Laura

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SEGUNDA PARTE » XI · Tipos indeseables

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XI

TIPOS INDESEABLES

Otro día apareció en la casa de Halma una americana llamada Juana Harrison. Era una mujer un poco corpulenta, de ojos azules, rubia, cara larga, nariz corta y el mentón muy pronunciado. Su prognatismo le daba un aire un tanto brutal. Hablaba con mucha gracia. Sabía español porque había estado cerca de dos años en Méjico, pero se explicaba con cierta dificultad en este idioma y con grandes confusiones. Cuando comprendía que no la entendían, se echaba a reír.

A esta mujer, Halma la había encontrado de noche en una calle desierta al salir de un cabaret de Montparnasse, seguida por dos tipos de mala traza. Halma, que era decidida y valiente, detuvo a la americana e interpeló a los dos apaches o golfos, que se escabulleron. La maestra habló a la Harrison con su efusión romántica y la americana le confesó que estaba borracha y que todo le daba lo mismo.

—¿Pero tiene usted desgracias? ¿Está usted sin dinero?

—No, no; pero la vida es tan estúpida, tan aburrida…

—¿Y no tiene usted amigos?

—Sí, pero me he portado tan mal con todos que no me quieren —dijo ella ingenuamente.

La americana, en casa de la maestra contó su historia sin que nadie se lo pidiese.

Se había enamorado de un señor a los quince años y le escribió cartas inflamadas.

El padre se incomodó con esta conducta a su parecer escandalosa, la llamó, la riñó, y ella le contestó de una manera insolente defendiendo la libertad del amor y de la pasión.

Entonces el padre le dijo:

—Si no te arrepientes de tu conducta y no cambias, te llevaré a un reformatorio.

Efectivamente, así lo hizo. Según ella, el reformatorio era un infierno. Intentó suicidarse. Después el padre le propuso sacarla de allí si quería casarse con un señor amigo suyo, ya de cincuenta años. Se casó con la idea de ser independiente, pensando que si se enamoraba de alguno se escaparía con él. El marido murió y se quedó con una renta. Entonces se marchó a Méjico a ver qué pasaba en este país de aventureros y si encontraba entre ellos su hombre. No lo encontró y se marchó a Inglaterra. Se dedicó a nadar, a beber y a aprender a cantar. Reconocía que a veces se emborrachaba en su cuarto, y no porque sintiera un placer al beber, sino de cólera y de asco que le daba el mundo y la sociedad.

Ella se consideraba como una mujer enérgica y aventurera. Solía decir: «A un antepasado mío le cortaron la cabeza en Inglaterra; quizá a mí, el mejor día me lleven a la silla eléctrica».

Al decir esto se reía como una loca. Mostraba gran desprecio por los ingleses, que según ella tenían bastante mal gusto en música.

Uno de los contertulios de Halma, hablando mal de la americana y con una indiscreción muy masculina, dijo que hacía días, al despedirse de ella, le había preguntado la señora Harrison:

—¿No me besa usted?

Y él le había dicho:

—No, aquí no. No me atrevo, no tengo todavía bastante confianza. Si quiere usted, la besaré en su cuarto.

A uno de los amigos que visitaban a Halma, que era juez en España y que había escapado huyendo de los que le querían matar, le llamaba la Harrison el Señor de la Justicia.

—Yo no sé si me confunde con el verdugo —decía él.

La americana era mujer muy loca, pero muy graciosa. Era difícil que se pudiese llegar a más desprecio por la respetabilidad.

En varios domingos oyeron defender a la Harrison proposiciones extraordinarias y absurdas entre carcajadas estentóreas. Pensaba ir a España; lo mismo le daba un lado que otro. La cuestión para ella era encontrar el hombre si es que el hombre existía en alguna parte.

Durante algunos días de fiesta no apareció Paulina en casa de Halma y al último se supo que estaba en el hospital.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Laura.

—Que ha tenido un ataque repentino de apendicitis con grandes dolores. La llevaron al hospital, al Hotel Dieu, y la reconocieron varios médicos y vieron que tenía además supuración de los ovarios y la operaron y le extirparon el apéndice y los ovarios rápidamente.

Antes de que avisaran a la familia ya estaba operada.

Fueron a verla, Laura, Halma y Genoveva un domingo y se encontraron a Paulina en una sala del hospital, ya casi curada.

En vez de encontrarse contenta estaba enormemente ofendida por la operación y por encontrarse entre mujeres pobres; una con un pecho de menos, la otra con un brazo cortado, todas en camas próximas, entre sábanas ásperas y remendadas del hospital, aunque limpias, oliendo a desinfectante.

Le sorprendió a Laura ver a Paulina, que ya comenzaba a estar bien, furiosa y humillada, sin querer hablar con nadie y sin poder adornarse y pintarse.

«¡Qué dignidad más tontamente colocada! —pensó Laura—. ¡Qué reacción de estetismo más rara y más estúpida!».

Paulina dijo que pasados unos días iba a llegar una persona de la familia y la iba a sacar de allí.

Después se contó que Paulina se había marchado a España.

La asturiana estudiante de medicina, Genoveva, le presentó a Laura una de las tardes de domingo a dos tipos como españoles. Uno de ellos era un hombre de unos veinticinco a treinta años, alto, cuadrado, de ojos claros. Hablaba como un madrileño. Sin embargo, tenía en la expresión algo que no parecía de español. Se llamaba Adolfo. Era moreno, con el pelo negro y rizoso.

Adolfo quiso lucirse. Contó que había estado un año en Madrid, durante la revolución, de amigo de confianza de un político; después se había escapado, valiéndose de sus papeles de extranjero. No era fácil saber qué opiniones defendía. Debía de tener dinero o algún sueldo o comisión en Paris, porque, al parecer, vivía bien y gastaba en grande. Era un hombre fuerte y membrudo, con algo de gitano.

El otro que le acompañaba era uno alto, seco, con una nariz de gallo, estúpido, muy acicalado, medio americano, medio portugués, y había vivido en Barcelona. Se creía interesante y de gran tipo. Se llamaba de nombre Hércules y la Harrison comenzó a decirle el Elegante.

El Adolfo había recogido toda la chulapería de la calle de Madrid. Exageraba el tonillo madrileño, lo que hacía reír a Laura.

Hablaba el español perfectamente, el francés como un parisiense y el inglés como un americano.

En francés se expresaba de una manera pintoresca y argótica. A París le tenía que llamar Panam, al dinero pognon, al pan miche y al vino pinard.

Además empleaba muchos apócopes. La facultad era la fac, el bachillerato le bachot, el suplemento le rab de rabiau, el bulevar Saint-Michel el Boul-Mich.

Esta manera excesiva de emplear el lenguaje popular, a un francés culto le hubiera dado probablemente la impresión de que aquel hombre era un extranjero.

En la primera conversación que tuvo con Laura, Adolfo le dijo unos cuantos timos madrileños.

«Yo soy muy castizo y me balanceo en un chorizo.» «Pa mí que nieva.» «Es más chulo que un ocho.» «Tiene lo suyo.» «Y échele usted un hilo a la cometa.»

El Elegante le admiraba a Adolfo. El Elegante era un tipo pinturero y dijo que estaba estudiando medicina.

Toda su originalidad estaba en hablar muy alto en castellano y en decir impertinencias. Esto creía él que era imponerse a los demás.

Tenía la cabeza en forma de martillo y una voz de flauta que le salía de la frente más que de la garganta. A Laura le dio la impresión de un mentecato.

Vieron a estos tipos varias veces en casa de Halma.

Adolfo se mostraba muy amable y muy servicial con Laura.

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