Laura

Laura


SEGUNDA PARTE » IX · La superstición de la perversidad

Página 23 de 61

IX

LA SUPERSTICIÓN DE LA PERVERSIDAD

Paulina vivía en un barrio tan popular como el de Grenelle. En este barrio, según contaba, había una gran cantidad de españoles, rusos, polacos, árabes, y todo el mundo hablaba en su idioma en el mercado que se armaba debajo del puente del Metropolitano entre la plaza Cambronne y la Avenida de la Motte-Piquet.

Le indignaba a Paulina, por su aristocratismo conservador, el ver por las noches en el bulevar la gente obrera que iba a las reuniones comunistas del Velódromo de Invierno, y los domingos las criadas, los soldados y los spahis con su fez rojo que llamaban chechia y un cinturón encarnado, que marchaban a los bailes de los alrededores de la calle de Courbe y de la de Croix-Nivert.

En algunas épocas, como en primavera, había una feria bulliciosa en el bulevar de Grenelle y en el de Garibaldi, con tiovivos y tiros al blanco y una gran cantidad de adivinadoras que en sus barracas se llamaban la gitana Aurora y la gitana Preciosa o la hindú Sankhara.

Paulina había entrado en estas barracas a consultar a las adivinadoras que se llamaban metoposcopianas porque decían adivinar el porvenir por la cara.

Paulina conocía a un señor que era amigo de su padre, hombre completamente afeminado, el vizconde de Montfort. No se sabía a punto fijo si se llamaba así o le llamaban así porque de esta manera había firmado durante algún tiempo en los periódicos de Barcelona. Aquel hombre era un dandy. Vestía de un modo llamativo y se pintaba los ojos y los labios. Era crítico de música y había publicado hacía tiempo una traducción de una comedia de Oscar Wilde, por el cual tenía gran entusiasmo.

Paulina iba con frecuencia a visitar al vizconde de Montfort y había llevado un ramo de flores rojas a la tumba de Oscar Wilde en el cementerio del Père Lachaise. Fue también con el vizconde a la casa donde vivió el autor inglés en la calle de Bellas Artes, pasadizo estrecho de la orilla izquierda, y el dueño del hotel les mostró la habitación del poeta y su dentadura postiza, herramienta poco poética que no sugería la idea de las hadas ni de los elfos.

Era extraña la admiración de la muchacha que tenía tantos prejuicios morales y sociales, por un autor inmoral.

Paulina creía que su amigo el vizconde, el viejo dandy, era una reencarnación de Oscar Wilde. Contaba cómo se presentaba pálido, pintado, elegante, con una mirada vaga de unos ojos que parecían de cristal. Al parecer, últimamente, ya en la miseria, hacía en París una vida terrible en un hotel sucio y miserable. Cuando no tenía invitación para ir a alguna casa se quedaba en la cama y se levantaba para comer un pedazo de carne que solía dejar en la ventana cinco o seis días, y un poco de queso con pan.

En su cuarto frío y polvoriento tenía colgados de clavos un traje nuevo y una camisa impecable que se ponía para ir a las casas, y cuando tenía algún dinero marchaba a la puerta de Clignancourt, al Mercado de las Pulgas, a ver a unos chicos moros y a convidarles a café y a hablar con ellos. El vizconde tenía como criado a un exmiliciano rojo que iba dos o tres horas por la mañana a hacerle recados y a quien trataba desdeñosamente e insultaba con frecuencia. El miliciano, que era malhumorado, a veces decía: «A este tío cochino y pintado, el mejor día le voy a clavar yo con un cuchillo en la pared como a un murciélago».

Al miliciano le imponía aquel espectro que ya no tenía fuerza para levantar un bastón.

Halma no comprendía la curiosidad de Paulina por un decadente así, tan despreciable; le parecía una aberración de la muchacha. Sin duda esta lo encontraba aristocrático, lejos de lo vulgar y de lo cotidiano.

Por el consejo del vizconde, Paulina había leído el Padre Goriot, de Balzac, y lo encontraba magnífico, con sus duquesas y sus damas y sus bandidos.

Halma, que tenía mucho sentido literario, le dijo:

—Es evidente que el Padre Goriot es una gran novela y que ha producido la sugestión sobre París en el mundo entero, pero en España hay un libro muy superior a él.

—¿Cuál?

—El Quijote. Porque hasta en ese punto de la sugestión es distinto; producir la sugestión sobre París, que es una ciudad famosa, rica, grande, no puede ser difícil, pero producirla sobre la Mancha, ¡una tierra pobre!, ¡ese sí que es mérito!

—El Quijote será un libro de gran mérito, pero a mí no me gusta —replicó Paulina—. Allí no se habla más que de criadas de ventas, de arrieros y de presidiarios. ¡Qué horror!

Los demás rieron.

—Pero si un libro es malo porque habla de gente pobre y otro bueno porque se ocupa de gente rica y de la aristocracia, la crónica de salón será la mejor literatura y el Almanaque de Gotha todavía mejor —replicó Halma.

Paulina no contestó.

Laura pensó que la maestra tenía razón.

Paulina, desde que había sido iniciada en el balzaquismo por el vizconde, ponía con frecuencia, según contaba, una flor en la tumba del novelista en el cementerio del Père Lachaise.

El vizconde vivía en un cuartucho de la calle de los Pirineos y sus dos lugares para pasear eran el parque de Monceau y el cementerio del Père Lachaise, que conocía bien. El vizconde le había enseñado a Paulina la tumba de Abelardo y Eloísa y le había hablado de Rastignac, el dandy tipo de Balzac que, desde lo alto del camposanto, después de enterrar al viejo Goriot, mirando hacia París y pensando en la mujer que amaba, decía: «Ahora, todo para los dos».

Las reuniones en casa de Halma, en el cuartucho pobre, se renovaban constantemente.

Mercedes estuvo alguna vez allí y no quiso volver; aquella gente le parecía un poco aburrida y redicha. Además decía: «Todos tienen ahí un aire de conjuración que no me gusta.»

Genoveva, la asturiana, conocía a un profesor español de cirugía muy rojo, escapado al principio de la revolución. Su mujer era francesa y la hija, guapa, llamativa como una mariposa brillante. Le había llevado a Laura a la casa para que conociera a la chica y Laura contó a Halma cómo eran.

—La chica está muy bien. Es muy guapa.

—¿Y el novio ruso? —preguntó Halma con interés.

—El novio ruso es un zoquete que no dice nada que valga la pena.

—¿Se va a casar con ella?

—Sí, parece que sí. El ruso es comunista y es hombre que no sabe nada de nada. Dice que es un técnico; yo no sé de qué será técnico. No ha oído hablar de Lutero ni de la Reforma y no sabe las religiones que hay en Europa…

—Eso lo dirá en broma.

—Lo dice en serio. Cree que eso no tiene importancia.

—No lo puedo creer.

Halma, en su romanticismo, hablaba de una manera inspirada de la libertad del amor y de la pasión en los jóvenes. Suponía que la vida tenía que ser sacrificio. Paulina afirmaba todo lo contrario.

Para ella lo primero era la elegancia, el buen tono, la distinción. El amor sin dinero —contigo pan y cebolla— era una ridiculez para gente de poco más o menos. Todo lo que no fuera acompañado de lujo, de pompa y de arte no valía la pena de tomarse en serio.

Ir a la siguiente página

Report Page