Laura

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SEGUNDA PARTE » VII · Colette y su marido

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VII

COLETTE Y SU MARIDO

Mercedes llevó a Laura a que conociera a Honorina, la dueña del pequeño bazar de la calle donde vivían y con quien tenía buenas amistades. A Laura le pareció una mujer de aspecto un tanto siniestro. Era pequeña, de ojos azules, como de cristal, con un perfil agudo, la piel marchita y amarillenta; llevaba peluca de color de estopa. Miraba al que no conocía, pocas veces de frente.

Aquella mujer había padecido sin duda una enfermedad terrible de aire de maldición bíblica.

Laura no hubiera sabido diagnosticarla. Había quedado envejecida y sin pelo. Al mismo tiempo parecía como desecada por una pasión intensa. ¿Cuál sería esta pasión? ¿Amor? ¿Envidia? Manifestaba evidentemente odio por las mujeres. Durante mucho tiempo, por lo que dijeron, vivió sola, no iba nadie a su casa; después aceptó a la sobrina, que era amable y simpática con todo el mundo.

Mercedes admiraba a Honorina por su energía en trabajar y por vivir sin el menor entusiasmo ni ilusión.

Esta mujer de tipo tan duro tomó cariño por Mercedes, de quien hablaba con una sonrisa de amistad.

A la casa solía ir de asistenta una mujer cuadrada, rubia, rechoncha, sonriente, que debió ser muy guapa en su juventud. Tenía un tatuaje en el brazo derecho. Se llamaba Colette. Iba también a casa de Camila, los sábados por la mañana, a hacer la limpieza. Laura charlaba con ella.

—¿Por qué se puso usted eso? —le preguntó una vez, señalándole el tatuaje.

—Pues verá usted —le contestó ella—. Cuando era muy jovencita tenía un novio en el pueblo, que era compañero de juegos de la infancia. Este cayó enfermo, tísico. Era un muchacho caprichoso y de ideas raras. Un día me llamó al hospital y me dijo que se había pintado de una manera indeleble en el pecho mi nombre y que si yo quería me pondría el suyo en el brazo. Así seríamos el uno para el otro hasta después de la muerte. Yo le dije que me parecía bien y me puso su nombre, picándome con un alfiler, en el brazo. Por cierto que me dolió.

—¡Qué absurdo!

—¿Le parece a usted?

—Claro. ¿Y qué pretendía con eso?

—Pretendía que yo me considerara como de su propiedad.

—Como si fuera usted una vaca.

—Él también se tenía como mío. Son las fantasías de los enamorados.

—¿Y luego murió su novio?

—Sí.

—¿De dónde es usted?

—Soy del Norte, de un pueblo muy bonito.

—¿De una aldea?

—Sí, de una aldea muy pequeña.

—¿Y se vive a la antigua?

—Sí, mucho.

—¿Se cree en hechizos y en cosas así?

—Sí. Cuando yo era niña había una vieja muy vieja y se la veía sentada a la puerta de su casa mirando a la luna o a las estrellas. Era una mujer que decían que hacía mal de ojo. Un día, unas cuantas chicas pasamos a la cocina de su casa porque ella nos invitó. Tenía una chimenea alta, y arriba de la chimenea, entre las llamas, nos enseñó a unos diablos vivos que saltaban.

—¿Pero cómo diablos vivos? —le preguntó Laura.

—Sí, unos diablos.

—¿Pero usted cree que hay diablos?

—¡Ah! Yo no sé, pero eso decían.

—¿Y brujas habrá también?

—También.

En su aldea, por lo menos, había unas viejas de esas que, según se contaba, curaban con hierbas y decían el porvenir consultando con una gallina negra, o mirando el vuelo de los pájaros, o dejando en un platillo los posos del café.

Laura le preguntó si conocía la vida interior de Honorina y si era verdad que había tenido un desengaño amoroso.

—Sí, he oído decir que ha tenido una historia de amor —contestó Colette—, que en su juventud ha sido muy guapa, que un hombre la engañó con una amiga suya y que después tuvo una enfermedad. Algunos dicen que esto podía ser consecuencia del desengaño amoroso. No sé. Es lo cierto que ha sido una cosa terrible, que le ha dejado la piel llena de manchas y la cabeza sin pelo.

—Pero eso yo no creo que pueda ser de un desengaño.

—Yo tampoco. Esos desengaños obran en el estómago. Yo ya tuve uno, pero me dio más ganas de comer que otra cosa.

Laura celebró el antiguo desengaño amoroso de Colette, que en vez de quitarle el apetito se lo aumentó.

—Pues fue así. Sin duda yo no soy sentimental.

—¿Y Honorina cree usted que lo es?

—Así me parece. Al principio Honorina mostraba siempre gran odio por los hombres y por las mujeres, pero ya se le va pasando y cuando trajo a vivir con ella a su sobrina, cambió y se humanizó mucho.

—¿Se entiende usted bien con su patrona? —le preguntó Laura.

—Sí, porque me necesita —contestó ella.

—¿Tiene mal carácter?

—Sí, pero todo se le va en palabras amargas.

—¿Y es rica?

—Parece que mucho.

—¿Y no tiene miedo de vivir casi siempre sola?

—No. Es muy valiente. Tiene una pistola guardada en el cajón de la mesa. Una vez, de noche, oyó ruidos en la tienda y se presentó con la pistola en la mano. Había un hombre con careta y todo, y al ver que le amenazaban salió corriendo como un gamo.

—No me choca. Honorina con una pistola debe parecer algo terrible.

—Un fantasma.

—¿No tiene familia aquí o fuera de aquí?

—Sí, la señorita Visitación.

—¿Qué es? ¿Sobrina?

—Eso dicen.

—¿Cómo eso dicen? ¿Es que usted no lo cree?

—Las malas lenguas dicen que es hija suya.

—¿De verdad?

—Eso se cuenta. Lo cierto es que se parece mucho a ella. Aquí una mujer amiga de los Brunot asegura que Honorina tuvo una hija de su amante: Visitación; y que la llevó al campo a que la criaran; que luego volvió a quedar embarazada y por entonces la abandonó el hombre; que ella se decidió a abortar y que poco después le vino la enfermedad. Visitación, hasta hace dos o tres años no venía aquí; estaba en el colegio. Ahora Honorina ya se siente vieja y sola, y va cediendo y le va a dejar su fortuna. Su amiga de usted, la señorita Mercedes, ha conquistado a esta mujer, yo no sé cómo. Le ha dicho cuatro cosas, le ha dado una palmada en el hombro y ya la tiene a su favor. Por ella haría cualquier cosa. Cuando le habla se le cambia la cara y sonríe…

—¿Y cómo la conoció usted?

—La señorita Honorina tenía una criadita pequeña a la cual yo no sé si mataba de hambre o no la dejaba salir, el caso fue que la chica esta se escapó de casa y no volvió. Entonces a mí, que vivía en la vecindad de un ruso que tiene El Yogourt del Cáucaso…

—No sé quién es.

—Un ruso que tiene una tienda de comestibles en nuestra calle, que se llama así. Pues ese ruso me preguntó si quería ir de asistenta a casa de Honorina y fui. Me quiso tratar rudamente, pero yo le paré los pies. Después llamó a mi marido, que es español, por si quería arreglar el tejado y la buhardilla de la casa, y fue, y se han hecho los dos muy amigos y tienen largas conversaciones. Mi marido a veces parece un bruto, pero tiene mucho arte para ganarse a la gente y le dice bromas y ella se ríe.

—¿Así que su marido es español?

—Marido no es, porque no nos hemos tomado el trabajo de ir a la alcaldía o a la iglesia… Pero en fin, es mi hombre y hemos tenido dos hijos.

—¿Y qué trabajo les costaba ir a la alcaldía?

—Es igual. ¿Qué nos importa eso? ¿A quién conocemos? Tenemos que trabajar mucho para ganar un pedazo de pan y la respetabilidad nos tiene sin cuidado.

—Eso de trabajar es nuestro destino —le dijo Laura.

—Ah, señorita, usted acepta eso con mucha calma. A mí muchas veces me indigna porque hubiera querido vivir mejor y divertirme.

—¿Usted habrá sido muy guapa?

—Eso decían… no crea usted que no me he divertido… pero ahora…

Laura conoció al hombre de Colette, un murciano que llevaba ya quince o veinte años en París.

Este hombre, muy alegre, le dijo que hablaba en su casa el castellano para que su chica y su chico no lo olvidaran y no supieran solo francés.

—¿Y usted trabaja aquí en París? —le preguntó Laura.

—Yo hago de todo; he sido albañil y he trabajado en estos batimán hasta crevar —le contestó él para demostrar sus conocimientos hispánicos.

—Así que ha sido usted principalmente albañil.

—He sido también chofor y brocantor, he bricoleado siempre buscando el buló. En el batimán donde ustedes viven he trabajado yo. En este cardé todo el terreno está lleno de trus, pero que no crea usted, que son muy grandes, porque llegan hasta las cameras y París está lleno de cameras. Lo mismo da que los llene usted de cimento y ponga usted una buena putra. La putra se gonfla y se gonfla y no resiste. Se le agujerean a usted los parqués en un momento. ¡Ah, mi Dios! Hay que tener buena pepeta para hacer un batimán así.

A Laura le pareció muy cómico que este murciano quisiera enseñar a sus hijos un lenguaje híbrido de francés argótico que él creía que era el español.

—¿Y tiene usted una hija? Creo que muy guapa.

—Sí, es guapa. Está ahora estudiando. Yo la defenderé que se futre de la familia y ande ahí como las chicas del cardé, que son una lufocas. Esas salen del atelié y están ahí en la calle con los mozos besándose y cuando van a casa y les reprochan que han tardado, dicen: «Una media hora de rabió.» Esas se fishan de todo.

¡Qué idioma el de aquel murciano!

Laura fue a ver otras veces a Honorina. Era una mujer de facciones correctas y debía de haber sido bonita como su hija o supuesta sobrina. Cuando no mostraba su expresión habitual de indiferencia o de cólera, llegaba a tener una sonrisa agradable. El gesto corriente de rencor le daba su aire extraño y sombrío.

La asistenta de la casa, Colette, decía:

—A la señorita Honorina, desde que habla con frecuencia con Visitación y con Mercedes, se le va pasando el mal genio.

Colette no necesitaba cambio de esta clase para tener buen humor. Todo lo encontraba alegre y divertido y para ella no había ningún motivo de tristeza o desesperación. Únicamente cuando pensaba en el trozo de pan que había de ganar con esfuerzo hacía muecas de disgusto.

Por entonces llegó a París el doctor Bearn, el médico de Bayona, amigo de Ansorena, que había atendido a Mercedes en Etchebiague.

Parecía que tenía algo que hacer. Se presentó en casa de Camila con su aire fuerte, sonriente y confiado.

Convidó a comer a Mercedes y a Laura, habló extensamente con Camila y las llevó a las tres al cinematógrafo.

Al día siguiente el doctor Bearn, a quien le había dicho Laura que por la mañana iba a la clínica Baudeloque, se presentó en el hospital y la acompañó al bulevar Montparnasse donde trabajaba con el profesor. Laura supuso que Bearn quería enterarse de la vida que hacía Mercedes.

—¿Qué le pasa a Mercedes? —le preguntó—. Me ha parecido encontrarla muy preocupada.

—Preocupada, no —contestó Laura—. Mercedes es una mujer que se está revelando como un carácter muy firme que acepta los hechos consumados. Ella se ha dicho: Ya no me van a querer y voy a poner toda mi preocupación, primero en ganar la vida, y después en mi hijo. Esta actitud no le cuesta ningún esfuerzo. Está aquí como si hubiera vivido siempre. Yo antes la consideraba como muy superficial, pero es todo lo contrario.

El doctor Bearn le preguntó sobre la vida en Madrid de Mercedes. Laura le contó que había sido la novia de su hermano, y cómo entonces se mostraba muy elegante, muy deportista, hasta que llegó la revolución, y cambió. El doctor quiso que le definiera su carácter.

—Mercedes tiene un buen sentido que yo no sé de dónde lo ha sacado.

—¿Antes no lo tenía?

—No. ¡Ca! Antes parecía tonta, pero, amigo, ahora, ¡qué instinto!, ¡qué conocer a la gente! Se hace amiga de todo el mundo, consigue lo que quiere. Es extraordinaria. Empiezo a creer que es como una fuerza de la naturaleza. Una mujer para tener diez o doce hijos, para ser una heroína o fundar una ciudad.

Laura dijo que la consideraba muy serena, muy fuerte, de poca fantasía y que ella iba sintiendo por su amiga cada vez mayor admiración.

—A Mercedes —terminó diciendo— yo le digo en broma que es una mujer fatal y ella se ríe, pero tiene atracción, es evidente; yo creo que antes no se daba cuenta de ello, pero ahora que lo sabe, necesita conquistar a todo el que se le acerca. Es una serpiente llena de malicia y de seducciones.

—Pero eso mismo dice ella de usted y habrá que pensar que las dos son ustedes unas coquetas terribles y que la única diferencia entre ustedes es el procedimiento.

Laura se rio de que el doctor considerara esta condición de coquetería como algo que no le podía ofender, lo cual significaba que tenía muy buena pasta.

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