carlos, el sobrino de Camila, se ha destapado escribiéndome cartas absurdas. Luego me parece que mira por el ojo de la cerradura de mi cuarto… En fin, que no me hace gracia.

—¡Pero si es un simple!

—Puede ser; a mí me parece un chico un poco raro. Se levanta de noche y anda por el cuarto recitando versos…

—Tienes una coquetería infernal —dijo riendo Mercedes.

—¿Crees tú?

—Cuando has sacado de sus casillas a ese tontaina… Bueno, que también al jardinero de Etchebiague lo tenías loco con tu aire inocente y modestito. Eres una mujer fatal.

—Sí, fatalísima. Lo malo es que Carlitos nos va a fastidiar… Yo creo que está un poco loco. Nos va a producir un conflicto con Camila y no vamos a poder estar aquí porque entre su sobrino y nosotras no vacilará.

—Nada. Ya lo arreglaremos. ¿No crees tú que sería conveniente que yo le dijese a Camila como si lo hubiera observado…?

—Pruébalo.

—Le diré que en una cosa que no tiene sentido, lo mejor es cortarla cuanto antes.

—Bueno, díselo. Ya veremos qué hacemos.

Mercedes, con grandes precauciones se lo dijo a Camila. Esta le habló a Laura para enterarse mejor.

—¿Tiene usted las cartas de Carlos? —le preguntó.

—Sí, las he guardado por si me las pide para devolvérselas.

—¿Quiere usted dármelas?

—Sí.

Camila las leyó y dijo:

—A mí me da miedo este chico; no sé qué hacer con él. No tiene idea sana.

Por lo pronto, como en el curso Carlos tenía muy malas notas, Camila decidió ponerlo interno en un Liceo de Angulema.

El chico se marchó indiferente; escribió dos cartas más a Laura y luego sin duda se olvidó.

Se volvió en la casa a la vida normal.

Camila estaba muy sorprendida de la actitud enérgica de las dos muchachas españolas con relación a la vida. No pretendían ir al teatro, o al cinematógrafo o alguna fiesta. Nada.

Parecía que se decían convencidas: «Es la época mala. No hay que pensar en diversiones.»

Camila pensaba que las españolas en general eran alegres, inconscientes, y a las de casa las encontraba serias, hurañas, sin pensar más que en buscar trabajo. Sobre todo Laura, asustada de la vida de la gran ciudad, desconfiaba de cuanto veía.

Una noche, con Camila y Mercedes, fue a un café de Montparnasse, donde había mucha gente y mujeres de vida galante. El mozo reñía con una de ellas de una manera grosera porque ocupaba un asiento en la terraza esperando a alguien y no tomaba nada, ni hacía gasto. A lo que decía el mozo, contestaba ella con una burla sarcástica y violenta.

Era un indicio de la supuesta galantería de la vida ligera y amable.

«Yo no quiero volver más a sitios así —se dijo Laura—. El vicio podrá ser algo feo, pero unido a la frialdad y a la dureza me parece repugnante.»

Por influencia de Camila Trousseau se consiguió que Laura fuera a casa de un profesor de la Facultad de Letras. Este se ocupaba de literatura, de historia de los países latinos y de fonética. El profesor tenía un hijo y una hija todavía pequeños. Quiso que Laura les diera lección de español, les sacara de paseo, comiera y durmiera en casa.

A Laura no le agradó por completo la proposición de aquel señor, porque le quitaba libertad. Ella pretendía sobre todo disponer de las mañanas para seguir sus estudios y ver si salía algún trabajo médico. Después de una larga conversación con aquel señor y con Camila quedaron de acuerdo en que ella iría todos los días para la una a comer, daría la clase a los niños, de español, y después vería periódicos y revistas en francés, inglés y alemán; marcaría ciertos artículos que había que copiar, consultaría con el catedrático y a las seis se marcharía con ellos a casa y los copiaría en papeletas por orden de materias o los recortaría haciendo fichas. Por esto le daría mil francos al mes.

La casa del profesor estaba en el bulevar Montparnasse, cerca de una estación del Metro. Era vieja y oscura. Tenía un portal profundo que terminaba en un patio con varias escaleras. Tomando una de ellas con los escalones desgastados se llegaba al piso. Después de un vestíbulo repleto de muebles se pasaba a un cuarto grande lleno de libros, de cuadros, de montones de revistas y de periódicos. Cerca del balcón había una máquina de escribir sobre una mesa. El cuarto comunicaba con un comedor al cual los libros habían invadido completamente, no dejando sitio para un alfiler. Allí trabajaba el profesor y comenzó a trabajar Laura. Su tarea era a veces agradable, las lecciones con los chicos, nunca. Siempre le parecían fastidiosas y pesadas.

La mujer del profesor se lamentaba de la invasión de los libros y papeles de su marido que no dejaba lugar para nada y que iba dominando veladores, sillas, sillones, el armario y la chimenea. La casa no tenía calefacción central y se encendía una estufa en el despacho y otra en el comedor.

El profesor era un hombre seco, flaco, un tanto agrio y pesimista; con una idea bastante mala de todos sus compañeros. Era escritor de talento, reaccionario por motivos sociales. Sentía amor por la pompa y la solemnidad y pensaba en Versalles y en la corte de Luis XIV con entusiasmo.

Probablemente, si hubiera vivido en esa época, hubiera sido de la gente que protestase del tiempo y lo considerara detestable. Era de esos franceses que piden disciplinas muy estrechas… para los demás. Él era católico, pero no iba a la iglesia nunca; muy partidario de la autoridad en política y en religión, pero se consideraba con derecho a manifestarse enemigo del jefe de su país y hasta del papa.

Estas gentes quieren hacer ellos lo que les dé la gana, y los demás, que estén sometidos. Es lo más cómodo del mundo.

El hombre tenía una preocupación exagerada por la posible guerra, que la veía como un cataclismo feroz de ruinas y de muerte que acabaría con los pueblos, las iglesias, las obras de arte, los museos y todo.

—¿Usted no tiene ese terror? —le preguntó a Laura.

—Nosotros los españoles estamos dentro de él —le contestó Laura.

El profesor había hecho obras de mérito. No reconocían la importancia de sus trabajos los colegas y estaba disgustado. Era un solitario que veía el aislamiento ya como irremediable porque hasta en la familia creía sentir una sorda hostilidad contra él.

En su casa, el chico y la chica, adictos a la madre, se mostraban en contra de su padre, lo que a este le entristecía.

A pesar de sus esfuerzos, muchas veces tenía un aire inquieto e intranquilo, disfrazado con una indiferencia fingida. La voz le sonaba entonces a hueco y a falso como si le apretaran la garganta y no se atrevía a mirar cara a cara a los ojos de la persona que tenía delante. Otras veces, en cambio, se olvidaba de sí mismo y hablaba con claridad y con alegría.

Este profesor —pensó Laura— era algo como ella, un hombre tímido y reconcentrado, que vivía en su cueva, en el subterráneo, mirando desde la reja lo que pasaba en el mundo. Ella comprendió que era digno de piedad, pero se dijo: «No, no. Nada de pensar en otros. Tengo que emplear toda mi preocupación y mi lástima en mí misma, porque si no estoy perdida».

Al cabo de pocos días de ir a la casa, el profesor comenzó a hacer preguntas a Laura sobre su vida y después a galantearla, así como a tantear la fuerza de sus ideas morales. Laura se manifestó medio en broma intransigente en esta cuestión y dijo una vez que ella creía que no tenía ni pasiones ni fuerza para ser inmoral.

El profesor le indicó que alguna vez la llevaría al teatro. Ella contestó:

—Yo estoy tan acostumbrada a no ir a ningún espectáculo que prefiero esta costumbre a otra, pues, si no, me molestaría el no poder ir algunas veces por no tener dinero.

—¿No ha estado usted nunca en la Comedia Francesa? —le preguntó.

—No.

—¿No piensa usted ir?

—No. Primero hay que tener lo elemental de la vida.

—¿No tiene usted entusiasmo artístico?

—Ninguno.

—¿No va usted a los museos?

—No.

—¿Al cine tampoco va usted?

—No, nunca.

—¿Ni a pasear al Bosque de Bolonia o a los Campos Elíseos?

—Tampoco.

—¿Es usted una mujer ascética?

—No. Una mujer sin medios.

—¿Y no lee usted literatura?

—Ahora no; pero de estudiante sí, leía algo.

—¿Y qué leía usted?

—¡Qué sé yo! Libros, novelas, lo que corría: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, folletines…

—¿Pero leen ustedes en España poco francés?

—Yo he leído algo de todo, pero sin método.

—¿No se conoce la literatura francesa?

—Supongo que sí, pero siempre cada país leerá la suya, me figuro yo. Aquí tampoco creo que se conozca la literatura española…

—¿Cómo que no? Se conoce muy bien Cervantes, Lope de Vega, Calderón…

—Pero desde entonces acá, ha habido también autores que han escrito y esos seguramente en Francia no se conocen.

El profesor creía que España era un país que se había parado en el siglo XVII y que después no había hecho nada. Era una idea muy de francés.

—¿Es usted monárquica? —le preguntó otra vez.

—En política no soy nada. No me he ocupado nunca de eso.

El profesor se mostró al poco tiempo desanimado.

A Laura le gustaba ir por las mañanas a la clínica del Hospital Baudeloque, donde conocía algunos estudiantes. Se presentó también en una Escuela de Puericultura del bulevar Brune, pero no había nada que hacer.

Las lecciones en casa del profesor no eran muy agradables. Los chicos estaban atrasados. La madre de ellos le reprochaba a Laura su aire distraído. Lo que pensaba sin duda era que no sentía entusiasmo por sus vástagos, que eran antipáticos y de mal humor y se mostraban caprichosos y bárbaros.

Durante la comida, la mujer del profesor trataba siempre a Laura con despego e ironía. Mostraba cierto vago sentimiento de celos inmotivados, quizá porque se sentía hostil a las inclinaciones literarias. La hostilidad que revelaba por la institutriz, más que por Laura en sí, era por el tipo intelectual que considera lo más importante en la vida el leer, el comprender y demás. Ella aseguraba que el hombre que admiraba era el que sabía vivir y ganar dinero.

Muchas veces los chicos decían que no querían dar la lección y la madre se ponía de su parte.

El profesor se lamentaba de la educación deficiente de sus hijos. Después de dar la lección por la tarde, Laura reunía varias revistas y periódicos y los leía y marcaba con lápiz artículos y párrafos. El profesor revisaba lo anotado. Luego le decía: «Ya puede usted ir a su casa».

Cuando Laura volvía a la Puerta de Versalles al anochecer, si llovía, en el Metro, y si hacía bueno, por la calle de Vaugirard, le entraba una gran tristeza y recordaba la calle de Ferraz de Madrid, la vida con su madre y su piso cuarto desde donde veía las arboledas de la Casa de Campo.

¡El Metropolitano era tan aburrido! Siempre el señor que iba descifrando un jeroglífico de palabras cruzadas de la cuarta plana de un periódico, y la gente indiferente y triste.

A veces algún hortera decidido y conquistador se le ponía a hablar, pero ella decía que no entendía y cambiaba de sitio.

Cuando llegaba a la Puerta de Versalles con sus edificios de las exposiciones, sus casas modernas tan feas y aquellas nueve chimeneas imponentes que echaban humo en el ambiente gris, le entraba una profunda tristeza y suspiraba.

Por la mañana tampoco era nada alegre la salida de casa. En estos días de invierno la niebla fría y gris inundaba la calle. Las chimeneas vomitaban su humo negro. Pasaban carros de traperos, llenos de sacos, y los camiones de la limpieza con cierto aspecto de máquinas de guerra. La gente, con aire encogido, corría a coger el Metro, y todo, personas y cosas tenían aire de sombras.

La vida y el movimiento de París, a Laura le daban miedo. El verse sin protección en este ir y venir de la multitud le espantaba. Muchas veces pensaba si sería mejor para ella ir a refugiarse a Etchebiague y meterse en aquel rincón. Pero, ¿qué iba a hacer allí siempre? Era enmohecerse en la soledad. Además no tendría medios de vivir. El pueblo grande, su barullo, su sensualidad, le producían pánico. ¿Encontraría alguna vez el hombre para acogerse a su protección? Pensaba que sería difícil.

Mercedes se adaptaba, hablaba con unos y con otros y se ocupaba de los crímenes que contaban los periódicos.

Laura no quería leer estos crímenes terribles, le daban terror. Si llenaba la imaginación con aquellas historias, de noche se asustaba y pensaba en hombres escondidos y tenía que cerrar con llave la puerta del cuarto.

Cuando veía durante el invierno por los bulevares exteriores a los chicos de las escuelas en fila con sus bufandas y sus abrigos y sus carteras, le entraba una gran compasión por ellos. ¡Qué infancia más pobre la de estos niños de las grandes ciudades!

Esta sensibilidad, esta hiperestesia para el dolor de los demás y para el suyo, le achicaba el espíritu.

Laura copiaba o cortaba en su cuarto los artículos y notas señalados antes por ella y revisados después por el profesor y los iba pegando en papeles. A veces, Camila Trousseau le señalaba otros textos útiles que recoger.

A la hora de cenar, entre las tres mujeres arreglaban la mesa, ponían el mantel y los cubiertos y cenaban lo preparado por Mercedes, que se excedía. Después Camila y Laura fregaban los platos y los secaban.

—La verdad es que estamos resolviendo nuestra vida con cierta facilidad —le decía Laura a Mercedes.

—Sí, es cierto.

—¿A ti no te asombra?

—A mí, no.

—Pues a mí me choca muchísimo. Yo veía en perspectiva cosas muy negras.

Como Camila le había indicado a Mercedes, que naturalmente no tenía que pagar nada, se lo dijo también a Laura, que no hacía más que cenar con ellos, y esta, dos o tres veces a la semana, compraba un postre que tenía gran éxito casi siempre.

Camila le consultaba a Laura sobre algunas cuestiones prácticas de español. Era, la profesora, muy entusiasta de España. Sus alumnas iban tomando algunas costumbres españolas. Firmaban con el nombre y con los dos apellidos, paterno y materno. Había, según decía, algunas judías y estas se destacaban por su viveza, por su ingenio y también por cierta adulación y servilismo con la profesora.

Mercedes estaba tranquila y animosa, sus proyectos giraban alrededor de su hijo. Laura se hallaba más inquieta. No sabía qué hacer. La casa de Madrid probablemente destruida, el final de su hermano que no conocía, la carrera sin terminar, todo esto le preocupaba. Era inútil, porque de esta preocupación no podía obtener absolutamente ningún provecho, pero pensando en ello se desazonaba y muchas veces le entraba la melancolía y no podía dormir y al llegar un día de fiesta se quedaba en la cama.

Mercedes se sentía un poco maternal con Laura.

—Tú debes obedecerme —la decía a veces con fingida severidad.

—¿Por qué?

—Porque soy madre de familia.

Laura se echaba a reír. Mercedes la cuidaba y la trataba con una ironía cariñosa.

—¡Pobre hija mía! —le decía en broma—. Es mi hija. Es como un corderito. No tiene fuerza para vivir esta vida asquerosa y dura y hay que cuidarla.

—¡Ríete de mí!

—¡Yo, qué me voy a reír de ti! Si soy tu madre y te quiero más que doña Paz, que es una vieja un poco tonta que no te comprende. A ella no le parecen bien más que las personas que van y vienen y saben de cuentas, pero como tú no sabes nada de esas cosas, te desprecia.

Un día le dijo:

—A mí no me sorprendería nada llegar a quererte a ti con amor.

—No me digas barbaridades, porque me asustas —le replicó Laura.

—¡Qué quieres! —replicó Mercedes riendo—. Tienes un aire de corderito dulce y suave y parece que acariciarte a ti debe ser como acariciar a un niño pequeño —y la besó en la mejilla. Luego añadió en broma—: No te he besado en la boca para que no te alarmes.

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