Laura

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TERCERA PARTE » III · En el lago de Lucerna

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III

EN EL LAGO DE LUCERNA

Al día siguiente Kitty y Laura, después de almorzar, fueron a la estación. En el tren se encontraron con un joven alemán, de lo más clásico alemán que podía darse, alto, flaco, rubio, melenudo, con anteojos de lentes muy convexas. Era un lector desenfrenado, un espíritu entusiasta y fogoso; sabía historia, filología, latín, griego, árabe y sánscrito, y estaba preparándose para el profesorado. Kitty habló con él y compitió con el joven sabio en entusiasmo y en optimismo generoso. Laura se reía por dentro.

—¡Qué tipos! —pensaba.

Luego Kitty le dijo que el joven alemán le parecía uno de aquellos herejes españoles del Renacimiento, como Miguel Servet, que a ella le preocupaban.

Llegaron ya de noche a Basilea y fueron, como habían dicho, al Hotel del Parque. Kitty avisó a Golowin por teléfono que se encontraban allí.

A Laura le hizo muy buena impresión el levantarse de la cama, abrir la ventana y encontrarse frente a los árboles del parque iluminados por un sol claro.

A las diez de la mañana apareció el ruso en un automóvil reluciente y charolado.

—¿Han dormido ustedes bien? —preguntó Golowin.

—Muy bien.

—¿Quieren ustedes que vayamos?

—Vamos en seguida.

—Pasaremos un momento por mi casa, donde tengo que recoger unos libros, y comeremos en el camino.

El ruso ordenó a un mozo que colocara el equipaje de las dos muchachas en el automóvil e inmediatamente echaron a andar.

Fueron a una altura en donde estaba la casa en la que vivía Golowin.

—No las invito a entrar —les dijo—, porque está todo cerrado. Esta es la casa donde he vivido siempre en Suiza, pero me trasladé a Lucerna porque el ir allí le ilusionaba mucho a mi hija. Aquí, en la terraza esta, pueden esperar un rato. Es cuestión de cinco minutos.

Pasaron Laura y Kitty a una terraza en donde daba el sol. Se veía a lo lejos una cadena de montes. Poco después volvió Golowin, entraron en el auto, salieron a la carretera y siguieron la marcha.

Comieron en Berna, en un café céntrico lleno de gente, y continuaron el camino. Este era tan variado, tan lleno de curiosidades, que charlando de lo que veían y oyendo las explicaciones del ruso llegaron al lago de Lucerna y después de recorrer la orilla durante media hora, se desviaron de la carretera, alejándose del lago un kilómetro y avanzaron por un parque treinta o cuarenta metros hasta parar delante de una puerta con una marquesina de cristal y una escalera de ocho o diez escalones.

Les salió a recibir una señora de alguna edad, fuerte y sonriente, y una niña delgadita, pálida, con el pelo rubio y los ojos brillantes.

La niña tomó la mano a Laura y le hizo una reverencia de colegio, echando el pie hacia atrás mientras la miraba fijamente con sus grandes ojos brillantes y su cara seria y blanca.

—¿Es ella? —preguntó la niña a su padre.

—Sí. Aquí tiene usted a Natalia, a mi hija, que estaba muy ilusionada esperándola a usted —dijo Golowin.

—¡Ah! ¿Esta chica es su hija?

—Sí.

—Parece una infanta de Velázquez.

Natalia tenía la tez blanca, la boca rosa y ojos medio azules, medio verdes, tan brillantes y tan intensos que parecían negros.

Alrededor de la niña se agitaba un perro blanquecino con barbas, que se puso a saltar delante de Laura y de Kitty.

—Este también tiene gana de dar la bienvenida —dijo Golowin—. Bueno, Troll. ¡Abajo!

El perro, que tenía cara de persona, corrió y ladró de derecha a izquierda.

Por lo que dijo después Golowin, desde que su hija supo que le iban a traer como institutriz a una española empezó a leer una colección de cuentos. Había dos o tres que pasaban en España y no hizo más que preguntarle a su padre si en España había palmeras, si las mujeres iban con mantilla y si todavía quedaban moros con turbantes como en un cuento, aunque creía que esto debió de pasar hacía mucho tiempo.

Entraron Laura y Kitty en la villa con sus tejados puntiagudos de pizarra. Esta se hallaba en un parque poblado de árboles espesos, limitado por una verja con tela metálica. Los tilos grandes, los álamos y abetos, formaban al Norte una muralla. Hacia el Mediodía, se extendían árboles frutales puestos en hilera, en túneles o respaldados en las tapias.

Lo intrincado de los árboles quitaba en parte luz y aire y dejaba un poco triste la villa. Se llegaba al piso bajo y allí se salía a un vestíbulo oscuro. Se pasaba de él a varios salones de tono apagado y sombrío. En estas salas se veían cuadros de color negruzco. En el otro extremo del piso había un pabellón de cristales que daba al jardín. Las enredaderas y las plantas parásitas lo rodeaban de tal manera de follaje verde, que le quitaban toda claridad. Allí se comía habitualmente, menos cuando llovía, porque entonces el cenador quedaba sin luz.

El salón principal tenía algunos libros antiguos, casi todos en alemán, cuadros y estampas y un aparato de radio sobre una mesa.

Había también una caja de música que no funcionaba. Era como un armario pequeño que tenía en la parte alta un saloncito muy chico con un cristal delante y dos monos sentados vestidos con casaca azul y pantalón corto, llenos de lazos, el uno que tocaba un violoncelo y el otro un violín. Natalia quería a todo trance que arreglaran la caja para ver moverse a los dos muñecos, pero Golowin le decía que en tal caso tenían que pedir permiso al dueño, que no estaba por entonces en Lucerna.

En el piso bajo estaban las habitaciones y gabinetes, y en el segundo alcobas y varios locales para distintos trabajos caseros y una especie de estudio.

La villa era grande; el conjunto, triste.

—Demasiado árbol —dijo Kitty.

—Sí, queda todo esto un poco oscuro.

Kitty encontró que aquella casa entre árboles recordaba la descripción del palacio de una novela corta de Edgard Poe. Laura había leído también esta novela, pero no le parecía que la mansión misteriosa de Poe tuviera ninguna semejanza con la villa suiza de aire burgués donde estaban.

—Luego, todo es decoración del siglo XIX —dijo Kitty.

—¿Y qué? ¿Tú crees que es más bonita la del siglo XX? Yo no lo veo.

—Por lo menos es más limpia.

—Más limpia, quizá, pero más fea también. A mí no me disgusta el papel de color, la chimenea, el espejo, las molduras, los cuadros…

—Todo lleno de polvo, antihigiénico.

—Sí, ¿pero cómo se va a vivir con una higiene completa? Si el vivir es antihigiénico ya de por sí.

—No digas tonterías. Veo que las españolas están locas.

—Escojan ustedes el cuarto que les guste más —dijo Golowin a las dos muchachas—, y si quieren, aquí, al lado, tienen ustedes un salón con cuadros que no se utilizan, y si les gusta alguno de los cuadros o estampas, lo llevan a su cuarto y lo cuelgan allí.

Laura escogió para ella un cuarto en el segundo piso, alegre, desde cuya ventana se veía el lago y la otra orilla con un embarcadero y una casa. Llevó a este cuarto un paisaje y una estampa del salón, como le había dicho Golowin. Cerca, en otra alcoba próxima, se instaló Kitty y sacó todos los cuadros que había como si constituyeran un peligro para la salud. Las dos habitaciones tenían un zócalo alto de madera, sin duda por la humedad.

La señora rubia que salió a recibirlas, el ama de llaves, hizo los honores de la casa. Se llamaba de apellido Bergmann. Esta señora acompañó a su cuarto a Laura y le dio algunas explicaciones. Laura iba a sacar la ropa de la maleta y del baúl, a colocarla en el armario, pero la señora Bergmann no lo permitió y llamó a la doncella y le encargó esta labor.

Después Laura se reunió con Kitty y con Golowin.

Kitty se desenvolvía mejor, sobre todo al principio; tenía la ventaja de que podía hablar alemán y ruso con las personas de la casa.

Salieron a darse cuenta de los alrededores y fueron paseándose por la orilla del lago y Golowin les mostró lo más pintoresco y curioso de los alrededores. Les indicó los montes de la orilla opuesta. Volvieron a las ocho para cenar.

Estaban sentados todavía a la mesa cuando se presentó la niña. Venía a saludar a Laura para irse a la cama. Se le acercó con un aire de interrogación a darle la mano.

Laura la cogió en brazos y la besó. La chica se acurrucó en su regazo como un niño pequeño.

Kitty Bazarof sonrió y dijo a Golowin:

—Tiene un carácter muy maternal.

La niña, cuando notó que el ama de llaves se acercaba, se levantó de prisa y se marchó diciendo:

—Hasta mañana.

Después llegó un amigo de Golowin, un señor elegante, viejo, antiguo diplomático que estaba por entonces jubilado.

Golowin dijo:

—Si están ustedes ya cansadas y quieren, deben irse a acostar.

Ninguna de las dos estaba cansada y escucharon lo que contó el diplomático, que se dedicó a ironizar sobre sus paisanos. Antes de las once se retiraron.

Kitty entró en el cuarto de Laura, cuando esta estaba ya acostada.

—¿Qué tal? —le preguntó.

—Muy bien. Ahora tengo un poco de escalofrió.

—Pues le diré al ama de llaves que te traiga una bolsa de agua caliente para los pies.

Efectivamente, así lo hizo, y las dos amigas charlaron media hora de la casa y del amo.

—¿Ahora estás mejor? —preguntó Kitty.

—Ahora estoy muy bien.

—Bueno, hasta mañana entonces.

Laura se durmió. Se despertó por la mañana. El lago tenía un aire de juventud y de brillantez espléndido. Kitty todavía dormía como un tronco.

Laura fue a ver a la señora Bergmann.

Habló con ella. El señor Golowin, según dijo, se había marchado a una casa de lo alto del monte, a donde subía en su auto para hacer sus observaciones astronómicas. Volvería para comer. El señor Golowin había indicado que mientras Kitty estuviera en la casa, la niña Natalia no daría lección y estos días se tendrían como vacaciones. Mientras hablaban vino Natalia con el perro y charló por los codos, y después llegó Kitty.

—Vamos a dar una vuelta a orillas del lago.

—Vamos.

El perro Troll las siguió y empezó a dar saltos y cabriolas y a mostrar por Laura un entusiasmo extraño.

—Lo has conquistado también —le dijo Kitty.

—Sí, parece que sí.

El paseo fue muy agradable.

A Kitty le pareció todo maravilloso. Laura quizá encontraba aquello demasiado idílico, demasiado teatral. El agua del lago llegaba en algunos sitios cerca de los parques de las villas. A lo lejos pasaban botes y algunos vapores grandes llenos de gente. Al volver, el ama de llaves, la señora Bergmann, les consultó sobre la comida. Natalia comía sola, pero estos días de vacaciones se cambiarían las costumbres y se reuniría con todos los demás en la mesa, siempre que prometiera ser formal.

La señora Bergmann era una rusa viuda que tenía un hijo en un colegio de Zúrich. Era antibolchevique furibunda. El señor Golowin le había dicho que Laura era española y muy inteligente. La señora Bergmann le recomendó que se quedara en la casa, donde reinaba gran paz. A la niña, que tenía, según la señora Bergmann, demasiada imaginación, le ilusionaba que Laura se quedara.

La última institutriz que tuvo, una señorita alemana, era, según decía el señor Golowin, muy dogmática. Para ella la sabiduría entera radicaba en Alemania; en los demás países había solo torpeza. Cuando le decía a Natalia que esto o aquello se hacía en su país de una manera perfecta o que las niñas de Alemania eran más inteligentes o más correctas que en Suiza, Natalia se enfurruñaba y le contestaba impertinencias.

El señor Golowin le decía a la institutriz alemana:

—No insista usted demasiado en ciertas cosas.

Ella no podía refrenar la satisfacción que le producía el poner a su país y a sus compatriotas como el modelo acabado de todo.

La señora Bergmann al hablar así se encogía de hombros. Después le preguntó a Laura por España. Laura le contestó con algunas vaguedades.

—Todos los trastornos de nuestra época vienen de la influencia y de las intrigas de los bolcheviques, que son verdaderos diablos —terminó asegurando la señora.

En esto apareció Golowin, se reunió con ellas, y fueron con él al comedor.

Después de comer preguntó a las dos muchachas si tendrían interés en subir al monte donde tenía algunos aparatos para sus observaciones astronómicas. Las dos dijeron que sí.

Golowin estaba haciendo estudios en esa zona mixta entre la astronomía y la física. Al parecer era muy fuerte en matemáticas; trabajaba en observatorios corrientes de poca altura y necesitaba estudiar en otros de gran altitud y pensaba ir más pronto o más tarde al monte Rosa a seguir sus investigaciones.

Después de tomar café, fueron a subir en el auto.

Natalia quiso montar también, pero su padre le indicó que tenía que hacer una visita a una familia de la vecindad, puesto que se había comprometido a ello.

La chica quedó desilusionada y mustia, y Laura dijo al señor Golowin:

—Déjela usted por una vez.

—Sí, sí; yo soy partidario de dejarla hacer todo, pero me parece que hay que cumplir lo que se promete y ella prometió ir.

Entró la niña en el auto, y después saltó el perro y subieron en una media hora por una carretera en zigzag hasta arriba. En lo alto había unas cuantas fincas; luego un camino entre un bosque tupido de abetos un tanto sombrío, y en la cúspide misma una casa solo de un piso. Allí trabajaba el astrónomo. El señor Golowin mostró algunos aparatos que manejaba, y su hija, muy petulante, quiso dar también sus explicaciones.

Golowin advirtió a Laura que no cediera siempre con Natalia porque tenía un carácter un poco absorbente y no le dejaría vivir en paz.

—¡Pobre chica! ¿Usted cree que tiene un carácter absorbente?

—Sí, sí.

—Lo que le pasa es que vive sola. Si tuviera hermanos…

—No sé. Ella, indudablemente, se siente el centro del mundo; a mí, en cambio, me da la impresión mi vida de que debo de ser un satélite de un sistema astronómico muy poco importante.

—Pero usted es un hombre y un astrónomo. De chico no sería usted así.

—Creo que igual.

La niña enseñó a Kitty y a Laura los rincones de aquella casa y un pequeño jardín abandonado.

El perro se movía de un lado a otro y ladraba como diciendo:

—¡Qué bien estamos aquí todos!

Después de curiosear por allí y de preguntar por los montes, pueblos y aldeas que se veían, bajaron a la orilla del lago y fueron a merendar.

La niña les quiso enseñar sus juguetes. Había cerca de la casa un jardín con muchas plantas y flores. Algunas Laura las conocía muy bien y dijo a la chica:

—Entre las dos haremos un herbario.

Después Laura indicó a Natalia:

—Ahora creo que debes ir a hacer la visita que te ha recordado tu padre y que prometiste.

—Bueno, pues ya lo haré.

Efectivamente, salió.

Laura y Kitty se quedaron hablando durante largo rato hasta que apareció Golowin. Después llegó Natalia.

—¿Has ido a hacer la visita? —le preguntó su padre.

—Sí.

La niña contó a su padre lo que habían hecho; le dijo que su profesora nueva sabía mucho de las plantas y de las flores y que entre las dos iban a comenzar a hacer un herbario.

Natalia, con sus ojos brillantes y sus rizos rubios, ejercía cierta fascinación sobre las personas de la casa y le gustaba, sin duda, demostrarla.

El señor Golowin se fue al pueblo en automóvil y volvió para la hora de cenar.

Golowin tenía bastantes amigos. Estos iban con frecuencia a verle, entre ellos un fabricante de cerveza y un médico.

Por lo que contó, los dos eran inseparables. Hacía treinta años que salían juntos, los días de fiesta y finales de semana. El cervecero, un artista, pintaba una acuarela del lugar donde habían estado y generalmente era una cosa muy bonita y de buen gusto. A Golowin le producía asombro y entusiasmo que este hombre capaz de hacer algo bien no pretendiera industrializar su talento ni exhibirse y se contentara con hacer las acuarelas para su compañero de excursiones y que las vieran solo algunos conocidos.

A la hora de cenar se presentó como la noche anterior el vecino, antiguo diplomático, el señor Wollgraff, con un paquete redondo en el brazo. Eran unos discos de gramófono elegidos per él sin duda pensando que iban a ser oídos por dos señoritas, una rusa y otra española.

El señor Wollgraff pidió el gramófono a la señora Bergmann y lo puso en la galería.

La noche estaba espléndida, las estrellas brillaban en el cielo y se reflejaban en el agua tranquila del lago.

El señor Wollgraff era un señor alto y canoso. Había estado enfermo varios años en un sanatorio, con una profunda misantropía que le impulsaba a no querer ver a nadie, pero se encontraba ya curado. Solo a veces tenía dolores fulgurantes en las piernas y se paraba y decía:

—El rayo…, es el rayo…, ya ha pasado.

Después Laura y Kitty oyeron su extraña historia.

El señor Wollgraff había estado neurasténico durante mucho tiempo. Un día salió de casa, tomó el tren y se marchó hasta Viena. Había vivido allí de joven. Se alojó en un hotel donde solía alojarse en tiempo de su mocedad y cuyo amo le conocía y se encontró con que había olvidado su nombre y su residencia. Poco tiempo después, en el pueblo del lago de Lucerna, en el que veraneaba, apareció un cadáver en el agua y algunos creyeron que era el del señor Wollgraff, y se le dio por muerto. A los tres meses de andar por Viena el señor Wollgraff se encontró con un conocido suizo que se paró a hablar con él.

El señor Wollgraff dijo muy cariacontecido:

—Dígame usted cómo me llamo, porque se me ha olvidado.

El conocido comprendió que su amigo estaba enfermo; lo llevó a una clínica para que le viera un médico y lo enviaron a Suiza con una enfermera. Le hicieron ingresar en un sanatorio y al año salió curado, aunque muy misántropo y aficionado a la soledad.

Poco a poco se le iban pasando estas inclinaciones y volvía a una vida normal.

Laura no había conocido a nadie en España con una enfermedad así; ya sabía que existían casos de amnesia, pero solo los había leído en libros de medicina, como una curiosidad extraña.

El señor Wollgraff puso los discos en el gramófono después de pasarles un pañuelo de seda por encima.

Escucharon romanzas italianas, entre ellas una napolitana, O sole mío, después una jota española y la habanera La paloma, de Iradier. El diplomático dijo:

—Un viejo amigo mío oyó esta canción en casa de Bismarck.

La señora Bergmann aseguró que hacía muchos años en Rusia, en un viaje que hizo el zar, al llegar a las estaciones del tren tocaban eso, y Wollgraff recordó que en Méjico le dijeron que cuando fusilaron a Maximiliano la banda de música repitió la conocida habanera.

El diplomático debía estar muy enterado de la historia de la música.

Luego colocó en el gramófono el Concierto de Brandemburgo, de Juan Sebastián Bach. Su entusiasmo por el tal concierto le hacía ponerse delante del aparato y mover los brazos como si él mismo estuviera dirigiendo una orquesta.

Después puso discos de Don Juan, de Mozart, entre ellos el célebre dúo Reich mir die Hand mein Leben.

—¡Qué música esta de Mozart! Debía de ser un hombre sencillo y alegre —dijo Golowin.

—¡Algo maravilloso! —exclamó Kitty con entusiasmo.

—Yo creo que era un poco polisson —afirmó la señora Bergmann.

Golowin mandó al ama de llaves que subiera de la bodega una botella de champagne y se la bebieron alegremente.

Kitty, nada partidaria del reposo, comenzó los días siguientes a tocar el piano. Tenía muchas más condiciones que Laura para la ejecución, pero no muy buen gusto. Le entusiasmaba el estrépito y sobre todo Wagner.

Laura tocó alguna cosa sencilla de Beethoven y de Haydn, y Golowin la felicitó.

—No debe usted abandonar la música —le dijo.

No le hacía mucha gracia a Laura volver a ponerse en el piano, pero pensó hacerlo para no defraudar al señor Golowin.

La chica Natalia tenía buen oído, le gustaban las canciones italianas, pero la música clásica no la comprendía aún.

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