Laura

Laura


Quinta Parte » 1

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En los archivos del Departamento de Policía existen informes completos sobre el caso Laura Hunt. Según el registro oficial, el caso es parecido a cientos de otras investigaciones afortunadas. Informe del teniente McPherson; informe del sargento Mooney; informe del teniente McPherson. Caso archivado el veintiocho de agosto.

Los detalles más interesantes del caso nunca figuraron en los archivos del Departamento. Mi informe sobre aquella escena en el living de Laura, por ejemplo, reza así:

A las 8.15 encontré a Lydecker en el apartamento de la señorita Hunt, con ella. Él trataba de probar que yo conspiraba para lograr su confesión. Me quedé hasta las 9.40, aproximadamente. Cuando él salió mandé a Behrens y a Muzzio, que estaban de guardia en la puerta, que lo siguieran. Yo fui a casa de Claudius Cohen…

La historia merece un tratamiento más humano de lo que permite el informe policial.

Quiero declarar, antes de seguir escribiendo, que la historia inconclusa de Waldo y el manuscrito de Laura estuvieron en mis manos antes de que yo escribiese una sola palabra. Al escribir la parte comprendida entre ambos, procuré contar lo sucedido tal como pasó, sin añadir demasiado de mi propia opinión o prejuicios. Pero soy humano. Vi lo que Waldo había escrito sobre mí y leí los halagadores comentarios de Laura. Como es natural, mis opiniones sufrieron una cierta influencia.

No puedo dejar de pensar lo que hubiera sucedido de no ocurrírsele al subcomisario jugarme la mala pasada de confiarme el caso cuando supo que yo contaba con pasar la tarde del sábado en el campo de béisbol. El crimen nunca se hubiera descubierto. Digo esto sin buscar alabanzas por haber aclarado el misterio. Me enamoré de una mujer, y dio la casualidad de que le gusté. Esto suministró la llave que abrió la puerta principal.

Desde el principio supe que Waldo ocultaba algo. En realidad, no puedo decir que sospechase que estuviera enamorado o fuera el criminal. Aquel domingo por la mañana, cuando se miró en el espejo y habló de su cara inocente, comprendí que yo estaba jugando con un balón hueco. Pero no era desagradable; fue siempre un buen compañero. Me dijo francamente que había amado a Laura, pero yo creí que se había limitado al papel de amigo fiel.

Yo tenía que saber lo que estaba ocultando, aunque sospechaba qué clase de juego puede hacer que un aficionado se sienta superior a un detective profesional. Waldo creía ser una gran autoridad en crímenes.

Yo hice mi juego. Lo adulé, busqué su compañía, me reí de sus bromas. Mientras le preguntaba sobre las costumbres de Laura, estudiaba las suyas. ¿Qué podía inducir a un hombre a coleccionar porcelanas y cristales antiguos? ¿Por qué llevaba aquel bastón y aquella barba estrafalaria? ¿Qué motivo tenía para gritar cuando alguno intentaba tomar café en su taza predilecta? Los indicios que ofrece el carácter son los únicos que ayudan a solucionar cualquier crimen, excepto los más brutales.

Antes de aquella noche en el jardín de Montagnino, cuando me habló de la canción, la charla de Waldo había descrito su amor por Laura como una amistad paternal y sin erotismo. Fue entonces cuando empecé a ver en sus paseos de medianoche algo más que la afectación de un hombre que se considera un heredero de la tradición literaria. Quizá no hubiese estado todo el viernes por la noche leyendo a Gibbon, metido en un baño tibio.

Luego volvió Laura. Cuando descubrí que la joven asesinada era Diana Redfern perdí completamente la pista. Había tal maraña de cosas: las tres inexplicables mentiras de Shelby, la pitillera de oro… Durante esa fase de la investigación no podía dejar de mirarme al espejo preguntándome si tenía yo el aspecto de un lobo que confía en una mujer.

Shelby creía sinceramente que su belleza fatal indujo a Laura al homicidio. Para acallar su conciencia escrupulosa, Shelby la protegió.

Pero Shelby no era un cobarde. Se arriesgó el día que fue a la casita de campo en busca de la escopeta. Fracasó en su intento porque un taxi amarillo iba siguiéndolo, y Shelby era lo bastante listo como para suponer que el Departamento de Policía no gastaba el dinero por el gusto de proporcionarle a uno de sus agentes un bonito paseo. Cuando Shelby vio la escopeta por primera vez después del crimen, estaba sobre mi escritorio.

La escopeta era una pistola para Shelby. Tenía las iniciales de su madre: D. S. C. Deliah Shelby Carpenter. Me pareció verlo cuando era niño, con pantalones cortos, recitando versos a una madre llamada Deliah.

Me dijo que la escopeta había sido usada un mes antes, cuando él mató un conejo.

—Mire, Carpenter —le dije yo—, usted debe confesar. Si me dice la verdad ahora, podremos pasar por alto una docena de mentiras que lo constituyen a usted en cómplice del hecho. Quizá mañana sea tarde.

Me miró como si yo hubiese dicho en voz alta lo que pensaba acerca de Deliah. Él nunca se convertiría en un testigo del fiscal, de ninguna manera, eso no lo haría un descendiente de los Shelby de Kentucky. Eso era una bajeza sin nombre que ningún caballero podía hacer.

Me costó tres horas hacerle comprender la diferencia entre un caballero y un hombre cualquiera. Entonces se rindió preguntando si podía llamar a su abogado.

Dejé que Preble divulgara la noticia de las declaraciones de Shelby, porque yo también estaba haciendo un juego con él. En el mundo de la política ese juego se llama apaciguamiento. Según la opinión de Preble, la escopeta y la declaración de Shelby confirmaban las sospechas contra Laura. Ella parecía tan culpable como Ruth Snyder. Entonces pudimos inscribirla como sospechosa del crimen. Una pronta detención, según Preble, aportaría una sabrosa confesión. Y orquídeas para el Departamento de Policía bajo la eficiente dirección del subcomisario Preble.

Vi su juego tan claramente como si me hubiera mostrado las cartas. Era un viernes; el lunes regresaba el comisario de sus vacaciones. Preble contaba con poco tiempo para almacenar su parte de publicidad personal, y como Laura había vuelto, el caso era estrictamente de primera página y digno de divulgarse por radio a todo el país. La señora y los hijos de Preble estaban esperando oír por las ondas, en un hotel veraniego de Thousand Islands, que papá había solucionado el misterio de la década.

Tuvimos una discusión. Yo quería tiempo; él quería acción. Le llamé viejo caballo de varas de un partido político que debería estar enterrado hace años bajo una carga de boñiga de vaca. Él gritó a voces que lo que yo quería era aferrarme a la cuadrilla del partido que estaba en el poder; una manada de rojos asquerosos capaces de vender la patria por treinta monedas de oro moscovita. Yo dije que él era un descendiente de los antiguos jefes indios que habían dado su nombre a sus hediondas lealtades, y él dijo que yo era capaz de mandar a mi madre a Bowery[6] si creyese que con eso adelantaría mi carrera. No digo esto en el lenguaje que empleamos porque, como ya dije antes, yo no he recibido mi educación en una universidad y por lo tanto escribo limpio.

Aquello terminó en tablas.

—Si no trae mañana por la mañana al criminal, vivo o muerto…

—Está usted gritando en vano —le dije—. Le tendré amarrado y listo a la hora del desayuno.

—¡La tendré!

—Ya veremos.

Yo no tenía una sola prueba que no fuera contra Laura. Pero aun cuando mis propias manos sacaron aquella escopeta del baúl de su dormitorio, no pude creerla culpable. Ella podría pegarle a su rival con una bandeja, pero era tan incapaz de premeditar un crimen como yo de coleccionar porcelanas antiguas.

Eran cerca de las ocho. Tenía unas doce horas para salvar a Laura y probar que yo no era un bobo ni al uno por ciento.

Me dirigí a la Calle Sesenta y Dos. Cuando abrí la puerta supe que había interrumpido una escena amorosa. Era el día del hombre obeso. Shelby había traicionado a Laura y yo parecía estar amenazándola con una detención. Él era el hombre que ahora la poseía, y cuanto más se hundía ella, tanto más necesitaba de él, tanto más seguro era su dominio. A él le hubiera resultado ventajoso en más de un sentido que ella fuese juzgada como autora del crimen.

Mi presencia fue como veneno para él. Su rostro tomó el color de la col; sus carnes gordas temblaban como un flan. Hizo lo posible por humillarme, por hacerme parecer un mezquino policía que enamora a una mujer con el fin de progresar.

Su acusación era del tipo de la de Preble, de que yo sería capaz de mandar a mi madre a Bowery con tal de adelantar en mi carrera. Observaciones como ésta son más bien revelaciones que acusaciones. La gente asustada procura defenderse acusando a los demás de sus propios pecados. Esto nunca fue tan claro como cuando Waldo empezó a burlarse de mi pierna herida. Cuando más abajo del cinturón golpea un hombre, más seguro se puede estar de su debilidad.

En aquel momento dejé de pensar en Waldo como en el antiguo amigo fiel. Comprendí por qué cambió su actitud conmigo desde que Laura volvió. Había forjado un gran idilio de mi interés por la joven muerta; yo era su compañero en el fracaso. Pero con Laura viva me convertía en su rival.

Me repantigué en mi asiento mientras él me insultaba. Cuando más vil quería hacerme parecer, tanto más claras eran sus intenciones para mí. Durante ocho años conservó a Laura para sí, destruyendo a sus admiradores. Solamente Carpenter sobrevivió. Shelby pudo haber sido un hombre débil, pero era demasiado terco para dejarse vencer. Él permitió que Waldo le insultara una y otra vez, pero fue constante, hallando solaz en jugar a ser el amo de Diana.

Todo estaba claro, pero faltaban pruebas. Me vi a mí mismo como pudo verme el subcomisario; hecho un asno terco, trabajando por instinto contra hechos consumados. La experiencia me ha enseñado que el instinto carece de valor en la sala del tribunal. «Señoría, sé que este hombre ha estado terriblemente celoso. Pruebe eso en el banco de los testigos y veamos cuáles son sus pruebas», me dije.

Generalmente hago el amor en privado. Pero tenía que atizar los celos de Waldo. Cuando estreché a Laura entre mis brazos representaba una comedia. El ser correspondido casi hizo terminar mi utilidad. Yo sabía que le gustaba, pero no había pedido el cielo.

Creyó que la abrazaba porque la habían ofendido, y amándola le ofrecía consuelo y protección. Eso era muy cierto, en el fondo. Pero yo también pensaba en Waldo. La escena de amor fue demasiado fuerte para sus nervios sensibles, y se largó.

Yo no tenía tiempo de dar explicaciones. No era agradable salir corriendo, dejando que Laura pensase que Waldo tenía razón al acusarme de aprovechar su sinceridad como una trampa. Pero Waldo se había marchado, y no podía dejarlo escapar.

Le perdí de vista.

Behrens y Muzzio le dejaron pasar, porque según mis propias órdenes Waldo Lydecker podía entrar y salir de la casa cuando gustase. Ambos agentes estarían haraganeando en la escalinata de entrada, hablando probablemente de sus hijos, y no dieron importancia a sus movimientos. La culpa era mía y no de ellos.

No se veía ni rastro de su enorme cuerpo, de su delicada barba y de su grueso bastón en la Calle Sesenta y Dos. O bien había doblado la esquina o estaba escondido en algún rincón oscuro. Mandé a Behrens hacia la Tercera Avenida y a Muzzio hacia la Avenida Lexington, ordenándoles que lo buscasen y lo siguiesen. Yo subí a mi coche.

Eran las diez y dieciocho cuando encontré a Claudius bajando las cortinas de los escaparates.

—Claudius —le dije—, dígame una cosa. ¿Son siempre maniáticos los coleccionistas de antigüedades?

Él se echó a reír.

—Claudius, cuando un hombre que está loco por los objetos de cristal antiguo, encuentra un ejemplar precioso que no puede poseer, ¿cree usted que lo haría añicos deliberadamente para que ningún otro pudiera poseerlo?

Claudius se mordió los labios.

—Ya sé de qué se trata, McPherson.

—¿Fue un accidente lo de anoche?

—No me atrevo a decir ni que sí ni que no. El señor Lydecker quiso pagar y yo acepté el dinero, pero hubiera podido resultar un accidente. Verá usted…, yo no puse ninguna bala en…

—¿Bala? ¿Quiere decir bala?

—Sí, bala. Las usamos para aumentar el peso de los objetos cuando son livianos y frágiles.

—Pero no usarán balas BB.

—Sí, señor, las BB.

Una vez estuve observando las antigüedades de Waldo, mientras le esperaba. No vi ninguna bala BB aumentando el peso de los vasos y tazas antiguos, pero él no era tan tonto como para dejar una prueba inequívoca al alcance del primer detective. Quise hacer un examen minucioso esta vez, pero no tenía tiempo para obtener una orden de registro. Entré en el edificio por el sótano y subí a pie los dieciocho pisos hasta llegar a su apartamento. Hice todo esto para no encontrarme con el ascensorista, que ya había empezado a saludarme como el mejor amigo del señor Lydecker. Si Waldo Lydecker había vuelto a su casa, no debía llegar a sospechar nada que lo impulsase a salir apresuradamente.

Entré, abriendo la puerta con una llave maestra. La casa estaba silenciosa y oscura.

Había cometido un crimen. Tenía que haber una escopeta. No sería una escopeta, entera o sin culata. Waldo no era de esa clase. De tener un arma, parecería algún otro objeto de museo entre sus perros de porcelana, las pastoras y los jarrones antiguos.

Registré los armarios y los anaqueles del salón, luego seguí en el dormitorio, empezando por los cajones del guardarropa. Todo lo suyo era especial y raro. Sus libros predilectos estaban encuadernados en pieles selectas; tenía guardados los pañuelos, shorts y pijamas en cajas de seda, con sus iniciales bordadas. Incluso el elixir bucal y la pasta dentífrica estaban preparados según recetas especiales.

Oí el ruido del interruptor de la luz en la salita vecina. Mi mano se dirigió automáticamente al bolsillo de atrás. Pero no tenía revólver. Como una vez le dije a Waldo, solamente llevo armas cuando salgo a enfrentarme con algún peligro, y yo no había sospechado que también entrara la violencia en mis actividades de esa noche.

Me volví rápidamente y me puse detrás de una silla. Vi a Roberto con una bata negra de seda, como si fuera él quien pagase el alquiler de este apartamento de lujo.

Antes de que tuviese tiempo de preguntarme nada, yo le dije:

—¿Qué hace usted aquí? ¿No se va siempre a su casa por las noches?

—El señor Lydecker me necesita esta noche.

—¿Para qué?

—No se encuentra bien.

—¡Oh! —dije yo, siguiéndole la corriente—. Por eso estoy aquí, Roberto. El señor Lydecker se encontró mal durante la cena, y me dio la llave rogándome que viniese a esperarle.

Roberto sonrió.

—Iba al cuarto de baño —le dije, pareciéndome aquélla la mejor excusa para explicar mi presencia en el dormitorio. Entré en el baño. Cuando salí, Roberto esperaba en el saloncito. Me preguntó si deseaba un trago o una taza de café o bien un té.

—No, gracias. Usted váyase a dormir, que yo me ocuparé de atender al señor Lydecker. —Se dispuso a irse, pero le llamé—. ¿Qué cree usted que le pasa al señor Lydecker, Roberto? Parece nervioso, ¿verdad?

Roberto sonrió.

—Es ese crimen que lo ha puesto nervioso —dije—; ¿no le parece?

La sonrisa de Roberto me ponía nervioso. Incluso la almeja de Rhode Island sería más parlanchina que esta otra filipina.

—¿Conoció usted a Quentin Waco? —le pregunté.

Esto le hizo despertar. En Nueva York hay pocos filipinos, y están unidos como hermanos. Todos los valets solían apostar por Quentin Waco, el primer boxeador de peso ligero hasta que empezó a mezclarse con las muchachas de los cabarets de la Calle Sesenta y Seis. Gastaba más de lo que tenía, y cuando el joven Kardansky lo puso fuera de combate, lo acusaron de haber vendido la pelea. Uno de los compañeros de Quentin lo encontró una noche en la puerta del cabaret Shamrock y le mató con un cuchillo, por el honor de las Islas, como dijo después al juez. Con el tiempo llegó a saberse que Quentin no había vendido la pelea, y entonces los valets le convirtieron en un mártir. Los de creencias religiosas le encendieron velas en su iglesia.

Casualmente, fui yo el hombre que descubrió la prueba que salvó la reputación de Quentin, restaurando, sin saberlo, el honor de las Islas. Cuando dije esto a Roberto, dejó de reír y se transformó en un hombre. Hablamos de la salud del señor Lydecker. Hablamos del crimen y del retorno de Laura. El punto de vista de Roberto era completamente distinto al de los periódicos. La señorita Hunt era una persona muy amable, siempre muy bondadosa con Roberto, pero por su manera de tratar al señor Lydecker demostraba que no era mejor que la dueña de un cabaret. Según Roberto, las mujeres eran todas iguales. Despreciaban al mejor de los hombres cada vez que encontraban a un tipo moderno que sabía los últimos pasos de baile.

Desvié la conversación hacia la cena que había preparado para la noche del crimen. No era difícil llevarlo a ese tema. Quiso darme detalles del menú, plato por plato. Cada media hora de aquella tarde, el señor Lydecker dejaba sus escritos para entrar a la cocina, y probar, oler, y hacer preguntas.

—Teníamos champagne, de seis dólares la botella —dijo Roberto.

—¡Caramba!

Roberto me dijo que habían preparado algo más que vino y comida para aquella noche. Waldo había colocado los discos de su gramófono automático de manera que Laura disfrutase durante la cena de sus canciones favoritas.

—¿Preparó todo eso? ¡Qué desilusión cuando la señorita Hunt cambió de parecer! —dije—. ¿Qué hizo él, Roberto?

—No quiso comer.

—No comió, ¿eh? ¿No quiso acercarse a la mesa?

—Se sentó a la mesa. Me hizo traer la comida, se sirvió, pero no comió.

—Supongo que tampoco tocó el gramófono.

—No —dijo Roberto.

—Me figuro que no habrá vuelto a tocarlo desde entonces.

El gramófono era grande y caro. Tocaba diez discos seguidos, y luego les daba la vuelta y tocaba la otra cara. Los miré para ver si alguna de las canciones era la música de que Waldo me había hablado. No estaba aquella Tocata y Fuga, sino toda una serie de antiguas canciones de revista. La última era: «Tus ojos se llenan de humo».

—Roberto —dije—, me tomaría un whisky.

Pensaba en aquella noche calurosa en el jardín de Montagnino, cuando amenazaba tormenta y la señora de la mesa vecina cantó al son de la música. Waldo dijo que él había oído aquella canción con Laura, como si el hecho hubiera encerrado mucho más que la simple circunstancia de escuchar música con una mujer.

—Creo que me tomaría otro whisky, Roberto.

Más que whisky necesitaba tiempo para reflexionar. Las piezas empezaban a encajar. La última cena antes de su boda. Champaña y canciones favoritas. Recuerdos de las funciones que habían visto juntos, charla del pasado. Y cuando terminada la comida estuviesen bebiendo coñac, caería el último disco en su lugar, la aguja entraría en el surco.

Me quedé solo en la habitación. A mi alrededor estaban las cosas de Waldo; muebles finos cargados de valiosos objetos, sedas rayadas, libros, música y antigüedades. Tenía que haber una escopeta por alguna parte. Cuando el crimen y el suicidio están planeados como una seducción, el hombre tiene que tener el arma al alcance de su mano.

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