Laura

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SEGUNDA PARTE » VIII · Halma y sus ilusiones

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VIII

HALMA Y SUS ILUSIONES

Generalmente, cuando se sale al extranjero en plena juventud, las impresiones recogidas suelen ser un tanto falsas y no concuerdan siempre con la realidad.

Del país a donde se va se forja el viajero una idea más buena o más mala que la verdadera. También es cierto que muchas veces, el país presenta a los ojos del extraño aspectos no habituales en él y tipos de excepción que desconciertan.

Los días que Laura fue a Passy a entrevistarse con la vieja señora aristócrata y enferma, que buscaba una acompañante médica a la cual no quería pagar, vio en el Metro, repetidas veces, tipos raros: uno de ellos era un señor pálido, manco, que se quedaba derecho, inmóvil, agarrado al respaldo de un asiento y con el brazo postizo que sostenía un bastón de cayado. Le vio varias veces como si estuviera dormido con el mismo aire de autómata. Parecía un fantasma, con unos ojos claros, sin expresión.

Otro día vio a una mujer con un traje de baile muy marchito, un sombrero con unas estrellas plateadas y zapatos de lentejuelas muy usados. Hablaba por lo bajo y se reía. Daba la impresión de que estaba bajo la influencia de una droga. La mujer se detuvo en la estación de Passy y después de mirar repetidas veces el escaparate de una frutería y de hacer gestos y ademanes, se marchó aprisa y corriendo.

Luego, como si esto fuera un reclamo, ya no vio Laura más que tipos corrientes y vulgares en el Metro.

A los dos meses de estar en París fue a buscar en la Prefectura de Policía la tarjeta de identidad y se encontró en la sala de espera con una española de un pueblo próximo a Bilbao por la cual sintió, al hablar con ella, un cierto atractivo. Así pudo olvidar el sitio triste y desagradable en que estaba, y tener de aquel antro de la burocracia en donde instalan a la gente como al ganado enfermo del carbunco o de la glosopeda, un recuerdo casi simpático.

La española era pequeña, de color amarillento, con las facciones vulgares y la boca entreabierta, de labio inferior grueso, de persona débil, pero con unos ojos admirables de expresión. Le dijo que no era vascongada, sino mezcla de inglesa y de andaluza y nacida en Algeciras. Se llamaba Halma. Era hija de un pastor protestante, maestra, y su marido, que también lo era, estaba en el ejército rojo. Se encontraba por el momento en Santander a punto de trasladarse a Asturias.

Halma tenía un gran entusiasmo místico por la gente del pueblo y en política se manifestaba muy roja. Su voz ronquilla y pastosa, sus ojos admirables, le daban gran atractivo.

Vivía con su madre y un pariente en la calle Brancion, al lado de los mataderos y del mercado de caballos, en un último piso pequeño y mísero. A la puerta había una carnicería con reses desolladas y adornos rojos.

Laura fue varios días de fiesta a visitar a la maestra. Hacían la tertulia en un cuarto estrecho con una cama, dos o tres sillas, lavabo de hierro y hornillo para la comida. Todo muy pobre. Los visitantes tenían que sentarse en la cama.

Había españoles, del lado rojo, que iban allí buscando una orientación. París les parecía como un palacio herméticamente cerrado en donde no se encontraba rendija para entrar y al cual iban dándole vueltas y más vueltas sin hallar la menor coyuntura para pasar al sitio en donde la gente vivía o por lo menos vegetaba.

Pronto Laura y la maestra tuvieron confianza y se hablaron de tú.

—Chica, tú debes producir grandes pasiones —le decía Laura— con esos ojos.

—Pues siempre me han dicho que era fea.

—Si tú eres fea, tu fealdad atrae más que la belleza de las otras.

Halma daba lecciones de español y de inglés y cuidaba de su madre que estaba enferma y de un tío andaluz borrachín y guitarrista a quien apodaban el Caliente, que aseguraba que entendía algo el francés, pero que no podía pronunciar unas palabras tan difíciles.

La maestra hablaba con mucha frecuencia de política con la fraseología de la época. A todos los que no eran rojos les llamaba fascistas y a los rojos los clasificaba en stalinianos y trotskistas. Hablaba de los putschs, que a Laura le parecían una familia de apellido catalán; de la demagogia de ciertos revolucionarios, de las maniobras de los derrotistas, y empleaba otras fórmulas pedantes, sin duda a la moda.

Los amores de Halma con su marido, por lo que contaba ella, estaban entremezclados con recuerdos de sus trabajos revolucionarios y para ella eran casi la misma cosa.

Así debieron ser los rusos en tiempos del nihilismo, con el mismo sentido exaltado y místico.

Halma tenía interés en demostrar que los hombres eran iguales.

—No hay una persona tan buena que no tenga algo malo ni una persona tan mala que no tenga algo bueno —decía—. Lo que separa es la cantidad, no la calidad.

—No estoy de acuerdo —le contestó Laura.

—¿Por qué?

—Porque eso mismo se puede decir del alimento y del veneno y de todo. La leche es un alimento, pero si se toma en cantidad enorme hace daño. El arsénico es un veneno, pero a pequeñas dosis es un medicamento. Sin embargo, son diferentes. Unos, alimentos, y otros, venenos.

—Entonces todo tiene un carácter relativo.

—Nadie lo duda, no tenemos otra manera de entendernos, pero más relativo aún son las teorías políticas. Eso sí que es relativo.

Halma, desde entonces, no quiso discutir con Laura.

La maestra, mujer de un humanitarismo exaltado, creía en la bondad innata de la gente y que solo por convencionalismos y por artificios las personas se sentían malas, envidiosas y crueles. Era imposible convencerle de lo contrario. Estaba dispuesta a no perder su optimismo de ningún modo.

Halma tenía sentimientos caritativos y románticos. Su última obra de esta clase había sido salvar a una muchacha que vivía en el mismo piso que ella. Esta muchacha, Clotilde, una infeliz, tenía un amante, un hombre de buena posición, y una niña de él. La muchacha creía todo lo que le decía el señor aquel y un día, con un pretexto cualquiera, la abandonó.

La muchacha trabajaba y ganaba bastante bien su existencia y vivía con su madre, que estaba separada del marido y tenía otro hombre.

Su madre se quejaba a Clotilde de que mientras iba a la oficina ella tenía que quedarse a cuidar de la niña pequeña, lo que le fastidiaba.

«Voy a coger a esta chica y llevarla al asilo», dijo una vez.

Clotilde sufría al oír esto. Esperaba siempre a su amante, que creía iba a aparecer a buscarla de un momento a otro.

Una mañana tuvo la desdicha de detenerse en las escaleras de la iglesia de la Magdalena y vio bajar a una pareja de recién casados que salían del brazo, ella vestida de blanco y él de frac. El hombre era su amante, que acababa de celebrar su boda.

Clotilde fue trastornada a su casa y Halma comprendió que le había pasado algo y la vigiló y la siguió.

Por la tarde, al anochecer, la vio marchar hacia el Sena, con su hija, llegar al muelle de Issy y mirar a derecha y a izquierda, con aire de mujer trastornada. Comprendió sus intenciones, se le acercó e hizo que le confesara lo que le había pasado y su intención de suicidarse.

Clotilde le contó lo ocurrido y le dijo que estaba dispuesta a matarse con su hija porque ni a la niña ni a ella les quería nadie.

Halma le habló con lágrimas en los ojos, la convenció que no debía tomar una medida tan desesperada, la llevó a casa y días después le presentó a un amigo suyo, a un español un poco loco que quiso casarse con Clotilde y marcharse con ella y con la niña a América.

En casa de Halma había reunión en un cuarto pequeño.

Solía ir mucha gente. Era un poco raro que a una casa pobre y lejana fueran tantas visitas, y algunas elegantes y vistosas.

Entre ellas estuvo una china que volvía de Barcelona y que marchaba a Moscú, en donde al parecer se encontraba muy bien.

En esta casa conoció Laura a algunas españolas que iban los domingos.

Una de ellas, Genoveva, era una asturiana con anteojos, la frente abombada, el pelo rizado negro, las ideas un poco absurdas y libres.

Otra era una aragonesa que había vivido en Barcelona y se llamaba Paulina. La asturiana Genoveva mostraba un carácter turbulento. La aragonesa era rubia perfilada, de ojos claros, cara cuadrada, labio inferior un poco grueso, dientes blancos y expresión burlona con algo de cínife. La asturiana había estudiado medicina en Madrid y la aragonesa letras en Barcelona. Genoveva tendía a lo popular y Paulina mostraba pretensiones aristocráticas, y era muy ambiciosa. Dijo que en su casa conservaban una ejecutoria y el escudo de la familia. Experimentaba un gran desdén por la gente pobre; en cambio, la asturiana no sentía la aristocracia y la consideraba completamente ridícula.

La aragonesa decía, para mostrar su desprecio por algunos jóvenes:

—Esos se casarían lo mismo con una cocinera.

—¿Y por qué no? —replicaba la asturiana—. Entre una mujer y otra me parece que hay muy poca diferencia y a veces la cocinera puede que valga más y, por lo menos, guisará mejor.

Paulina se enfurecía al oír esto.

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