Laura

Laura


Cuarta Parte » 5

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—En la ciudad y sus alrededores millones de personas —dijo Waldo, con envidia en la voz—, hablan de Laura Hunt. Tu nombre, divina hechicera, corre por todos los hilos de telégrafos del país.

—No seas chiquillo, Waldo. Necesito ayuda. Eres la única persona en el mundo con quien puedo hablar. ¿Serás formal?

Detrás de los gruesos lentes, sus ojos parecían pequeñas islas flotantes.

—¿Y Shelby? —Su voz tenía un matiz de triunfo—. ¿No es su deber estar a tu lado en las horas difíciles?

—Waldo querido, estoy viviendo los momentos más terribles y decisivos de mi vida. No me atormentes con tus celos.

—¡Celos! —lanzó la palabra como si fuera un arma—. ¿No deberías ser más tolerante con los celos, cariño mío?

Éramos dos extraños. Una muralla se interponía entre nosotros. Los celos de Waldo existían mucho antes de que apareciese Shelby. Waldo fue listo y cruel a costa de otros hombres que me gustaban. Yo me divertía perversamente, sintiéndome orgullosa al ver que mis encantos provocaban la pasión en esta criatura de extraña impasibilidad. ¡Qué sirena tan terrible me creía yo, Laura Hunt, por haber conquistado el amor de un hombre incapaz de amar! La gente criticaba, molestaba, alzaba las cejas como interrogando sobre la actitud de Waldo conmigo; pero yo había disfrutado muchísimo de mi posición de amiga y protegida de un señor distinguido. La solidez de nuestra amistad estribaba, por mi parte, en mi respeto por su saber y mi goce ante las divertidas acrobacias de su inteligencia. Mantuvo siempre su actitud galante. Durante siete años me hizo la corte con adulaciones, flores, costosos regalos y promesas de eterno cariño. El papel de amante había sido demasiado constante para ser sincero, pero Waldo jamás cedió; nunca, ni por un instante, permitió que ninguno de los dos olvidásemos que él llevaba pantalones y yo faldas. Pero tuvimos mucho cuidado de evitar que el hacerme la corte implicara algo más que su particular encanto. Tía Susana dijo muchas veces que se estremecería si Waldo llegaba a besarla. Él me besaba muchas veces; tenía por costumbre darme un beso al encontrarnos y al despedirnos, y con frecuencia nos besábamos con cariño por algún motivo ocasional. Yo no sentía nada con aquellos besos; ni estremecimiento repulsivo, ni ardiente llama. Un gatito restregándose contra mi pierna, un perro lamiéndome las manos, los húmedos labios de un niño rozando mis mejillas; así eran los besos de Waldo para mí.

Cogió mis manos, buscó mi mirada, y me dijo:

—Me encantan tus celos, Laura. Estuviste magnífica cuando la golpeaste.

Arranqué mis manos de entre las suyas y le pregunté.

—Waldo, ¿qué dirías tú si me acusasen del crimen?

—¡Querida mía!

—No tengo ninguna coartada, Waldo; además hay una escopeta en mi casa de campo. Mark fue allí la otra noche… estoy segura. Tengo miedo, Waldo.

El color abandonó sus mejillas. Estaba lívido.

—¿Qué quieres decirme, Laura?

Le conté lo de la pitillera de oro, lo de la botella de whisky, mis mentiras y las mentiras de Shelby, lo que le dijo Shelby a Mark delante de mí… que mintió para protegerme.

—Shelby estaba aquí con Diana aquella noche, ya sabes. Dice que cuando dispararon el tiro, supo en seguida que fui yo.

El sudor cubría el labio superior y la frente de Waldo. Se había quitado los lentes y me miraban con unos ojos vidriosos y fijos.

—No me has dicho lo más importante, Laura.

—Pero Waldo, no creerás…

—¿Es eso cierto, Laura?

Las voces de los vendedores de periódicos resonaban en la calle, chillando mi nombre. La luz del día iba desvaneciéndose. Un color verde fosforescente iluminaba el cielo. Caía una lluvia menuda.

—¡Laura!

Sus ojos saltones y brillantes estaban fijos en mi cara. Me espantaba aquel terrible interrogatorio, pero sus ojos me hipnotizaban de tal manera que no podía desviar la vista ni cerrar los ojos.

El reloj de una iglesia lejana dio las cinco. «Así se espera al doctor, pensé yo, cuando viene para decir que la enfermedad es mortal».

—Estás pensando en ese detective, estás esperando que venga a detenerte. Estás deseando que llegue, ¿verdad?

Sus manos me tenían cogida, sus ojos me obligaban a permanecer inmóvil.

—Estás enamorada de él, Laura. Lo vi ayer. No te ocupaste de nosotros. Te alejaste de tus viejos amigos. Shelby y yo habíamos dejado de interesarte. Le mirabas continuamente; revoloteabas a su alrededor como una polilla; ponías los ojos en blanco y sonreías como una colegiala delante de un ídolo del celuloide.

Sus manos gordinflonas aumentaron su gélida presión. Mi voz débil e indecisa negaba las acusaciones. Él se rió.

—No mientas, mujer. Yo tengo los ojos de rayos X. Ahora percibo los extraños temblores del corazón femenino. ¡Qué romántico! —exclamó con voz odiosa—. ¡El detective y la señorita! ¿Te entregaste ya? ¿Logró tu confesión?

Me solté de sus manos.

—Por favor; no hables así, Waldo. Nos conocemos tan sólo desde el miércoles por la noche.

—El trabaja de prisa.

—Ten seriedad, Waldo. Necesito que me ayudes.

—La ayuda más seria e importante que puedo darte es la siguiente, encanto mío. Ponte en guardia contra el hombre más peligroso que jamás hayas conocido.

—Eso es ridículo. Mark no ha hecho nada.

—Nada, querida, excepto seducirte. Nada, sino conquistar tu corazón, niña. Él ha comprometido tu cálido y sincero afecto por el honor y la gloria de la Sección de Investigaciones.

—Eso mismo dijo Shelby. Dice que Mark está procurando hacerme confesar.

—Por primera vez Shelby y yo estamos de acuerdo.

Me dirigí al sofá; me senté en uno de los extremos, abrazándome a un cojín y restregándome con él la cara. Waldo se acercó dulcemente, ofreciéndome su pañuelo perfumado. Entonces lancé una risita forzada, diciendo:

—Nunca encuentro el pañuelo cuando me da una crisis.

—Cuenta conmigo; yo no te abandonaré. Deja que te acusen; lucharemos denodadamente contra ellos.

Waldo estaba de pie frente a mí, con las piernas abiertas, la cabeza erguida, la mano metida en la chaqueta lo mismo que Napoleón en el cuadro.

—Tengo toda clase de armas, dinero, relaciones, prestigio, mi columna, Laura. De hoy en adelante dedicaré diariamente al caso Laura Hunt ochenta ensayos.

—Por favor, Waldo —supliqué—. Dime, por favor, ¿también tú me crees culpable?

Waldo estrechó mi mano entre sus palmas sudorosas y frías. Luego, con mucha dulzura, como si yo fuese una enfermita rebelde, me dijo:

—¿Qué me importa que seas culpable o no, siempre que pueda amarte, querida?

Aquello era ficticio, parecía la escena de una novela victoriana. Me senté con la mano aprisionada entre las suyas, como una frágil criatura de tiempos pasados, poseída, dulce, agobiada, preocupada. Él, por el contrario, se había vuelto fuerte y dominante; era el protector.

—¿Crees que te condeno por ello, Laura? ¿Crees que te culpo? Al contrario —dijo apretándome la mano—, al contrario, te adoro como jamás te había adorado. Serás mi heroína, Laura, mi gran creación; millones de seres leerán tu historia y te amarán. Te haré más importante —sus palabras fluían— que Lizzie Borden.

Lo dijo con ligereza, como si le hubiesen preguntado en algún juego de salón: «¿Qué harías si acusaran de asesinato a Laura Hunt?».

—Por favor, Waldo, ten seriedad.

—¡Seriedad! —Repitió la palabra en son de mofa—. Ya has leído bastante a Waldo Lydecker como para saber cuán seriamente considero el asesinato. Es —añadió— mi crimen favorito.

Salté como una leona arrancando mi mano de entre las suyas, y huí al otro extremo del cuarto.

—Ven aquí, niña mía. Tienes que descansar. Estás nerviosa, querida. No me extraña, con esos buitres cebándose en ti; Shelby con su encantadora galantería; el otro, ese detective, esforzándose por alcanzar la gloria. Acabarán por aniquilar tu autoestimación y corromper el valor de tu pasión.

—Entonces me crees culpable.

La luz fosforescente le daba a la piel de Waldo unos tintes verdosos. Yo sentía que también en mi cara se reflejaba el enfermizo matiz del temor. Con un movimiento casi subrepticio tiré del cordón de la lámpara. Al desvanecerse las tinieblas, el cuarto me pareció verdaderamente real. Vi formas familiares, la solidez de los muebles; sobre la mesa, junto a la blanca pared, las rosas encarnadas de tía Susana. Saqué una del vaso y acerqué los frescos pétalos de la flor a mi mejilla.

—Waldo, dime la verdad. ¿Me crees culpable?

—Te adoro por serlo. Veo ante mí a una gran mujer. Laura, tú y yo vivimos en un mundo ficticio, castrado. Entre nosotros hay pocas almas capaces de la violencia. La violencia —pronunciaba la palabra como un término amoroso, su voz parecía la de un amante recostado sobre la almohada— da convicción a la pasión, mi amor. Tú no estás muerta, Laura. Eres una mujer violenta, viva, sedienta de sangre.

Desparramados a mis pies yacían muchos pétalos rojos. Mis manos, yertas y temblorosas, arrancaron el último pétalo de la flor.

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