Laura

Laura


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Pasado un rato, y como comentario a las palabras, dijo Kitty con el convencimiento de algo que había pensado despacio durante algún tiempo:

—Golowin y tú sois iguales…, encantadores…, con una suerte, un atractivo y una coquetería profunda de que no os dais cuenta…

—¿Tú crees?

—No lo veis… Tenéis todo…, los amigos, la riqueza, la simpatía…, pero os falta la luna… Yo os daría la luna a los dos…

—Una a cada uno.

—Eso es, una a cada uno, pero luego pediríais el sol.

—Y eso ya no nos lo podrías dar.

—Quizá también, pero después pediríais la estrella Sirio.

Laura se rio y hablaron y bromearon sobre ello largo tiempo, hasta que Kitty se despidió sin la efusión en ella acostumbrada y se marchó a la calle.

Al quedar Laura sola pensó que, aunque fuera broma, nunca le había hablado Kitty de este modo. Ya veía que se había desvanecido la amistad de la rusa por ella, al mismo tiempo que su optimismo exaltado. Sin duda el matrimonio, la vida pobre y aperreada, le había dado a Kitty una claridad de visión de las cosas que no tuvo nunca, y ahora les veía a Laura y a Golowin tales como eran, encantadores, con suerte, con gracia, como decía ella, pero nada más.

A pesar de que todo les salía bien, Laura se sentía lánguida y desconsolada. Era la tristeza de su vida. Ella tendía a querer con pasión, a entregarse por completo, pero veía que la querían con reservas.

Quizá si a ella le hubiera pasado lo mismo que a Kitty y viviera en la pobreza con un hombre duro, malhumorado y descontento, hubiese también perdido su optimismo y su benevolencia para las personas, pero a veces creía que no.

Ella no tenía ningún motivo de sentirse melancólica, pero lo estaba.

Había tenido la suerte de casarse con un hombre amable, de un espíritu delicado, que le dejaba hacer sus gustos sin reprocharle nunca nada; tenía un niño fuerte, gracioso y sonrosado, y a Natalia, a quien quería como a una hija.

A pesar de tantos beneficios y de tanta suerte, comprendía que la calma no era tampoco el ideal de la vida, porque en la inacción se iba paralizando un poco el ánimo. Las luchas, las dificultades, los peligros, debían ser a veces como una gimnasia espiritual. Por eso sin duda había matrimonios que, a pesar de las desgracias y de las peleas, estaban cada vez más unidos y más identificados el uno con el otro.

No sabía nada de nada. Ella no veía más que, con motivos para ser feliz, no lo era, y tenía angustia y tristeza.

Su niño dormía en la cama tranquilo y sonriente; su madre, doña Paz, estaba bien en el pueblo; Mercedes, su amiga íntima, le escribía cariñosa desde los Estados Unidos con mucho afecto; todos los suyos estaban seguros, y sin embargo, se le saltaban las lágrimas de los ojos de tristeza.

Sentía la misma sensación de soledad y de acabamiento de siempre, la misma falta de ánimo para vivir con energía y la misma desgana…

En aquel momento el chico se despertó y comenzó a llorar; la muchachita lo tomó en brazos, le cantó una canción vasca, triste y salvaje, hasta que le acalló y le dejó otra vez dormido en la cuna.

«¿Qué te reservará a ti la vida, pobre hijo mío? —pensó Laura—. Ni tu padre ni tu madre te han podido dar mucha energía. No sé qué querría más, que fueras un bruto feliz o tuvieras como yo esta tristeza de sentirte siempre solo y sin consuelo.»

Y al decir esto se le llenaba la cara de lágrimas. Lloraba como si hubiera fracasado completamente en la vida.

París, abril, 1939

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