Laura

Laura


TERCERA PARTE » VI · La vida segura

Página 36 de 61

VI

LA VIDA SEGURA

Golowin, hombre amable, sin prejuicios, tenía una gran benevolencia para todo el mundo. Lo que más le molestaba era la tragedia familiar, las actitudes dramáticas, lo que él llamaba el ibsenismo y el wagnerianismo casero.

—Mi hija ya tiene un poco esta tendencia —decía.

—Bien, es una cosa de niña.

—Cierto, pero hay que buscar que no se le desarrolle. Formaremos usted y yo una alianza defensiva.

—¿Contra ella? ¡No! ¡Pobrecilla!

—Para defendernos nosotros, que somos más tranquilos.

Los días se sucedían apaciblemente.

Laura sentía por Golowin un sentimiento de afecto, de ternura y de simpatía; quizá le desilusionaba verle vacilante y poco decidido.

Aun siendo para ella mucho más peligroso, le hubiera gustado más un hombre de decisiones fuertes aun a trueque de que se mostrara egoísta y bruto.

«¡Qué complejo de hembra más asqueroso, como diríamos en la Facultad!», se confesaba a sí misma en broma.

No le faltaba más que transigir con la tragedia familiar y casera y hasta desearla.

Ella creía que era su fondo instintivo de mujer lo que le inclinaba a esto. Quizá, también, el contagio con las ideas de Mercedes, y su admiración por el bárbaro que la había forzado, le inducían a pensar así.

Si la suerte hacía que ella viviera con Golowin, iban a formar una pareja débil. Cierto que ella se encontraba muy bien a su lado, y le tenía mucho cariño a Natalia, pero la debilidad de aquel hombre y hasta su blandura, su necesidad de abnegación, le parecían un grave defecto. Desde el principio pensó que una mujer corriente podría dominar a Golowin. Ella no se sentía con suficientes condiciones para esto y pensaba que, si lo intentara, se exponía además a quedar, ella también, dominada.

Laura iba perdiendo la preocupación de la inseguridad de la vida. Tenía un reposo que hasta entonces no había tenido, ni aun siquiera en España. Muchas veces se entristecía pensando en sus estudios interrumpidos probablemente para siempre; en su casa de Madrid, bombardeada y destruida, y no se sentía tan bien, ni tan contenta como lógicamente debía estarlo.

Comprendía que aquello no podía durar toda la vida y que este sosiego se había de interrumpir de algún modo.

Había abandonado por completo sus estudios médicos y lo olvidaba todo con rapidez. Acompañaba también al viejo violinista Müller a tocar alguna sonata de Beethoven, de violín y de piano, como la Sonata a Kreutzer. Golowin no era constante en la música, se cansaba pronto del violoncelo y se pasaba meses sin pensar en él, ocupado con sus problemas astronómicos.

Por la noche, a primera hora, se acostaba a Natalia, que muchas veces se mostraba caprichosa y no quería ir a la cama. La señora Bergmann se quedaba medio dormida en un sillón haciendo algún jersey para su hijo, al lado de la lámpara. Golowin fumaba sentado en la oscuridad pensando en sus cuestiones científicas.

Laura terminaba su sonata y Golowin no se había dado cuenta.

—¿Para eso quiere usted que toque el piano?

—Me forjo algunas ilusiones mientras usted toca.

—Sí, pero yo no me forjo ninguna.

—Si alguna cosa que yo pueda hacer le gusta, me lo dice usted y lo haré inmediatamente.

Laura ya lo sabía, pero tenía el instinto de mostrarse un poco descontenta.

Cuando estaba sola ponía en el gramófono los discos que había traído el diplomático, la mayoría de Mozart, y escuchaba uno tras otro. También oía la radio.

El otoño y parte del invierno pasó así.

Ir a la siguiente página

Report Page