Laura

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SEGUNDA PARTE » VI · Noticias de Madrid

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VI

NOTICIAS DE MADRID

Un día se le presentaron a Laura, a la salida del hospital Baudeloque, dos señores ya viejos, españoles, un antiguo discípulo de su padre el profesor Monroy, en compañía de un militar retirado. El discípulo antiguo era ingeniero geógrafo, venía huyendo del lado rojo y tenía el proyecto de ir a Colombia. El militar resolvía la vida en París jugando al bridge y al ajedrez, en lo cual era una especialidad.

Como el ingeniero conocía a Laura, cuando supo que Mercedes vivía con ella, les convidó a las dos a comer en un restaurante español próximo a los grandes bulevares, en donde el militar tenía vara alta porque el amo era un discípulo suyo de bridge.

Se citaron al día siguiente, que era de fiesta, a la salida del Metro Montmartre.

—Nos darán una buena comida —dijo el militar—, porque el hombre me admira como jugador de bridge. —Luego añadió, dirigiéndose a Laura y a Mercedes—: Pidan ustedes algo que no sea corriente.

Mercedes optó por una perdiz y Laura por un lenguado.

El patrón se excedió.

—Aquí hemos convidado el otro día a una discípula mía muy guapa —dijo el geógrafo.

—Mejorando lo presente… —indicó burlonamente el militar.

—Y con perdón de la mesa —añadió Mercedes, con ironía.

—¿Y qué dijo la discípula? —preguntó Laura.

—Pues la discípula resultó que sabía tanto de cocina como el cocinero de la casa.

—Aquí mi amiga Mercedes es una maestra —dijo Laura.

—No, querida amiga, no tanto.

Charlaron de todo durante la comida. El geógrafo se mostraba ameno, original y observador.

Hacía observaciones científicas en las calles parisienses y en los cafés, como si hubiera estado en un país desconocido y lejano. El militar se mostraba muy burlón.

—Como yo soy de puerto de mar —dijo el geógrafo— me gusta ver a las mujeres comer pescado.

—¿Y por qué? —preguntó Laura.

—Toman un aire gatuno muy gracioso. Las que comen carne tienen más facha de hombres…

—¡Muchas gracias! —dijo Mercedes—. Supongo que eso de parecer hombres, para usted no es un elogio ni mucho menos, pero tiene usted razón. Laura come pescado como un gato.

—No sé cómo quieren ustedes que coma —replicó ella.

—Usted no haga caso. Oiga lo que se dice y siga.

El geógrafo continuó con sus observaciones.

El Metropolitano era para él una de las cosas más admirables de París. Era la realización de una utopía del tipo del comunismo libertario. Allí no había empleados que mandaran en el público, ni autoridad, ni nada. Cada cual hacía lo que le daba la gana, evidentemente, sin estorbar; en las estaciones, los que tenían que entrar esperaban sin precipitarse a que salieran los que tenían que salir; todo esto lo había convertido el público en costumbre porque era para él lo cómodo. El viajero, si quería, podía pasarse un día dando vueltas por todas las líneas del Metro, pero como no le servía para nada, no lo hacía nadie. Seguramente, si estuviera prohibido, alguno lo hubiera hecho, pero no estándolo, no.

—Yo tengo mi campo de observación en el Metro —siguió diciendo el geógrafo—. Se asegura que en el Metro, en París, no se suelen encontrar mujeres guapas y elegantes, lo que no es del todo cierto. Claro que en general no van las duquesas, ni las millonarias.

—¿Y qué observaciones importantes ha hecho usted en el Metro? —le preguntó Laura.

—Yo tengo la tesis de que en toda Europa hay como dos polos de la raza blanca; el uno el tipo atlántico occidental y el otro el tipo oriental chino o achinado. El occidental de cara larga, nariz larga, cabeza también larga, ojos muy rectos y a veces con tendencia a tener cierta inclinación para abajo en las comisuras exteriores, y el oriental de cara cuadrada con los pómulos pronunciados y los ojos oblicuos. Exagerando la nota, se podría decir que hay dos tipos: el moro y el chino.

—¿Y eso lo ha comprobado usted en el Metro?

—Sí. Por cierto que esta idea se considera como algo insultante, no sé por qué.

—¿En dónde?

—Aquí, en París, entre los amigos franceses, yo creo que debe de haber muchos núcleos genéticos desde el Atlántico al Pacífico; cuántos, no se sabe.

—¿Cómo? ¿Núcleos genéticos? ¿Qué quiere decir eso?

—Puntos donde ha brotado el hombre. Yo creo que los atlánticos medio europeos, medio africanos, han dado origen, transformándose, a los mediterráneos y a los nórdicos europeos por cruce o por influencia del medio. Respecto a los tipos achinados yo no afirmo que hayan venido del lado asiático, porque todo hace pensar que antes había razas primitivas en Europa de aire mongoloide.

—Nos presenta usted unas cuestiones de las cuales no tenemos idea —dijo en broma Mercedes.

—Pero que son importantes. En la raza blanca se da una degeneración que produce el tipo mongoloide; puede ser que sea una regresión, un salto atrás. En los genios se presenta esta con frecuencia; así Beethoven, Schopenhauer, Paul Verlaine, Balzac, Goya, y otros muchos tenían cierto aire de mongoles.

El geógrafo, como vio que no le atendían gran cosa ni Laura ni Mercedes, abandonó sus explicaciones antropológicas, reconociendo que no interesaban.

El militar se lamentaba de la miseria de la vida. Todo iba subiendo automáticamente de precio, la casa, la comida, el autobús y el Metro… ¿Dónde acabaría esto? Había tenido que ir a legalizar su firma a un consulado americano para un contrato de un libro de juegos de cartas que quería publicar allá y le habían llevado por la legalización de la firma seiscientos francos.

El fisco se quedaba con todo. En una sociedad así, las ideas románticas, amistades, amores, heroísmo, eran mentira, repeticiones de fórmulas pasadas. El dinero, según él, no permitía estas fantasías.

Únicamente España estaba dando un ejemplo de romanticismo, pero pasado el momento se hundiría como todos los países en la vida prosaica y mercantil.

Contó algunas cosas muy románticas de la guerra española, entre mil bestialidades; un obispo había salvado a un revolucionario, teniéndolo en su palacio y llevándolo después a Portugal; dijo que muchos se habían salvado haciendo signos masónicos, entre ellos el signo del peligro, de détresse.

—¿Y cómo es? —preguntó Laura.

—No lo sé. He intentado aquí sonsacar eso a un masón y me ha dicho: Si sigue usted por ese camino y con esas preguntas, no puedo hablar con usted.

—¡Qué lástima! Saber eso sería lo más curioso —dijo Mercedes.

—A ustedes no les puede servir, aunque estuvieran en peligro, porque no hay mujeres masonas en España.

El militar, en la conversación, habló de Margot Mac Donald.

—¿Qué fue de ella? —preguntó Laura.

—La fusilaron en Madrid.

—¿Cómo? ¿La fusilaron?

—Sí. Dicen que hacía espionaje a favor de los blancos, con un aparato de telegrafía sin hilos que disimulaba con una máquina de escribir. Aseguran que pertenecía al Círculo Azul del falangismo…

—No hemos oído hablar nunca de eso —indicó Mercedes—, ni sabemos lo que es.

—Yo tampoco lo sé, pero supongo que será algún comité directivo. El caso es que la mataron.

—¡Qué mujer! ¡Qué destino!

—Estuvo muy valiente. Salió de la cárcel a tomar el auto, muy guapa, elegantísima, con los labios un poco pintados, sonriendo a un lado y a otro…

—¡Qué valor!

—Se dijo que uno de los milicianos quiso salvarla… y que ella dijo que no… que prefería que la mataran a vivir entre los rojos…

—¿Y cómo se metió en ese Círculo Azul? —preguntó Mercedes.

—No sé; parece que ha habido en el lado rojo y en el blanco unas sociedades de espionaje de mujeres en que se mezclaban señoras de la aristocracia, marquesas, cómicas, bailarinas… Entre los rojos había una que llamaban la Sim.

—Yo no he oído nunca hablar de ella —dijo Laura.

—Parece que es una policía. SIM. Servicio de informaciones militares. Estilo ruso.

—Hasta nosotros no han llegado esas noticias —indicó Laura.

—Historias hay a montones. A otra muchacha amiga, de familia conservadora, la llevaron presa a una alcaldía para fusilarla, y un militar rojo, joven y de buen aspecto, al verla tan guapa le ofreció casarse con ella para salvarle la vida. Se casó, y al ir a ver a su padre que estaba escondido, le dijo lo que le ocurría. El padre le gritó: «No quiero verte más».

»La muchacha se fue con el militar y tuvo la mala suerte de que al marido lo mataron en el campo, y después, desamparada, tuvo que echarse al surco.

—Y del novio de Margot, ¿se supo algo? —preguntó Laura.

—Esa es otra historia. El novio de Margot, Juan Brabo, estaba muy enamorado de ella y cuando supo lo ocurrido y cómo le habían secuestrado y luego fusilado a su novia, sintió un deseo de venganza terrible. Se mezcló en el espionaje contra los rojos e iba a hablar a una emisora de radio clandestina de los Cuatro Caminos, donde le daban lo necesario para vivir. No tenía documento ninguno más que un carnet de falangista, de aspecto igual al de los milicianos, y cuando le pedían la documentación lo enseñaba y pasaba. Un día, al marchar por la Ciudad Lineal lo detuvieron y el miliciano, que sabía leer, leyó el carnet de arriba abajo.

»¿Así que tú eres Juan Brabo? ¡Hombre! Pues no sabes lo que nos alegramos. Te andábamos buscando. Hala. Vente con nosotros.»

»Entraron en un auto, Juanito, tipo pálido y sonriente e interiormente de una violencia extraordinaria, llevaba solo pensamientos de venganza. Se le ocurrió gritar como decían que habían hecho otros al pasar delante de un retén de los rojos y hacer que los fusilaran a él con los que iban en el auto. No cruzaron por sitios donde hubiera grupos de milicianos.

»Al bajar y pasar cerca de un merendero, Juanito dijo:

»—¿Qué? ¿No vamos a beber algo? Yo aquí tengo cinco duros que me han dado por decir unas cuantas verdades a los rojos. Si queréis los bebemos.

»—Bueno. Vamos.

»Entraron en el merendero. Bebieron y alguien pidió unas cartas. Juanito lució sus gracias madrileñas un poco chulescas.

»—Este es un tío valiente —dijo el jefe de los milicianos—. ¿Para qué lo vamos a matar?

»—Pues entonces, ¿qué hacemos con él? —preguntó otro.

»—Dejarlo escapar.

»Lo dejaron en la estación de Vallecas y Juanito se fue.

—¿Y usted estuvo mucho tiempo en Madrid? —preguntó Laura al militar.

—Sí.

—¿Y no le pasó nada?

—Nada mayor. Una noche sí, me registraron la casa los de la Brigada del Amanecer; el propio García Atadell.

—¿Ese que prendieron en Canarias? —preguntó el ingeniero.

—El mismo.

—¿Y que luego agarrotaron en Sevilla?

—Ese.

—¿Y qué tipo era?

—Era un hombre todavía joven, moreno, de lentes; más que obrero parecía un señorito. Se presentó, habló de un modo fino. Dijo que él dependía de la Dirección de Seguridad y que habían denunciado mi casa. —Bueno; pasen ustedes, les indiqué yo. Entraron los chacales, como les llamaban. Por cierto que entre ellos iba una mujer. Les dirigía un lugarteniente que creo que se llamaba Penabad, que había andado por América. Hicieron un registro y uno de los milicianos vino con un tomo de los Episodios Nacionales, de Galdós, que había encontrado en mi armario. «¿Cómo tiene usted este libro con bandera monárquica?», me preguntó. «Vea, le dije, la fecha de impresión». No se quiso convencer y llamó a Atadell, que de mal humor gritó: «¡Deja eso ahí, idiota! Vámonos». Y se fueron. Si hubiera sabido que era Atadell el visitante, me hubiera echado a temblar.

—¿Era hombre terrible?

—Terrible. Había echado al otro mundo con su cuadrilla cuatrocientas o quinientas personas para robarlas.

—¡Qué bárbaro! ¿Y cómo terminó? —preguntó Laura.

—¿No han oído ustedes? Se escapó, me parece que de Valencia, con unas maletas llenas de oro y joyas a Marsella, y de aquí salió en un barco inglés que iba a América y no debía tocar en ningún puerto español. Sin embargo, el barco paró en Canarias no se sabe por qué. La policía reconoció el barco, lo detuvo y unos meses después lo llevaron a Sevilla, donde lo agarrotaron.

—¿Y era de esos de la FAI?

—No. Era socialista. Últimamente estaba de tipógrafo en el periódico del partido y antes en el ABC. Había sido un católico, un místico, y lo seguía siendo.

—Se ve que hay gentes como fieras —indicó Laura.

—El caso de López Ochoa fue también duro —siguió diciendo el señor—. Parece que este general estaba en el hospital militar de Carabanchel. Cuando comunistas y socialistas lo supieron, fueron agrupándose alrededor del hospital con intenciones aviesas. Entonces se dijo que el director del hospital le indicó a Ochoa: «No veo más manera de salvarlo que decir que usted ha muerto». Después se le lleva dentro de un ataúd al depósito de cadáveres y por la noche se entierra el ataúd vacío y usted se escapa. López Ochoa aceptó; se echó a correr la noticia de su muerte, lo condujeron al depósito de cadáveres dentro de la caja y, cansado de esperar, se incorporó: Alguien le vio, lo descubrieron, lo llevaron hacia Madrid y en el puente de Toledo le mataron y le cortaron la cabeza, que pasearon por las calles.

—¡Qué bestialidad! ¿Y mataron mucha gente? —preguntó Laura.

—Mucha. Yo tuve que ir al depósito porque una señora amiga me pidió que averiguara el paradero de un hijo que había desaparecido y vi un gran álbum que había allí con fotografías de muertos.

—¿Y para qué hacían eso? —preguntó Mercedes.

—Sin duda para identificar los cadáveres. En el depósito había un álbum de los muertos en Madrid, y en la Diputación otro de los encontrados en las carreteras y en los campos de la provincia.

—¿Y cuántos habría?

—Miles. La impresión que daban era extraña. Se veían caras demoniacas con un aire de desesperación terrible.

—¡Qué horror!

—Entre los escritores —siguió diciendo el militar— ha habido rasgos de una crueldad canallesca, cómica y al mismo tiempo espantosa. El de un licenciado de filosofía y letras que en el periódico Claridad escribía artículos contra algunos colegas presos e impulsaba a los milicianos a que los fusilaran e iba a ver si los sacaban de la cárcel, lívido de odio y de envidia. Había otro que hacía lo mismo en el periódico La Voz y denunciaba a periodistas, a cómicos, a gentes sin ninguna importancia, acusándoles de fascistas y pidiendo su eliminación física. También es extraordinario el caso de un poeta bohemio que consiguió ser el jefe de una partida y tener prisionero a otro poeta a quien llevó varias veces a una pared y le decía: —No te fusilo por antirrevolucionario, sino por mal poeta—. Y tuvo dos veces al rival amenazado de muerte e hizo que le dispararan sin bala hasta que el pobre diablo, por la emoción, se volvió medio loco.

—¡Qué barbaridades! —exclamó Laura—. ¿Es que seremos nosotros los españoles peores que la demás gente del mundo?

—Creo que si nos rascan a todos, a los de aquí y a los de allá, y nos quitan la corteza, apareceremos igualmente bárbaros. Claro que muchas cosas no se sabe hasta qué punto son ciertas. Aquí le dicen a uno: «A Fulano le han fusilado», y a los pocos días le cuentan que está en San Juan de Luz o en Perpiñán. No se sabe nada.

Después de comer, el ingeniero dijo a las muchachas:

—Les acompañaré a ustedes, porque yo vivo cerca de su calle.

—Yo también voy hacia allí —repuso el militar—, tengo en un café de Montparnasse una partida de mus y los franceses nos miran con bastante asombro, primero porque es un juego en que apenas se habla, y luego porque se usan fichas para apuntar los tantos; así que les da a los espectadores una impresión de misterio.

—¿Y qué son los jugadores? ¿Españoles?

—Ah, claro. Entre ellos hay un aragonés que dice que trabaja de faquir, un gitano que es escultor, un cura madrileño y gente por el estilo.

Tomaron los cuatro el Metropolitano, y el militar se quedó en la estación de Montparnasse.

—¿Qué tal es el barrio de ustedes? —preguntó el geógrafo.

—Es un barrio pobre y mísero, no tiene nada que celebrar —contestó Laura.

—En París, a pesar de su belleza, hay mucha cosa negra aún. ¿No han andado ustedes por la calle Mouffetard y los alrededores?

—No.

—Pues hay mucho rincón oscuro y laberíntico por ahí. Yo vine por primera vez hace años a pasar una temporada a una casa de la rue Saint Jacques y andaba por esos barrios entre el Val de Grace y el Jardín de Plantas. Me queda una vaga idea de que todo eso era un poco siniestro y he andado ahora por esas calles y verdaderamente es sombrío, tétrico. ¡Qué calles! Esa calle Broca que la están derribando, ¡qué pasadizos tiene!, ¡qué oscuridad!, ¡qué negrura! El París de Balzac de hace cien años debía de ser algo terrible.

Luego el geógrafo preguntó a Laura si necesitaba alguna cosa; si podía hacer algo por ella.

—Nosotras vamos arreglándonos —dijo Laura—. Mi amiga es la que no ha encontrado nada todavía.

—¿Y qué quiere usted encontrar?

—Yo me contentaría con ser vendedora en un almacén —dijo Mercedes.

—Pues yo conozco a una muchacha que está en relaciones con un médico judío y que es enfermera de los empleados de un gran bazar. Gana muy bien su vida. Yo la acompañaré a usted a verla, porque tiene mucha influencia. Deme usted sus señas y yo la escribiré.

Efectivamente, el ingeniero geógrafo llevó a Mercedes al despacho de aquella señorita y la colocaron en seguida en un gran almacén. Tuvo que abandonar la cocina y Camila tomó una asistenta, y desde entonces empezó a comerse mal en casa de la profesora.

Mercedes se reservaba para los días de fiesta, en los cuales se dedicaba a hacer platos complicados y sabrosos.

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