Laura

Laura


SEGUNDA PARTE » XIV · Extravagancias teosóficas

Página 28 de 61

XIV

EXTRAVAGANCIAS TEOSÓFICAS

Unos días después de Navidad, Kitty avisó a Laura que el primer día del año iría a buscarla para llevarla a una casa en donde se daba una lectura, al parecer, muy interesante. Les acompañaría el señor Golowin, que tenía deseos de hablar con Laura. Este señor era el que había salido con ellas, noches antes, de la calle del Campo de la Alondra y las había llevado a la estación del Metro.

Kitty y su acompañante fueron a casa de Camila poco después de comer y marcharon con Laura hasta la estación de la Glacière.

—¿Vamos a visitar a nuestros paisanos? —preguntó el señor Golowin a Kitty.

—No.

—Es mejor. A nuestros paisanos hay que tomarlos en dosis pequeñas.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Kitty algo escandalizada.

—Porque son muy ilusos, muy embrollones y charlatanes.

Bajaron al bulevar Augusto Blanqui por la escalera de la estación del Metro y, dirigidos por Kitty, tomaron por la calle de Vergniaud a recoger a una señorita rusa que vivía allí.

—Hace mucho frío para estar quieto —dijo Golowin a Laura—. No se vaya usted a enfriar. Movilicemos.

A Laura le chocó que aquel señor ruso le hablara como si la conociera toda su vida y que ella tuviera confianza en él.

Echaron a andar dando pasos adelante y atrás. Golowin, que era observador, se fijó en una pequeña iglesia que hacía esquina a la calle Wurtz, con el atrio cerrado por una verja y que tenía un letrero: «1913. Culto Antoinista». Entró en el atrio y leyó unas indicaciones que había en la puerta, en que se hablaba del pueblo que sufre y del Padre.

Cuando bajó la amiga de Kitty y se reunió con ellos le preguntó Golowin:

—¿Usted vive aquí en esta calle?

—Sí. ¿Por qué?

—Para que nos diga usted qué es este culto antoinista que se anuncia aquí.

—No sé. ¿Es que pone ahí eso?

—Sí. ¿No ha tenido usted curiosidad nunca de ver esta capilla?

—No.

—Esta chica, sin duda, no tiene condiciones para la observación —le dijo a Laura el ruso.

El señor Golowin era hombre de unos treinta y cinco años, alto, vestido de negro, con el pelo rubio ya blanco por las sienes.

La cara de Golowin había conservado ciertos rasgos y cierta expresión de la primera juventud y aun de la niñez. Se notaba en él el hombre tímido y distraído; no le gustaba, sin duda, lucir su estatura y se encorvaba un poco, como si pensara que no tenía derecho a marchar enteramente erguido y a ocupar demasiado espacio. Cuando se reunió la señorita de la calle Vergniaud con Kitty y Laura, empezó a hablar con las muchachas en ruso.

—Hable usted en francés —le dijo Kitty—. Mi amiga Laura no entiende el ruso.

—Es verdad. Me dijo Kitty que era usted española —dijo, dirigiéndose a Laura—. ¿Española de origen o española de España?

—Española de España.

—¡Ah, pobres españoles! Están casi tan mal como nosotros, los rusos. No he tratado a ningún español, ni hombre ni mujer.

—Pues ahora puede usted tratar a mi amiga. ¿La mujer de usted, era italiana? —preguntó Kitty.

—Sí, italiana; lo es, porque vive. Tengo una hija, una chica de nueve años que es, como diría un etnógrafo racista, «el caos étnico».

—¿Por qué?

—Mi padre era ruso, mi madre de Lituania, de familia muy alemana. Mi mujer italiana y su abuelo materno griego. Así, mi hija ha salido de gustos medio rusa, medio italiana y medio griega. De alemana tiene poco, quizá algunas condiciones negativas.

—¿Y usted se siente muy ruso? —le preguntó Laura.

—Lo soy.

—No creo que tenga usted mucho tipo eslavo.

—Pues sí debo tenerlo. Hace una semana iba por la Avenida del Observatorio, con un libro de astronomía, que acababa de comprar, en la mano, y me crucé con una pareja de tipos nórdicos. El hombre se me acercó y me dijo:

»—Perdone usted; ¿quiere usted decirme si ese libro que lleva usted se vende en las librerías?

»—No sé si estará agotada la edición —le contesté—, lo acabo de comprar en la calle, en el bulevar Saint-Michel.

»Mi interlocutor pensó, sin duda, que yo no hablaba con rapidez el francés y me indicó:

»—Hable usted en su idioma.

»—¿En qué idioma?

»—En ruso.

—¿Le había conocido? —indicó Kitty.

—Sin duda.

—Puede que le conociera de antes —observó Laura.

—Es posible; pero no me lo dijo.

—Quizá no quería decirlo.

—¿Por qué no? Yo, como no me he mezclado en cuestiones políticas, no soy sospechoso de nada. Además, parece que inspiro confianza y los que me conocen me llaman en seguida familiarmente Golowin.

—¿Se llama usted Golowin, tal como se pronuncia? —le preguntó Laura.

—Sí; mi padre se llamaba Alejandro y yo me llamo Nicolás Alejandrovich Golowin.

—¿Cómo lo escriben ustedes?

—En francés, con una e al final. Entre nosotros, terminando en n.

De la calle Vergniaud fueron a la de la Esperanza, donde vivía una señora rusa teósofa. La calle de la Esperanza era una calle pobre, próxima a la Butte-aux-Cailles, el ‘Alto de las Codornices’, que tenía en una encrucijada una plazoleta de aire aldeano. El barrio debía ser muy optimista, porque cerca de la calle de la Esperanza estaba la de la Providencia.

Kitty subió a una casa amarilla, de traza mísera y salió poco después con una señora. Esta dama llevaba un sombrerete pequeño, una capa y un paraguas que manejaba como una lanza. Parecía un sereno de Madrid. Era también rusa y teósofa.

Reunidos, se dirigieron en dos grupos por la calle de la Colonia. Soplaba un viento helado y comenzaba a nevar. El cielo estaba gris, las calles envueltas en una niebla espesa.

—¿Es usted teósofo? —le preguntó la señora rusa a Golowin.

—No, soy astrónomo. ¿Qué es lo que va a haber en ese sitio a donde nos lleva Kitty?

—Se va a leer y a comentar una obra: el Apocalipsis de San Juan, descifrado por el poeta lituano Miloscz.

—No lo conozco.

—Un gran poeta y un gran filósofo.

—¿Y esa lectura, va a ser en una casa?

—Sí, en casa de una señora hindú. Allí suelen acudir martinistas, espiritistas, teósofos y Rosa-Cruces.

—Hay que reconocer que nos quejamos de vicio —dijo Golowin con una aparente seriedad.

—¡Oh!, ¡qué escéptico es usted! —exclamó Kitty.

La señora rusa dijo que el barrio aquel donde vivía era muy revolucionario, que durante la Commune, en 1871, se habían batido los federales con gran energía y que el portero de su casa, viejo ahora, y que entonces era un niño, recordaba las escenas de la lucha.

Llegaron a una barriada nueva con hotelitos pequeños de todos colores. Aquello debía de ser la Colonia. Las calles, que algunas eran privadas, no abiertas al público, tenían nombres poéticos de vegetales; calle de las Orquídeas, de las Glicinas, de los Lirios, de las Enredaderas, de los Volubilis, etcétera.

Había un zumbido en el aire, muy fuerte y desagradable.

—¿Qué pasa? ¿Por qué hay este ruido? —preguntó Golowin.

—Esto es de la fábrica de aeroplanos Gnome et Rhone, que está aquí cerca, en el bulevar Kellermann —contestó Kitty, que conocía el barrio.

La teósofa se dirigió a un hotelito que tenía una placa en la puerta con un letrero hindú para la mayoría indescifrable y llamó. Pasaron a una sala y hubo las presentaciones consiguientes.

La dueña de la casa era una india baja y regordeta un tanto mofletuda, de color de membrillo oscuro, con una nariz que parecía que miraba por sus agujeros negros, y una marca, como una oblea roja, entre ceja y ceja que debía ser indicación de la casta a que pertenecía. Llevaba una combinación de trajes y de velos, entre amarillos y azules, que detonaban y hacían rechinar los dientes. Usaba sandalias de cuero.

Había en el salón doce o catorce personas un poco absurdas: un señor muy alto y muy flaco, con aire de pájaro; otro pequeño y de cabeza redonda; una vieja de nariz picuda; una inglesa desgarbada, con anteojos y de aire muy agudo, como un cínife; varias señoras gordas, teñidas y pintadas y unos jovencitos con cierta traza de afeminados.

Los más importantes, a juzgar por su aspecto, debían ser un francés rubio, poeta, con larga melena y nariz respingona y roja y un alemán de cara triste e hipócrita, que era, por lo que dijeron, un Bibelforscher.

—¿Qué es eso? —preguntó Laura.

—En Alemania, estos Bibelforscher, o estudiantes severos o fanáticos de la Biblia, son gente mística, que no acepta el servicio militar, ni reconoce la autoridad del Estado —dijo Golowin—. Ahora los tienen encerrados en campos de concentración, para que no propaguen sus ideas, y parece que dan muchos disgustos al gobierno.

Se fueron sentando todos. En el fondo había una mesa, y encima, en la pared, un retrato de Gandhi. Sobre la mesa, un candelabro de nueve brazos. Se pusieron como formando un tribunal; la india en medio; el poeta melenudo que era caballero de la Rosa-Cruz, a un lado; y el alemán investigador de la Biblia, al otro.

Cuando iba a abrirse la sesión apareció una mujer morena, alta, muy guapa, muy bien vestida con un abrigo de pieles. Esta hizo a todos una ligera inclinación de cabeza y se sentó en primera fila.

La hindú dijo en un francés infantil que ellos no eran doctrinarios, ni fanáticos; que aceptaban todo lo que llevara luz y espiritualidad al alma.

Por desgracia en el mundo no se leía el Upanishad del Gran Aranyaka, ni el Rig Veda, ni el Bhagata Purana, ni el Pantchatantra. Las doctrinas de madama Blavatsky, de Annie Besant, de Jinarajadasa y de Krishnamurti no eran comprendidas. ¡Qué se iba a hacer en pueblos que no leían el Pantchatantra!

Golowin escuchaba con una cara de asombro y de ironía que a Laura le daba gran gana de reír.

Tras del prólogo de la dueña de la casa se llamó a un jovencito para que leyera el trabajo de Miloscz. Luego lo comentarían el poeta melenudo y el alemán bíblico.

El jovencito leyó bastante mal. El Apocalipsis descifrado por el escritor lituano resultaba tan confuso como el libro mismo. Entre ángeles y trompetas y candelabros, estrellas y bestias triunfantes, no se comprendía gran cosa.

—Debe ser una explicación muy profunda la de ese lituano —dijo Golowin.

—¿Por qué? —preguntó Kitty.

—Porque yo no he comprendido nada.

Después vino la exégesis del poeta melenudo. Este empezó diciendo que era caballero de la Rosa-Cruz. Contó que había estado en un pueblo de Bohemia que no decía cuál, donde le mostraron un libro de los grandes secretos de la orden, pero este libro no se lo podían dar a leer hasta que alcanzara un grado más en la sociedad. No había llegado aún a esa categoría. Ello no era obstáculo para que avanzara algunas convicciones. Podía asegurar bajo palabra de caballero —de caballero Rosa-Cruz— que la ciencia moderna no había descubierto nada. En el palacio de Nabucodonosor se empleaba la electricidad, los faraones más antiguos utilizaban la radio y la telegrafía sin hilos, Cleopatra empleaba el gramófono en sus ratos de ocio.

Luego el poeta hizo una disertación acerca de los Rosa-Cruces y dijo que el primero que habló de esta orden ilustre, Andrés de Carolstadt, se burló de ella para despistar al público, pero los adeptos, con mucha pupila, lo comprendieron.

—Estamos oyendo cosas extraordinarias —dijo Golowin.

Laura volvió a reír por lo bajo.

El poeta entró en la explicación del Apocalipsis, lanzando fantasía sobre fantasía, sin discernimiento alguno. Según él, en el libro, ni los candeleros querían decir candeleros, ni las trompetas, trompetas, ni los ángeles, ángeles, ni las estrellas, estrellas, ni las piedras blancas, piedras blancas. Todo era secreto, criptográfico y misterioso.

Gustó mucho la peroración del poeta y se le felicitó efusivamente.

Después habló el Bibelforscher con un tono pesado y aburrido.

Este tendía a pensar que no había necesidad de interpretar nada en el Apocalipsis ni en ninguna otra parte o pasaje de la Biblia. Para él todo era como estaba en el libro: y los dragones eran dragones, los ángeles, ángeles, y las trompetas, trompetas.

Por último volvió a tomar la palabra la hindú y dijo lo mismo que antes; que defendía la luz y la espiritualidad, que la ciencia no era trascendental en la vida, ni la industria, ni el comercio; que un tornillo podía sujetar bien una cerradura, pero que no hablaba al alma. Lo que el mundo necesitaba era luz; mucha luz.

Después de cosas igualmente profundas se sirvió té y se discutió lo que se había dicho.

Una señora aseguró al ama de la casa que había sido una sesión encantadora de la que guardaría un recuerdo inolvidable toda su vida.

—¿Y a usted qué le ha parecido? —le preguntaron a Golowin.

—A mí, muy bien. La verdad, no he entendido nada de lo que ha leído el joven y menos lo que ha explicado el melenudo. Lo que decía el alemán, investigador de la Biblia, lo he entendido perfectamente. El cree que donde el autor del Apocalipsis ha puesto que había unos saltamontes que parecían caballos, ha dicho eso y no otra cosa. Yo, la verdad, hubiera sospechado si todo ello tendría caracteres de broma si no hubiera visto a la gente tan seria.

La dueña de la casa preguntó a Golowin a qué se dedicaba. Este le dijo que a la astronomía.

—La astronomía. ¡Ah! —exclamó ella—. El orden… la sabiduría divina.

—Y el desorden y el absurdo.

—No, no… imposible, imposible… El Éter… El Éter.

Luego preguntó a Laura:

—¿Y usted, señorita, es española?

—Sí.

—Yo conozco San Juan de la Cruz… Santa Teresa… Molinos… por referencias… ¿Y en España hay teósofos?

—Sí. Yo no los conozco. Creo que pocos.

—¡Qué ceguedad! Veo que es un país dominado por los Kamarrupas. ¿Y espiritistas?

—Espiritistas parece que hay más. Mi padre contaba que en las capitales de provincia españolas había sociedades para hacer hablar a los veladores y que los que dirigían esas sociedades eran casi todos militares. Los militares se distinguían por ser espiritistas y masones.

—¡Qué oscuridad! ¡Qué absurdo! —dijo la señora hindú—. Esa es la influencia de los Kamarrupas.

Después volvió a asegurar que lo que se necesitaba era luz, luz. Espiritualidad. Espiritualidad y leer el Pantchatantra.

Nada de tornillos, ni de máquinas de coser, ni máquinas tricotosas… sino Luz… Alma… Éter, mucho Éter.

Golowin escuchaba todo esto con una gran sorna y una expresión casi mefistofélica. Kitty decía que no había que tomar las cosas serias en broma.

—Es verdad —replicó Golowin—. Las cosas serias no hay que tomarlas en broma ni las bromas en serio. Es evidente.

En esto se acercó a Laura la señora joven y guapa que entró la última en el salón y le preguntó en castellano:

—¿Es usted española?

—Sí.

—Yo soy uruguaya.

—¿Y cómo se le ha ocurrido venir aquí? —le dijo Laura.

—Pues mire usted, yo estoy aquí en París hace unos meses y tengo una chica y un chico que dan lecciones con un profesor. El profesor es teósofo y me ha hablado de esta reunión.

—¿Es que eso le interesa?

—Me interesa muchísimo. Tengo gran afición a ir a casa de las adivinas profetisas y quirománticas.

—¿Y de qué le viene a usted esa afición?

—La he tenido siempre. La primera prueba que hice fue para mí extraordinaria. Vivía en mi pueblo y se presentó una francesa que leía en la mano. Decía que había escapado de Paris porque su marido había hecho una falsificación. Fui a ver a la francesa y me habló de mi pasado de una manera tan clarividente que me asombró. Después me leyó el porvenir, y como yo, dentro de mi credulidad, tengo cierta tendencia crítica, le dije a la quiromántica: «Voy a escribir lo que me ha dicho usted y usted lo firmará. ¿Quiere esto?». «Con mucho gusto, asintió ella». Hice un borrador, luego lo copié, lo leyó ella y lo firmó.

—¿Y salió mucho de lo pronosticado por ella?

—Casi todo.

—¿Y eso le ha inclinado a creer en brujerías?

—Sí. ¿No le parece que es extraordinario? Una vez que estuve en el Brasil supe que en una aldea del interior había un santo negro a quien llamaban Elomango. Este hombre que algunos conocían por el Chitomé, presidía todas las semanas una especie de misterios, de noche, en una cueva. Mi chófer, un inglés, era amigo de un boxeador negro y el boxeador le conocía al Chitomé. Me dijo que lo consideraba como hombre extraordinario en el culto Macumba.

Yo decidí ir y en el auto con el chófer y boxeador negro marchamos en plena noche hasta una aldea de chozas totalmente igual que las de África. Dejamos el auto, echamos a andar y avanzamos a la luz de la luna y entramos en una cueva grande con el suelo de arena, iluminada con velas como una iglesia. En medio, sobre una piedra cuadrada, estaba el hechicero vestido de blanco de la cabeza a los pies. Era un tipo robusto de un color negro muy subido y con mucho blanco en los ojos. A su alrededor, formando como un semicírculo, había unos jóvenes negros de ambos sexos también vestidos de blanco y descalzos. Enfrente estaba el público: doscientas o trescientas personas sentadas y acurrucadas. Nos quitamos, el chófer, el boxeador y yo, los zapatos y esperamos. El chófer llevaba la pistola en el bolsillo y estaba dispuesto a disparar si nos atacaban. Claro que nos hubieran matado. Empezaron a sonar unos tan-tan y después unos cantos monótonos que tenían como estribillo la palabra gan-gan, o algo parecido. Así estuvieron horas y horas. Luego interrumpieron los cantos con bailes, unos bailes terribles, dislocados, eróticos. El chitomé paraba un momento el canto levantando la mano y decía: «Que venga la Fulana». Esta salía del público, se acercaba a él, se ponía de rodillas y el hechicero le decía: «Has pecado». La negra comenzaba a llorar y se arrastraba a los pies del Chitomé y seguía la música y el coro. Me llegó la hora a mí. «¿Qué quieres?», me dijo el mago. «Quiero conocer tu religión y entrar en ella». Me hizo arrodillarme y comenzaron otra vez las canciones en coro. Yo empezaba a estar mareada. Entonces el Chitomé me puso la mano en la frente y empezó a mirarme con sus ojos blancos. Parecía que quería hipnotizarme. Me daba vueltas la cabeza, pero seguía firme. Cantaron y cantaron, y yo seguía derecha y sin rendirme… Entonces empezó a entrar un rayo de sol en la cueva, el hechicero negro me dijo: «Tienes tanta fuerza o más que yo. Ven la semana que viene.» Salí con mi chófer y con el boxeador negro y en el auto me desmayé.

Kitty tradujo al ruso lo que contó la uruguaya, para que lo entendiera Golowin.

—Algo he entendido —dijo este—. Lo que no comprendo es para qué hizo eso, con qué objeto.

—¿Qué le parece a usted esa fantasía mía? —preguntó la uruguaya en francés a Golowin.

—Que le debieran poner a usted como a las niñas traviesas en los colegios, de pie y con la nariz hacia la pared.

La americana se rio. El ruso siguió diciendo:

—Tiene usted, sin duda alguna, elemento de raza inclinado a lo fantástico. Por su tipo parece usted una española, pero los españoles no creo que sean muy partidarios de esta clase de cosas. ¿No tiene usted algún ascendiente irlandés?

—¿Cómo no? Sí. Mi padre era irlandés. Es curioso que lo haya adivinado.

—He supuesto, nada más. No me vaya usted a tomar por un hechicero.

Se despidieron de la uruguaya. Salieron a la calle. Hacía mucho frío y marcharon todos corriendo a tomar el Metropolitano.

Ir a la siguiente página

Report Page