Laura

Laura


Primera Parte » 4

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A las cuatro y diez de la tarde, según el reloj de bronce dorado de mi saloncito, estando yo ensimismado en la lectura de los periódicos dominicales, sonó el teléfono. Laura se había convertido en una leyenda de Manhattan. Algunos periodistas demasiado exaltados habían puesto a su tragedia algunos títulos tan rimbombantes como: «El asesinato de una muchacha soltera». «Busque usted al Romeo del crimen pasional del East Side». La nigromancia del periodismo moderno había transformado a una joven bonita e inofensiva en una sirena peligrosa que practicaba sus ardides en ese barrio encantador donde la Park Avenue se une a Bohemia. Habían trocado su liberal modo de vivir en una ininterrumpida orgía de borracheras, lascivia y engaño; en algo tan impresionante para las masas como provechoso para los dueños de los periódicos. Al dirigirse al teléfono pensaba que en aquel mismo instante el nombre de Laura andaría de boca en boca entre los hombres de las salas de apuestas, mientras que en los barrios pobres las mujeres divulgarían a gritos sus secretos desde las ventanas de las casas.

Oí la voz de McPherson por el auricular, diciéndome:

—Señor Lydecker, se me ocurrió que tal vez usted podría ayudarme. Tengo varias preguntas que hacerle.

—¿Y el partido de béisbol? —le pregunté.

Una sonora carcajada hizo vibrar el diafragma dañándome el oído.

—Se me hizo muy tarde para ir. ¿Puede usted venir a buscarme?

—¿Adónde?

—Al apartamento. En casa de la señorita Hunt.

—No, no quiero ir allí. Es usted muy cruel al pedirme que vaya.

—Lo siento mucho —me dijo tras un momento de frío silencio—. Quizá Shelby Carpenter pueda ayudarme. Veré si puedo comunicarme con él.

—Bueno…, no importa, iré con usted.

Diez minutos después estaba yo a su lado, de pie junto a la ventana del living-room de Laura. En la Calle Sesenta y Dos parecía que reinara el carnaval. Los vendedores ambulantes, intuyendo el beneficio que podrían sacar del desastre, habían acudido con sus carritos y ofrecían sus especialidades a los curiosos, que charlaban muy excitados. Las parejas de novios habían desertado de los verdes senderos de Central Park para venir a pasear, cogidos del brazo, ante la casa del crimen y contemplar las margaritas que regaron las manos de la víctima de un asesinato. Los papás empujaban los cochecitos de los niños y las mamás reñían a los chiquillos que molestaban a los agentes que custodiaban la casa donde habían asesinado a una muchacha.

—Todo Coney Island está aquí.

Mark hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dijo:

—El mayor entretenimiento gratuito para la gente es el crimen. Espero que no le moleste, señor Lydecker.

—Al contrario. Lo que me fastidia es la musiquita del organillo y el olor de patatas fritas. La animación popular da a la muerte un sentido especial. Nadie hubiera gozado de este espectáculo tanto como Laura.

Mark suspiró.

—Si ella estuviera aquí abriría las ventanas de par en par, cortaría muchas margaritas de sus macetas y las arrojaría a la calle. Luego me mandaría a comprar un pepinillo de un centavo.

McPherson arrancó una margarita y fue quitándole los pétalos.

—A Laura le encantaba bailar en la calle. Les daba billetes de un dólar a los organilleros.

—Nadie lo diría, juzgando por el barrio.

—Pero también le gustaba muchísimo la soledad.

La casa de Laura se hallaba en medio de una serie de mansiones remodeladas, en las que la originaria arquitectura victoriana no sacrificaba a las exigencias estéticas del siglo veinte ni un ápice de su elegancia sustancial. Las altas escalinatas de entrada habían admitido puertas pintadas de laca; margaritas escrofulosas y geranios raquíticos crecían en las macetas azules y verdes de las ventanas; el alquiler era carísimo. Laura me dijo que vivía allí porque le gustaba burlarse de las pretenciosas mansiones de Park Avenue, y porque tras una dura jornada en la oficina le era insoportable encontrarse frente a un superhombre de uniforme plateado, o hablar del tiempo con los ascensoristas. Disfrutaba abriendo la puerta de la calle con su llave y corriendo escaleras arriba hasta llegar a su tercer piso reconstruido. Ese amor a la soledad fue lo que la condujo a la muerte, porque la noche que llegó el criminal no hubo en la puerta quien preguntase si la señorita Hunt esperaba alguna visita.

—Tocó el timbre —dijo Mark de pronto.

—¿Qué?

—Habrá sucedido así. Sonó el timbre de la puerta. Ella estaba en su dormitorio, desnuda. Mientras se ponía la bata de seda y las chinelas, él debió llamar otra vez. Ella se dirigió a la puerta y al abrirla le dispararon.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Laura cayó de espaldas. El cuerpo yacía allí.

Ambos contemplamos el suelo limpio y encerado. Mark había visto el cadáver, la prenda de seda azul pálido manchada de sangre y los hilillos rojos corriendo hasta el borde de la verde alfombra.

—Por lo visto dejaron abierta la puerta de abajo, porque estaba abierta cuando Bessie llegó ayer por la mañana. Antes de subir, Bessie buscó al encargado para gritarle por su descuido, pero éste se había marchado con su familia a la playa de Manhattan, a pasar el fin de semana. Los inquilinos del primero y segundo piso están fuera, de manera que no había nadie más en el edificio. Las casas de ambos lados también están desocupadas en esta época del año.

—El asesino habrá tenido en cuenta todo esto.

—Quizá esperase Laura a algún cliente y dejó la puerta abierta adrede.

—¿Eso cree?

—Dígame, señor Lydecker, puesto que usted la conocía…, ¿qué clase de mujer era ella?

—No pertenecía a esa clase de mujeres que uno llamaría damas.

—¡Ya! ¿Pero cómo era?

—Mire esta sala. ¿No le revela nada de la persona que la amuebló y la decoró? ¿Ve usted en ella los recuerdos propios de una muchacha soltera? ¿Le parece a usted la casa de una mujer joven que mentiría a su novio, engañaría a su mejor amigo y daría una cita a un criminal?

Yo esperé su respuesta como un quisquilloso Jehová. Si él no era capaz de deducir qué clase de mujer era la que había decorado la sala, entonces yo sabría que su interés por la literatura no era más que la afectada aspiración de alguien que sólo trata de mejorar su posición; sus conocimientos y su sensibilidad, mera gazmoñería proletaria. Para mí, la sala resplandecía aún con el brillo de Laura. Quizá fuera a causa de los múltiples recuerdos de conversaciones ante la chimenea, de alegres cenas en la mesa del comedor, a la luz de los candelabros, de confidencias a medianoche amenizadas con bocadillos picantes e innumerables tazas de humeante café. Pero incluso tal como se presentaba ahora ante él, misteriosa y vacía de recuerdos, aquella habitación tenía que darle la sensación de un living-room, en todo el sentido de la palabra.

Por toda respuesta, Mark escogió el gran sillón verde, estiró sus piernas sobre la alfombra y sacó la pipa. Sus ojos iban de la chimenea de mármol negro donde se amontonaban los leños preparados ya para la primera noche fría, a las cortinas de chintz, cuyos profundos pliegues no dejaban entrar el cálido resplandor de crepúsculo.

Al cabo de un rato dijo por fin:

—Ojalá viese mi hermana este apartamento. Desde que se casó, yéndose a vivir a Kew Gardens, no quiere que haya fósforos en la sala. Aquí hay…, esto es muy cómodo —dijo con cierta vacilación.

Yo creo que él quiso decir que había mucha distinción en aquel apartamento, pero no lo dijo porque sabía que el desdén intelectual se alimenta de cursilerías tan triviales como ésa. Dirigió su atención a los estantes de libros.

—Laura tenía muchos libros. ¿Los leía?

—¿Usted qué cree?

—¡Qué sé yo! Uno nunca conoce bien a las mujeres —dijo encogiéndose de hombros.

—No me diga que es usted un misógino. Apretó con mucha fuerza la pipa entre los dientes y miró con aire retador.

—Vamos, vamos, usted ha de tener alguna amiga —le dije.

—He tenido muchas en mi vida. No soy ningún ángel.

—¿Amó usted a alguna?

—Una de esas coquetas de Washington Heights me sacó una piel de zorro. Y eso que soy escocés, señor Lydecker…, de manera que piense usted lo que quiera.

—¿Conoció a alguna que no fuera una coqueta? ¿O a una dama?

Mark se dirigió a los estantes de libros. Mientras hablaba, sus manos y sus ojos se hallaban ocupados con un volumen pequeño encuadernado en rojo marroquí.

—Algunas veces salía con las amigas de mis hermanas, pero aquellas muchachas siempre hablaban de ser serios y casarse. Siempre querían pasar delante de los escaparates de las tiendas de muebles para mostrarle a uno los comedores. Una de ellas casi me pesca.

—¿Y qué lo salvó?

—La metralleta de Mattie Grayson. Tenía usted razón. Aquello no fue una tragedia.

—¿Y ella no le esperó?

—¡Sí, qué caramba! El día que me dieron de alta, allí estaba, en la puerta del hospital, llena de amor y de proyectos. Su padre tenía mucho dinero; era dueño de un comercio de pescado y estaba dispuesto a amueblar el piso y pagar el primer alquiler. Yo andaba aún con muletas, de manera que le dije que no quería que se sacrificase por mí. Después de los meses que pasé leyendo y pensando, no podía aceptarla a cambio de un comedor. Ahora está casada, tiene dos hijos y vive en Jersey.

—Y nunca leyó ningún libro, ¿eh?

—Probablemente habrá comprado un par de colecciones para la biblioteca. Los tendrá bien limpios y sin leerlos.

Cerró con ruido el volumen de color rojo. Los gritos de los vendedores ambulantes herían nuestros oídos, las voces de los niños nos recordaban el carnaval de muerte que reinaba en la calle.

—¿Qué quería preguntarme, McPherson? ¿Para qué me ha traído aquí?

Su cara tenía la expresión vigilante que adquieren los pueblos conquistados al cabo de algunas generaciones. Cuando llegue el Vengador también tendrá esa mirada llena de orgullo y recelo. Por un momento creí ver dibujado en su rostro un sentimiento de hostilidad. Mis dedos tamborilearon sobre el brazo del sillón. Aquellos golpecitos rítmicos llegaron a sus oídos, se volvió y me miró como si mi cara le recordase un sueño fugitivo. Pasaron unos treinta segundos antes de que sacara del escritorio de Laura un objeto esférico forrado de cuero sucio.

—¿Qué es esto, señor Lydecker?

—Vamos, señor McPherson, parece mentira que un hombre de sus gustos deportivos no conozca bien ese encantador juguete.

—Pero ¿por qué guardaba ella una pelota de béisbol en su escritorio?

Mark acentuó el pronombre. Ella había empezado a vivir. Luego, examinando el cuero desgarrado y las costuras flojas, preguntó:

—¿La tenía desde 1938?

—No puedo decirle cuándo vi entrar ese objet d’art en la casa.

—Está firmado por Cookie Lavagetto. Aquél fue su año triunfal. ¿Era partidaria de los Dodgers, Laura?

—Había muchas facetas en su carácter.

—¿Shelby también es aficionado al béisbol?

—¿Ayudará a solucionar el crimen la respuesta que dé a su pregunta, mi querido amigo?

Volvió a colocar la pelota en el mismo sitio en que Laura la tenía, y me dijo:

—Me gustaría saberlo. Pero si le molesta contestar a mis preguntas, señor Lydecker…

—No hay por qué molestarse. Shelby no era aficionado al béisbol… Prefería… ¿pero por qué hablo de él en pasado? Él prefiere deportes más aristocráticos: el tenis, la equitación, la caza… usted ya sabe.

—Sí.

Cerca de la puerta, a poca distancia del lugar en que cayó el cuerpo de Laura, estaba colgado su retrato pintado por Stuart Jacoby, uno de los imitadores de Eugenio Speicher. Stuart había pintado una insulsa versión de una cara que no tenía nada de insulsa. El mejor rasgo del cuadro (como también había sido lo mejor de su cara) eran los ojos. Su forma alargada, acentuada por las cejas oscuras, daba a su rostro ese aspecto tímido, de cervatilla, que tanto me cautivó el día que abrí la puerta a una jovencita delgada que vino a pedirme que prestara mi nombre para la propaganda de una pluma estilográfica. Jacoby había captado bien la inquietud y movilidad de su cuerpo, que en el cuadro aparecía inclinado sobre el brazo de una butaca, con un gran sombrero de campo en una mano y un par de guantes amarillos en la otra. El retrato era un tanto irreal, un tanto estudioso; había en él muy poco de Laura y mucho de Jacoby.

—No era fea esa… muchacha, ¿no es cierto, señor Lydecker? —me preguntó sonriendo.

—Este retrato es muy sentimental. Jacoby estaba enamorado de ella cuando lo pintó.

—Tenía muchos admiradores, ¿verdad?

—Laura era una mujer muy bondadosa. Bondadosa y generosa.

—Los hombres no se enamoran por eso.

—Era muy delicada. Si se daba cuenta de los defectos de un hombre nunca lo demostraba.

—Era muy astuta, ¿eh?

—No, extremadamente honrada. Sus elogios nunca carecían de fundamento. Descubría las cualidades reales de cada uno y las resaltaba. Los defectos superficiales y la afectación se desvanecían ante ella como desaparecen los falsos amigos cuando se aproxima la adversidad. Laura era una buena psicóloga, a su manera.

—¿Entonces por qué no se casó antes? —dijo, estudiando el retrato.

—Tuvo un desengaño siendo muy joven.

—La mayor parte de la gente tiene desengaños cuando es joven, pero eso no impide que encuentre otra persona. Especialmente las mujeres.

—Laura no se parecía a su ex novia, señor McPherson. Ella no necesitaba un comedor. El matrimonio no era su carrera. Tenía su trabajo, ganaba bastante dinero y nunca le faltaron hombres para acompañarla y admitirla. El matrimonio no era más que una de las metas de su vida y ella estaba preparándose para alcanzarla.

—¿Con su trabajo?

—¿Hubiera recomendado usted el claustro a una mujer de su temperamento? Ella tenía el trabajo y las preocupaciones de un hombre. Zurcir calcetines no era su especialidad. ¿Quién es usted para juzgarla?

—No se enfade. No he hecho comentario alguno.

Entretanto, yo me había dirigido al estante de los libros y sacado el volumen que fuera objeto de tan cuidadoso examen por parte de Mark. Él no pareció darse cuenta, sino que concentró su furia en una fotografía ampliada, en la que aparecía Shelby extraordinariamente buen mozo, con pantalones de tenis.

Era ya de noche. Encendí la lámpara. En esa rápida transición de la oscuridad a la luz, percibí el destello de otro misterio mucho más oscuro e impenetrable. Mark no era un simple investigador del Departamento de Policía. En unas bagatelas tan poco importantes como la vieja pelota de béisbol, el gastado volumen de Gulliver y la fotografía de Shelby, buscaba él indicios, no de la pista del crimen, sino de la naturaleza eternamente enigmática de la mujer. Esa investigación no podía hacerla un hombre solamente con los ojos. Para llevarla a cabo tenía que estar interesado también su corazón. Él, joven austero, hubiera sido el primero en negar semejante implicación, pero yo, con mis lentes pronosticadores, percibí la verdadera causa de su resentimiento contra Shelby. Su enigma personal, tanto más profundo que la solución profesional del crimen, era respecto a la respuesta de esa pregunta que siempre atormentó a los enamorados: «¿Qué pudo ver ella en ese otro hombre?». Mientras él contemplaba la fotografía de Shelby, yo sabía que estaba reflexionando sobre la clase de afecto que Laura le tendría a su novio si una mujer de su temperamento e inteligencia podía satisfacerle la mera apostura de un hombre.

—Es demasiado tarde, amigo mío. El último admirador ya llamó al timbre de su puerta —le dije.

Con un gesto cuya fiereza traicionó el celo con que custodiaba su corazón, cogió unas cuantas cosas amontonadas en el escritorio de Laura: su cuaderno de notas, cartas y cuentas atadas con un cordoncillo, talonarios de cheques, un viejo diario y un álbum de fotografías.

—Vámonos, tengo hambre —me dijo—. Salgamos de aquí.

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