Laura

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SEGUNDA PARTE » V · El pájaro prisionero

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V

EL PÁJARO PRISIONERO

Una muchacha con la que intimaron Laura y Mercedes fue una compañera joven de Camila. Había llegado de una capital de provincia y empezaba a dar clases en el mismo Liceo.

La profesora Gabriela era muy amable, muy ingenua, con un fondo de bondad y de gracia. Después de largos estudios tenía a veces la sospecha de que había perdido el tiempo y de que por el camino que llevaba no iba más que a una vida pobre y mediocre.

Gabriela era del Mediodía y había vivido en un pueblo pequeño; sentía un gran entusiasmo por el campo, por el sol y el aire. En la adolescencia la convencieron los profesores de que debía estudiar y comenzó el bachillerato y luego la carrera y llegó a hacer oposiciones y las ganó. Ya terminadas, y con un cargo oficial, pensaba que hubiese sido mejor para ella no estudiar nada y dejarse vivir en el campo sin preocupaciones ni disgustos y casarse con un aldeano y ser madre de familia.

El ambiente de París, la oscuridad, la humedad, le molestaban mucho. Se sentía como un pájaro enjaulado y recordaba con nostalgia su aldea y el paisaje soleado.

—Cuando venga el verano irá usted allá —le dijo Laura.

—Sí, iré, pero me parece que he perdido la vida.

Esta muchacha tenía unas ideas y una timidez infantil. Creía que todo el mundo sabía más que ella.

Vivía con su madre en un entresuelo de la calle de Varenne con un balcón a un patio con árboles en medio de un gran silencio. La madre trabajaba y la hija volvía de sus clases a veces rendida.

En aquella casa reinaba un ambiente tranquilo y conventual. No llegaban los gritos y estridencias de la calle. Gabriela tenía sus dificultades. Contó a Laura en broma sus primeros ensayos de profesora de Liceo. Estuvo durante algún tiempo en París sin cargo fijo, y luego la enviaron a una capital de provincia.

—En el Gran Hotel del pueblo —dijo Gabriela— no había cuarto de baño. El primer día que quise tomar un baño, al pronto vi que producía sorpresa. ¿Es que pasa algo?, pregunté.

—No, no. Es que no hay baño en el hotel —me respondieron.

—Yo creí que esas cosas estarían muy bien aquí en Francia —dijo Laura.

—No. Se conoce que en los pueblos cuanto más tradicionales y más artísticos son, hay menos confort.

—¿Y ese era un pueblo tradicional?

—Sí. Luego mi madre y yo —siguió diciendo la profesora— alquilamos una casa en la ciudad. La dueña se las echaba de aristócrata y vivía sacrificándolo todo al buen tono. Tenía una criada y a veces esta le echaba en cara sus trampas y sus tacañerías. Armaban entre las dos grandes escándalos. Esta señora había dividido su casa en habitaciones muy pequeñas para sacarle mayor rendimiento, pero no quería tener en ella más que personas religiosas.

—¿Pero es que no había más que gente religiosa en el pueblo?

—La mayoría lo era. Se hablaba de una maestra socialista que solía ir en las manifestaciones con una bandera roja, a quien todo el mundo consideraba como un energúmeno femenino. Después mi madre y yo creímos hacer un gran hallazgo. Vimos una villa de buen aspecto con un jardín con flores al lado de una carretera. Alquilamos un piso de la casa. Mi madre pretendió que la dueña nos diera las llaves de la habitación que ocupábamos porque aquella mujer entraba con frecuencia en nuestro cuarto sin avisar. «¿Y para qué quieren llaves? Esta es una casa segura y honesta», nos decía. Nos chocaba a las dos que de noche se oyera abrir y cerrar puertas y que hubiese gente que entraba y salía. Una mañana, temprano, al pasar por la carretera en una villa próxima, vi a una chica de mi colegio y le pregunté:

»—¿Usted vive aquí?

»—Sí.

»—Quisiera hablar con alguno de su familia.

»La chica me hizo pasar a la casa y me presentó a su padre. Yo le hablé y le expliqué dónde vivíamos y las sospechas que íbamos teniendo. El hombre, que era un tipo grueso y sanguíneo, nos dijo que la villa que habíamos alquilado tenía muy mala fama.

»—¿Y por qué no nos lo han advertido? —pregunté yo.

»—No tiene uno la obligación de desacreditar el pueblo —contestó él.

»Era el espíritu miserable, mezquino, de la ciudad pequeña.

»Entonces mi madre y yo fuimos a la policía, porque habíamos pagado un mes por anticipado, y el comisario hizo que se presentara la dueña de la villa y nos devolviera el dinero. Así anduvimos de un lado a otro.

La profesora decía que de chica había sido muy celosa de su madre y que cuando algún hombre se acercaba a hablarla creía que se iba a casar con ella y a llevársela, lo que le daba mucha rabia.

A Laura le sorprendía, y quizá no le debía de haber sorprendido, que gente de París y de un medio intelectual fuera tan sencilla y tan ingenua como podían serlo personas de una aldea o de una pequeña ciudad.

Esa idea de que la gran ciudad pervierte y complica y hace a la gente alambicada y pérfida, es una idea romántica que no tiene base ninguna. Todos los elementos que puedan producir la ambición, la codicia, la sensualidad o la doblez, aparecen en la ciudad pequeña y hasta en la aldea.

Quizá solamente la sensibilidad o por lo menos una clase de esta se da con más frecuencia en el tumulto ciudadano que en la paz campesina.

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