Laura

Laura


Cuarta Parte » 6

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Ésta no es manera de escribir la historia. Yo debería ser simple y coherente, anotando los hechos uno tras otro, poniendo orden en el caos de mi entendimiento. Cuando me pregunten: «¿Volvió usted el viernes por la noche para matarla, Laura?» contestaré: «No es hombre el que miente y coquetea para obtener una confesión»; y cuando me pregunten acerca de tocar el timbre y esperar en la puerta a que ella abriese, para matarla, diré que mi mayor deseo en este mundo hubiera sido haberme encontrado con él antes de lo sucedido.

Éste es el estado actual de mi ánimo. Durante dos horas enteras he estado temblando, con la bata rosa puesta, incapaz de ejecutar los movimientos para desnudarme. Antes, hace ya mucho tiempo, cuando tenía veinte años y sufría una gran desilusión, acostumbraba a sentarme así, al borde de la cama, en un cuarto de paredes descoloridas. Pensaba en la novela que estaba escribiendo sobre una joven y un hombre. La novela era mala; nunca la terminé, pero al escribirla me hacía sacudir el polvo de todos mis rinconcitos sentimentales. Esta noche, a medida que voy escribiendo, el polvo aumenta. Ahora que Shelby se ha vuelto contra mí y Mark ha demostrado la naturaleza de su ardid, tengo miedo de contemplar la sucesión ordenada de los hechos.

La traición de Shelby nos fue servida con la cena, acompañada por el ruido de la lluvia. Yo no podía comer; mi mano, pesada como el plomo, se negaba a levantar el tenedor; pero Waldo comía con la misma ansia con que devoraba cada noticia.

Shelby se presentó a la policía jurando ser verdad que él estuvo en mi apartamento con Diana, el viernes por la noche. Dijo, como me lo dijo a mí, que sonó el timbre, que Diana atravesó el cuarto taconeando con mis chinelas plateadas, y que le dispararon un tiro al abrir la puerta. Que Diana insistió en que fuera al apartamento porque tenía miedo de alguna violencia. A Diana la habían amenazado, dijo Shelby, y aunque a él no le agradó la idea de verla en casa de Laura, ella se lo rogó de tal modo que no pudo negarse.

El abogado de Shelby era N. T. Salsbury, hijo. Éste explicó que Shelby no había declarado antes porque estaba protegiendo a otra persona. El nombre de esa persona sospechosa no se divulgó por radio. El subcomisario Preble se negó a manifestar a los reporteros que la policía sabía quién era esa otra persona a quien Shelby estaba protegiendo. La declaración de Shelby lo convirtió en testigo del Fiscal.

En todas las emisoras de radio se mencionaba el nombre del subcomisario Preble tres veces por minuto. El nombre de Mark no figuraba para nada.

—¡Pobre McPherson! —dijo Waldo, al echar dos comprimidos de sacarina en su taza de café—. Entre Shelby y el subcomisario lo han eclipsado.

Me levanté de la mesa.

Waldo me siguió hasta el sofá con la taza de café entre las manos.

—Mark no es como ellos —le dije—. Mark no es así, él nunca sacrificaría a nadie… a nadie, por amor a su carrera o por ansias de figurar.

—¡Pobre niña querida! —me dijo Waldo. La taza de café golpeó contra la mesa; una vez que tuvo las manos libres volvió a estrechar la mía entre las suyas.

—Él está haciendo su juego, Laura. Ese muchacho es diabólicamente listo. Preble está disfrutando ahora de su pequeña victoria, pero la ciruela de este budín se la llevará nuestro pequeño Jack Horner[5]. Escucha mi advertencia, preciosa, antes de que estés perdida. Él te sigue la pista; bien pronto volverá con alguna estratagema para hacer que confieses.

Retornó la sombra del histerismo. Arranqué mi mano de entre las suyas, me eché en el sofá cerrando los ojos y estremeciéndome.

—Tienes frío —dijo Waldo, y se dirigió al dormitorio en busca de mi cubrecama. Lo extendió sobre mis piernas estirándolo bien y acomodándolo debajo de mis pies. Luego se enderezó contento, satisfecho.

—Yo tengo que protegerte, mi dulce niña.

—No puedo creer que sólo desee una confesión. Yo le gusto a Mark. Él es sincero.

—Yo lo conozco mejor que tú, Laura.

—Eso te parece a ti.

—He cenado con Mark casi todas las noches desde que empezó este asunto, Laura. Me ha cortejado de una manera rara, no sé por qué, pero he tenido numerosas ocasiones de observar su carácter y sus costumbres.

—Entonces será un hombre muy interesante, porque desde que te conozco nunca te he visto cenar con una persona insípida.

—Mi querida niña, siempre tienes que justificar tu mal gusto, ¿verdad? —Waldo se echó a reír—. He pasado algunas horas con el muchacho; ergo, se convierte en un hombre de sentido y profundidad.

—Él es más inteligente que muchos de los que andan por ahí llamándose intelectuales.

—¡Qué luchadora te pones cuando te interesa algún hombre! Bueno, si te place me confesaré culpable de cierto oscuro interés por ese muchacho. Sin embargo, debo confesar que mi curiosidad se despertó observando el nacimiento de su amor por ti.

—¡Por mí!

—No cantes tan alto, mi dulce canaria. Tú estabas muerta. Había mucha dignidad en esa frustrada pasión. Él no podía servirse de ti, ni destruirte más de lo que estabas. Tú eras inaccesible y, por consiguiente, deseable por encima de todo deseo.

—¡Cómo tergiversas las cosas, Waldo! Tú no comprendes a Mark. En él hay algo, algo latente. Si él hubiera estado metido en un idilio frustrado, nunca se hubiera alegrado tanto cuando volví.

—Un ardid.

—Eso eres tú y tus palabras. Tú siempre tienes palabras, pero no siempre significan algo.

—Ese hombre es escocés, niña, tan mezquino con las emociones como con los dolores. ¿Has analizado alguna vez esta forma especial de romanticismo que retoña entre los muertos, los perdidos, los enterrados? Mary of the Wild Moor y Sweet Alice With Hair So Brown, sus heroínas, están siempre muertas o tuberculosas; la muerte es el tema de todas sus canciones de amor. Es un análisis muy adecuado para explicar la parsimonia de su pasión para con las mujeres vivas. El futuro de Mark se desenvuelve como si se reflejara sobre una pantalla —la mano gordinflona de Waldo desenvolvió ese futuro—. Lo veo ahora, convirtiendo en romántica la frustración, rogándole a pobres mujeres engañadas que lloren con él por el amor muerto.

—Pero se alegró de verme viva. En su alegría noté algo especial, como si… —lancé la palabra valientemente—, como si me hubiera estado esperando.

—¡Ah! —dijo Waldo—. ¡Al verte viva!

Su voz temblaba.

—Cuando Laura se convirtió en una realidad al alcance de sus garras, puso de relieve el otro lado de sus pensamientos. La mezquindad básica, la necesidad de sacar un provecho de la vida de Laura.

—¿Quieres decir que toda su amabilidad y sinceridad eran otros tantos ardides para obtener una confesión? ¡Eso es estúpido!

—Si sólo hubiera tratado de obtener una confesión, la cuestión sería bien sencilla. Pero considera la contradicción de este caso: compensación y confesión. Te convertiste en una realidad, Laura: te pusiste al alcance de las garras de ese hombre, una mujer como tú, culta, delicada, superior a él; se vio en la necesidad de poseerte. Poseer, vengar, destruir.

Waldo se había sentado en el sofá balanceando sus corpulentas piernas sobre el borde y agarrándose a mi mano para no perder el equilibrio.

—¿Sabes cómo llama Mark a las mujeres? Muñecas, damas. —Su lengua pronunció las palabras como un aparato de telégrafo da las señales de puntos y rayas—. ¿Qué más pruebas quieres de la vulgaridad e insolencia de ese hombre? En Washington Heights hay una muñeca que le sacó una piel de zorro: «le sacó», así dijo él. Y en Long Island vive una dama que él se jactó de haber abandonado, después de que ella estuviera esperándolo años enteros.

—No creo absolutamente en nada de todo esto.

—Acuérdate de la lista de tus admiradores, querida. Considera el pasado. Siempre te defiendes con la misma firmeza, te sonrojas de la misma forma, tan encantadora, y me reprochas el ser intolerante.

Me pareció ver sombras sobre la alfombra. Una procesión pasaba por mi mente. Una procesión de esos amigos y enamorados cuya hombría mermaba ante mis ojos a medida que Waldo hacía la crítica de sus debilidades. Recordé la risa paternal e indulgente, la primera vez que me llevó al teatro y yo alabé la mala actuación de un hermoso actor.

—Espero que no seré indiscreto al mencionar el nombre de Shelby Carpenter. ¡Cuántos ultrajes he sufrido por no apreciar la hombría, la integridad, la fuerza oculta de ese pimpollo galante! Fui complaciente contigo, te dejé disfrutar de ese impostor, seguro de que tú misma lo descubrirías todo. Hoy, ya ves —dijo, alargando su mano en un gesto que abarcaba el lamentable presente.

—Mark es un hombre —dije.

Los pálidos ojos de Waldo tomaron color; gruesas venas azuladas surgieron en su frente; la palidez de su rostro se tiñó de rubor. Intentó reír, pero cada nota era singular y dolorosa.

—Siempre el mismo modelo, ¿verdad? Un cuerpo delgado y esbelto es el prototipo de la virilidad, Un perfil fino indica una naturaleza delicada. Basta que un hombre sea fuerte y delgado para que tú lo vistas con las ropas de Romeo, o superhombre, o Júpiter disfrazado de toro.

—Para no mencionar —añadió, tras un momento de horrible silencio— al marqués de Sade. Esa necesidad también impera en tu naturaleza.

—No puedes hacerme daño, Waldo. Ningún hombre volverá a dañarme.

—No estoy hablando de mí —dijo Waldo en son de reproche—. Estábamos discutiendo sobre tu amigo frustrado.

—Estás loco —le dije—. Mark no está frustrado. Él es un hombre fuerte. Él no tiene miedo a nada ni a nadie.

Waldo sonrió como si estuviera haciéndome alguna confidencia especial.

—Tu incurable optimismo femenino te ha cegado de tal modo que no ves el principal defecto del joven. Él lo oculta celosamente, querida, pero fíjate bien la próxima vez que lo veas. Cuando descubras su aspecto precavido, retorcido y astuto, recordarás las advertencias de Waldo.

—No te comprendo —le dije—. Estás inventando cosas.

Oí mi voz como algo ajeno, estridente, fea, semejante a la voz de una colegiala malhumorada. Las rosas encarnadas de tía Susana proyectaban sombras moradas sobre la blanca pared. En las cortinas había dibujos de calas y lirios. Pensé en colores, telas y nombres, deseando apartar de mi pensamiento a Waldo y sus advertencias.

—Un hombre que desconfía de su cuerpo, encanto mío, busca la debilidad e impotencia en otro ser viviente. Ten cuidado, querida. Él encontrará tu punto débil para plantar en él sus semillas de destrucción.

Tuve pena de mí misma; estaba desilusionada de la gente y de la vida. Cerré los ojos buscando la oscuridad; sentí un escalofrío en mi sangre y una relajación en mis músculos.

—Te harán daño, Laura, porque la necesidad del dolor forma parte de tu naturaleza. Te harán daño, porque eres una mujer a quien le atrae la fuerza de un hombre, a la vez que le repele su debilidad.

Lo supiese él o no, ésa era en realidad la historia de mis relaciones con Waldo. Al principio estribó en la inflexible fuerza de su inteligencia, pero mi cariño había alcanzado su madurez al conocer su corazón infantil e indeciso. Lo que Waldo necesitaba no era una amante, sino amor. Con ese hombre grande y obeso aprendí a ser paciente y cuidadosa; lo mismo que una mujer es paciente y cuidadosa con un niño enfermizo y sensible.

—La madre —dijo Waldo pausadamente—, la madre siempre es destruida por sus hijos.

Retiré mi mano con presteza. Me levanté. Corrí al otro extremo del cuarto huyendo de la luz de la lámpara. Permanecí temblando en la sombra.

Waldo habló con mucha dulzura, como lo haría un hombre hablándole a las sombras.

—Un golpe limpio —dijo Waldo—, un golpe limpio destruye rápido y sin dolor.

Sus manos, me parece ahora recordar, mostraban la forma precisa de la destrucción.

Vino hacia mí…, yo me retiré más hacia el rincón. Aquello era raro. Yo siempre había sentido respeto y ternura por ese brillante e infeliz amigo. Me esforcé por juzgarlo bien, recordé los años transcurridos desde que nos conocimos, pensé en su bondad. Me sentía débil, avergonzada de mi histerismo y de tratar de huirle. Me obligué a permanecer firme. No retrocedí. Acepté el abrazo como aceptan las mujeres las caricias de los hombres a quienes no se atreven a herir. Yo no cedí, me sometí. No me enternecí, soporté.

—Eres mía —me dijo—. Mi amor y mi todo.

Al mismo tiempo que su murmullo, oí confusamente unos pasos. Los labios de Waldo besaban mis cabellos, su voz cuchicheaba en mi oído. Luego se oyeron tres golpes secos en la puerta, el rechinar de una llave en la cerradura… Waldo aflojó su abrazo.

Mark había subido la escalera lentamente, y fue lento al abrir la puerta. Me retiré de Waldo, arreglándome el vestido, alisándome las mangas, y al sentarme, estiré la falda sobre las rodillas.

—Entra con llave —dijo Waldo.

—El timbre fue la señal del asesino —dijo Mark—. No quiero recordárselo a ella.

—Los modales del verdugo son exquisitos —dijo Waldo—. Fue una delicadeza por su parte llamar a la puerta.

Las advertencias de Waldo se habían grabado en mi memoria. Mirando a Mark con sus ojos, observé la rigidez de sus hombros, el dominio de sí mismo. No fueron tanto sus movimientos, como su cara, lo que me reveló que Waldo tenía razón al decirme que Mark estaba en guardia. Él se dio cuenta de mi curiosidad y me devolvió el reto, como si dijera que él podía cotejar sus análisis y revelar despiadadamente mis debilidades más escondidas.

Sentándose en la butaca y posando sus manos finas sobre los brazos, pareció abandonar la vigilancia. Pensé que estaba cansado al ver la línea oscura que acentuaba sus ojeras y la tirantez de la piel de sus pómulos. Luego, instantáneamente, encendiéndose en mi cabeza la señal roja de la cautela, desterré sentimientos tontos. «Muñecas y damas», dije para mis adentros: «todas somos muñecas y damas para él».

—Deseo hablar con usted, Laura —dijo Mark mirando hacia Waldo, como si indicase que tenía que librarme del intruso.

Waldo había echado raíces en el sofá. Mark se acomodó en la butaca y sacó su pipa, dando señales de impaciencia. Bessie entreabrió la puerta de la cocina gritando las buenas noches.

Una mujer de Washington Heights le había sacado una piel de zorro, me decía para mí misma, preguntándome cuánto le habría costado en orgullo y en esfuerzo. Luego me encaré audazmente con él y le pregunté:

—¿Has venido a detenerme?

Waldo me miró, diciendo:

—Ten cuidado, Laura; cualquier cosa que le digas puede emplearse en contra de ti.

—¡Cuán galantemente la protegen sus amigos! —dijo Mark—. ¿No le advirtió Shelby eso mismo la otra noche?

Al oír el nombre de Shelby me puse más rígida. Mark también estaría burlándose de mí por haber confiado en un hombre débil.

—Y bien —le dije—, ¿para qué ha venido? ¿Estuvo en Wilton? ¿Vio algo en mi casa?

—¡Chist! ¡Chist! —hizo Waldo.

—No veo que pueda perjudicarme por preguntar dónde ha estado.

—Usted me dijo que no sabía nada del crimen, que no compró periódicos y que la radio estaba estropeada. ¿No fue eso lo que me dijo, Laura?

—Sí.

—Lo primero que descubrí es que su radio va perfectamente.

Mis mejillas ardían.

—Pero cuando yo estuve allí no funcionaba. Es cierto. La habrán arreglado. Dije a los chicos de la casa de electricidad que hay junto a la estación de Norwalk que fueran a arreglarla. Antes de coger el tren me paré a decírselo. Tienen la llave de mi casa, eso probará que es cierto.

Me había puesto tan nerviosa que ansiaba romper, desgarrar, gritar. La vacilación de Mark era deliberada, temía por fin llevar la escena al paroxismo histérico. Habló de la verificación de todos mis movimientos desde mi supuesta (ésa fue la palabra que usó) llegada a Wilton el viernes por la noche, y de no haber encontrado nada mejor que mi débil coartada.

Comencé a hablar, pero Waldo me hizo una seña, poniéndose el dedo sobre los labios.

—Nada de cuanto encontré allí —prosiguió diciendo Mark— mitiga la acusación contra usted.

—¡Qué piadoso! —dijo Waldo—. Como si hubiera ido en busca de pruebas para tu inocencia en vez de pruebas de tu culpabilidad. Es algo sorprendentemente caritativo en un miembro de la Sección de Investigaciones, ¿no te parece, Laura?

—Mi obligación es descubrir todas las pruebas, ya revelen inocencia o culpabilidad —dijo Mark.

—Vamos, no me diga que la culpabilidad es lo que usted prefiere. Seamos realistas, McPherson. Todos sabemos que la fama acompañará indefectiblemente su triunfo en un caso tan extraordinario como éste. No me diga, mi querido amigo, que cederá a Preble todos los honores.

El rostro de Mark se ensombreció. Su turbación agradó a Waldo.

—¿Por qué negarlo, McPherson? Su carrera se alimenta de fama. Laura y yo lo estuvimos discutiendo antes; era muy interesante, ¿verdad, encanto? —Sonrió mirándome como si fuéramos de la misma opinión—. Ella sabe tanto como usted y yo, McPherson, la celebridad que en este caso daría a su nombre. Considere las variaciones de este crimen, las fascinadoras facetas de este asesinato tan contradictorio. La víctima surge de la tumba y se convierte en la homicida. Todos los grandes diarios mandarán a sus ases; los sindicatos llenarán la sala del tribunal con novelistas, mujeres y psicoanalistas. Las emisoras de radio lucharán por el derecho de instalar micrófonos dentro del edificio del tribunal. Las informaciones de la guerra serán relegadas a la segunda página. Esto es, queridos míos, lo que el público quiere: lujuria a dos centavos, pasión de suplemento dominical, pecado en el barrio de Park Avenue. Hora tras hora, minuto a minuto, una nación esperará la descripción, a dólar por palabra, del juicio de la década. Y en cuanto a la homicida —dijo Waldo haciendo girar sus ojos—, usted mismo, McPherson, rindió tributo a sus tobillos.

Los músculos del rostro de Mark se contrajeron.

—¿Quién es el héroe en este crimen? —Waldo proseguía, gozándose con su elocuencia—. El héroe de todo, ese joven intrépido que descubre los secretos de una Lucrecia moderna, no es otro —Waldo se levantó haciendo una profunda reverencia— que nuestro bravo McPherson.

Las manos de Mark se curvaron alrededor de su pipa, sus nudillos estaban blancos.

Aquella calma y dignidad exasperaron a Waldo. Él creyó que su víctima se retorcería.

—Está bien, prosiga. Deténgala si cree que tiene pruebas suficientes. Llévela a juicio con su prueba baladí. Será un triunfo, se lo aseguro.

—Waldo —dije yo—, dejemos esto. Estoy lista para cualquier cosa que pueda suceder.

—Nuestro héroe —dijo Waldo con orgullo y energía—. Pero aguarda, Laura, hasta que oigas las risas de una nación. Déjalo que procure probar tu culpabilidad, amor mío. Déjalo fanfarronear en el banco de los testigos con sus ridículas pruebas. ¡Ya verás en qué mequetrefe ridículo quedará convertido cuando yo me encargue de él! Millones de lectores de Lydecker se desternillarán de risa con las crudas ridiculeces del patán de la tibia de lata.

Waldo había vuelto a apoderarse de mi mano en un triunfante despliegue de posesión.

—Señor Lydecker, habla usted como si quisiera ver a Laura juzgada por ese crimen.

—No tenemos miedo —repuso Waldo—. Laura sabe que pondré en juego todo mi poder para ayudarla.

—Perfectamente. De manera que ya que usted asume la responsabilidad por el bienestar de la señorita Hunt, no hay motivo para que ignore que hemos encontrado la escopeta. Estaba en el baúl de debajo de la ventana del dormitorio de su casita de campo. Es una escopeta de caza ligera. Tiene las iniciales D. S. C. Fue propiedad de la señora Carpenter. Está aún en buenas condiciones; la han limpiado, engrasado y disparado recientemente. Shelby la reconoció como la escopeta que él dio a la señorita Hunt.

Aquello fue como haber esperado al doctor y sentir alivio, cuando la última palabra mata la última esperanza. Me separé de Waldo colocándome frente a Mark.

—Está bien —dije—. Lo esperaba. Mis abogados son Salsbury, Haskins, Warder y Bone. ¿Me pongo en comunicación con ellos o me detiene usted primero?

—Cuidado, Laura.

Era Waldo. No le hice caso. Mark también se había levantado. Estaba de pie, con las manos apoyadas en mis hombros y sus ojos fijos en los míos. El aire se estremecía entre nosotros. Mark parecía triste. Me alegré. Yo quería que sufriese. Tenía menos miedo, porque en los ojos de Mark brillaba una mirada triste. Es difícil ser coherente, explicar todo esto con palabras. Sé que estuve llorando y que la chaqueta de Mark era áspera.

Waldo nos observaba. Yo me quedé mirando el rostro de Mark, pero sentía que Waldo me miraba como si sus ojos quisieran atravesar mi espalda. Waldo me preguntó:

—¿Qué es lo que haces, Laura?

El brazo de Mark me apretó. Waldo siguió diciendo:

—Es un precedente clásico, y lo sabes. Tú no eres la primera mujer que se entrega a su carcelero. Pero nunca comprarás tu libertad de ese modo, Laura.

Mark se apartó de mí encarándose con Waldo y amenazando con sus puños aquel rostro lívido. Los ojos de Waldo parecían saltar detrás de sus lentes, pero se quedó quieto, muy rígido, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Corrí hacia Mark y le bajé los brazos diciéndole:

—Mark, por favor, de nada servirá irritarse. Si tiene que detenerme, hágalo. No tengo miedo.

Waldo se reía de nosotros.

—Ya ve usted, mi noble joven; ella desprecia su galantería.

—No tengo miedo —dije yo, contestando a la risa de Waldo.

—A esta hora, querida mía, deberías haber aprendido que la galantería es el último recurso de un bribón.

Yo miraba el rostro de Mark. No había dormido, había pasado la noche viajando a Wilton; parecía cansado. Pero era un hombre, como había dicho Bessie, y también tía Susana cuando se retractó de toda su vida para decirme que algunos hombres valen más que sus ingresos. Yo había sido bastante alegre, me había divertido muchísimo, disfrutado de la compañía de los hombres, pero tuve muchos amigos que fueron viejas remilgadas o niños grandes. Cogí de nuevo el brazo de Mark, lo miré, le sonreí para infundirle valor.

Mark tampoco escuchaba a Waldo, me miraba sonriéndome dulcemente. Yo también estaba cansada, ansiando descansar en él, sentir su fuerza, reposar mi cabeza en su hombro.

—¿De modo que quieres conquistar a una muñeca antes de lograr todos los laureles a costa suya, eh?

La voz de Waldo era chillona, sus palabras crudas e inoportunas. La voz y las palabras se interpusieron entre Mark y yo; nuestro momento pasó, y mis manos no estrecharon más que aire. Waldo se había quitado los lentes. Me miró con sus ojos vidriosos y dijo:

—Laura, yo soy un viejo amigo. Lo que te digo quizá sea desagradable, pero te ruego recuerdes que hace tan sólo cuarenta y ocho horas que conoces a ese hombre.

—No me importa —le respondí—. No me importa el tiempo. El tiempo no significa nada.

—Es un detective.

—Te digo que no me importa, Waldo. Puede ser que él urdiese trampas para asesinos y estafadores, pero conmigo sólo podría ser honrado. ¿No es cierto, Mark?

Por toda respuesta me miró. Parecía estar en otro mundo. Contemplaba el vaso de cristal azogado, el regalo de Navidad que me había hecho Waldo. Entonces miré a Waldo; vi los movimientos de sus gruesos labios sensuales y la niebla que iba cubriendo sus pálidos ojos saltones. La voz de Waldo me insultaba, me desgarraba.

—Siempre lo mismo, ¿no es cierto, Laura? La misma cosa una y otra vez, la misma trampa, el mismo anhelo, la misma derrota. Los hombres delgados, esbeltos, los simples y vigorosos son los que te agradan, porque no llegas a darte cuenta de las enfermedades, podredumbre y corrupción que ocultan. ¿Te acuerdas de un hombre llamado Shelby Carpenter? Él también se sirvió de ti…

—¡Calla! ¡Calla! ¡Calla! —grité a los ojos saltones de Waldo—. Tienes razón, siempre sucede lo mismo, solamente que esas enfermedades, podredumbre y corrupción están dentro de ti. De ti, de ti, Waldo. Es tu malignidad. Te has burlado, has ridiculizado y destruido cada una de mis esperanzas. Tú odias a los hombres que me agradan, buscas sus debilidades, los haces débiles; los has atormentado y avergonzado ante mis ojos hasta que llegaron a odiarme.

Waldo me había definido como una mujer sedienta, de sangre, y en eso me convertí al sentir la fiebre repentina del odio. No lo vi claro en el caso de Shelby y de los otros, nunca me di cuenta de su malignidad, hasta que procuró avergonzar a Mark delante de mí. Grité valientemente, hablé como si lo supiera desde antes; pero en verdad había estado muy ciega para no ver cómo sus mordaces estocadas herían a mis amigos aniquilando todo amor por mí. Ahora lo vela todo bien claro, como si fuese una diosa sobre una montaña, mirando a los hombres a través de una luz clarísima. Estaba contenta por mi cólera; gozaba odiando; clamaba venganza; era una mujer sedienta de sangre.

—Tú estás procurando destruirlo a él también. Lo odias. Tienes celos. Él es un hombre. Mark es un buen hombre. Por eso quieres destruirlo.

—Mark no necesita ayuda —dijo Waldo—. Parece muy capaz de destruirse a sí mismo.

Waldo siempre supo vencerme con sus argumentos, convirtiendo mi justa ira en una barata furia de verdulera. Sentía la fealdad de mi cara y me volví para que Mark no pudiese verme. Pero Mark estaba impávido. Al volverme me agarró, me atrajo hacia él y yo quedé quieta, inmóvil por completo a su lado.

—¿De manera que ya has elegido? —preguntó Waldo en son de burla. No había más fuerza en el veneno. La mirada directa y penetrante de Mark tropezó con la oblicua y astuta de Waldo. Waldo quedó sin otra defensa que la pequeña arma de la aspereza.

—¡Bendita sea vuestra propia destrucción, hijos míos! —dijo, poniéndose los lentes.

Había perdido la batalla. Estaba procurando hacer una retirada digna. Me dio lástima. Se me acabó la rabia, y ahora que Mark había disipado mi temor, no sentía deseos de atacar a Waldo. Nos hablamos peleado, habíamos puesto al desnudo el rencor que guardábamos a causa de nuestras desilusiones, habíamos terminado con nuestra amistad; pero no podía olvidar su bondad, su generosidad, los años pasados, las bromas y opiniones que compartimos, las fiestas de Navidad y cumpleaños, la intimidad de nuestras peleas.

—Waldo —dije, dando un paso hacia él. Mark se retuvo, me agarró, y yo olvidé al viejo amigo, de pie con el sombrero en la mano, en el umbral de la puerta. Olvidé todo; cedí sin vergüenza alguna, se me ofuscó la mente; dejé que se manifestara mi temor; me abandoné en sus brazos. No vi salir a Waldo, no oí cerrar la puerta ni recuerdo lo que pasó. ¿Había lugar en mí para algún temor, alguna sospecha de ardid, algún recuerdo de advertencia? Mi madre me había dicho muchas veces: «No te entregues», y yo me estaba entregando con consciente placer, me entregaba con tal abandono, que sus labios, su corazón y sus músculos tenían que saber que era suya.

Mark se apartó de mí tan de repente, que me pareció como si me hubiera arrojado contra la pared. Se apartó de mí como si, habiendo querido conquistarme, hubiera ganado, y ahora ansiaba terminar.

—¡Mark! ¡Mark! ¡Mark!

Se había marchado.

Esto sucedió hace tres horas, tres horas y dieciocho minutos. Estoy todavía al borde de la cama, a medio desnudar. La noche es húmeda, mi piel también siente una humedad como de rocío. Me siento sola y muerta. Mis manos están tan frías que casi no puedo coger un lápiz. Pero debo escribir; debo escribirlo todo; así libraré mi mente de confusiones y pensaré con claridad. He procurado recordar cada escena e incidente; cada palabra que él me dijo.

Waldo y Shelby me advirtieron que era un detective. Pero si él me cree culpable, ¿por qué no están ya los guardias en la puerta? ¿O es que me ama y, creyéndome culpable, me proporciona esta ocasión para escapar? Toda excusa y todo alivio son expulsados de mi cabeza por las advertencias de Waldo. Quise convencerme de que esas advertencias habían nacido de los celos de Waldo; que Waldo, con cruel astucia, había procurado culpar a Mark de una serie de faltas y pecados que eran sus propias debilidades disfrazadas.

Está sonando el timbre. Quizá Mark haya vuelto para detenerme. Me encontrará como una ramera, vestida con una bata rosa, con una cinta rosa cayendo sobre mi hombro, con el cabello suelto…, semejante a una muñeca…, a una dama…, a una mujer para ser poseída por un hombre y luego ser dejada de lado.

El timbre sigue sonando. Es muy tarde. La calle está ya tranquila. Así habrá estado la noche en que Diana abrió la puerta al criminal.

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