Laura

Laura


Primera Parte » 6

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El martes, dos ceremonias señalaron la muerte de Laura. La primera, un obligatorio acto de presencia en la oficina del investigador del crimen, reunió a ese pequeño grupo de personas, tan dispar, de algún modo relacionadas con las actividades de la difunta el último día de su vida. Como Laura me falló en aquel momento final, me honraron con una invitación. No insistiré en la duración que requirió aquel trámite, cuya única utilidad fue certificar un hecho que todos sabían por anticipado: que Laura había muerto asesinada a manos de un desconocido.

La segunda ceremonia, su funeral, tuvo lugar aquella tarde en la capilla de W. W. Heatherstone e Hijo. El viejo Heatherstone, hombre de gran experiencia en entierros de estrellas de cine, cabecillas de barrios y gángsters populares, organizó los preparativos de manera que hubiese algo parecido al orden, entre los morbosos que empezaron a formar algarabía en las puertas desde las ocho de la mañana.

Mark me rogó que me encontrara con él en el balcón que daba sobre la capilla.

—Yo no asisto a los funerales.

—Pero ella era su amiga.

—Laura era demasiado delicada para exigir a alguien que saliese a una hora tan intempestiva a exhibir emociones que, de ser sinceras, son demasiado personales para escudriñarlas.

—Pero yo quisiera que usted me ayudara a identificar a algunas personas cuyos nombres figuran en su cuaderno de notas.

—¿A usted le parece que irá el asesino? —Puede ser.

—¿Cómo lo reconoceremos? ¿Cree usted que se desmayará junto al féretro?

—¿Quiere venir?

—No —dije rotundamente—. Que le ayude Shelby esta vez.

—Él es el plañidero principal. Vamos, venga. Nadie lo verá. Entre por la puerta lateral y diga que viene a buscarme. Yo estaré en el balcón, a esperarle.

Los amigos de Laura la habían querido mucho. Su muerte les causó un gran dolor, pero no hubieran sido humanos de no haber gozado con la excitación general. Todos ellos esperaban (lo mismo que Mark) alguna crisis delatora. Los ojos que debieron estar inclinados, llenos de recogimiento y dolor, fisgoneaban por aquí o por allá esperando ver el rostro avergonzado, el aspecto culpable, que luego pudiera permitirles jactarse diciendo: «Yo lo supe en el momento en que vi aquella cara astuta y observé cómo se frotaba las manos durante el salmo veintitrés».

Laura yacía en un ataúd forrado de seda blanca. Sus manos pálidas, sin sortija alguna, estaban cruzadas sobre su vestido de noche favorito, de moaré color alhucema. Unas gardenias dispuestas a modo de velo de confirmación cubrían su rostro desfigurado. Los únicos asistentes al funeral que ocupaban los sitios reservados para los más allegados de la difunta eran la tía Susana y Shelby Carpenter. Su hermana, su cuñado y algunos primos del lejano Oeste no quisieron o no pudieron hacer tan largo viaje para una hora de funeral. Después de que se leyeran las oraciones y se oyeran los acordes del órgano, los empleados del señor Heatherstone hicieron trasladar el ataúd a una habitación reservada, para luego llevarlo al crematorio.

Entresaco este breve relato de las exequias, del sentimentalismo borracho de los diarios. Yo no asistí. Mark me esperó en vano.

Al bajar del balcón y unirse a la muchedumbre que andaba despacio para salir de la capilla, vio una mano con guante negro haciéndole señas. Bessie Clary se abrió paso entre la multitud.

—Tengo algo que decirle, señor McPherson. —Él la tomó del brazo.

—¿Vamos arriba, donde se está más tranquilo, o le aflige este lugar?

—Si no le importa, vamos al apartamento. Allí está lo que tengo que enseñarle.

Mark tenía su coche. Bessie se sentó a su lado muy tiesa, con las manos enguantadas cruzadas sobre la falda de su traje de seda negra.

—Hace tanto calor como para fundir las piedras —dijo ella para iniciar la conversación.

—¿Qué es lo que tiene que decirme?

—No es preciso que me chille. No me asustan ni los policías ni los fantasmas. Me enseñaron a escupir cuando veía a alguno.

Y diciendo esto sacó un pañuelo y lanzó tal trompetazo, que se hubiera podido tomar su nariz por un instrumento especial para llamar a la tropa al combate.

—A mi me enseñaron a odiar a los irlandeses, pero ahora soy un hombre. No le he pedido amor, señorita Clary. ¿Qué quiere usted decirme?

—No crea que me conquistará llamándome señorita Clary. Me llamo Bessie, a secas. Soy una sirvienta y no tengo por qué avergonzarme.

Cruzaron Central Park en silencio. Al pasar por delante del policía de guardia en la puerta de la casa de Laura, Bessie le sonrió con virtuosa altivez. Cuando estuvieron dentro del apartamento, Bessie tomó el aire de una dueña de casa, levantó las persianas, arregló las cortinas y vació los ceniceros, llenos de residuos de la pipa de Mark.

—Estos policías educados en establos no saben cómo comportarse cuando entran en una casa decente —gruñó al sacarse los alfileres del enorme sombrero que llevaba sobre la cabeza. Cuando se hubo quitado los guantes negros, doblándolos y guardándolos en el bolso, se instaló en la silla de respaldo más recto, y fijando la mirada en el rostro de McPherson, le preguntó:

—¿Qué hacen con las personas que ocultan algo a la policía?

Aquella pregunta, tan humilde en comparación con su beligerancia, suministró un arma al joven.

—¿De manera que ha estado procurando proteger al asesino? Eso es muy peligroso, Bessie.

—¿Por qué cree usted que conozco al asesino?

—Porque oculta algo. Usted se ha convertido en un cómplice después del hecho. ¿Qué pruebas tiene y por qué las ha ocultado?

Bessie miró al techo como si esperase ayuda del cielo.

—Si me niego a responder usted nunca sabrá nada. Y si no hubieran tocado esa música en el funeral nunca hubiera tenido ganas de decírselo. La música de iglesia me enternece.

—¿A quién está protegiendo, Bessie?

—A ella.

—¿A la señorita Hunt?

Bessie hizo una mueca afirmativa.

—¿Por qué, Bessie? Ella ha muerto…

—Pero su reputación no —dijo Bessie con mucho aplomo, dirigiéndose a un rinconcito de la sala donde Laura siempre tenía una pequeña reserva de licor.

—Mire esto.

Mark dio un salto.

—¡Eh…! ¡Tenga cuidado! Ahí puede haber huellas digitales.

Bessie soltó la carcajada.

—Tal vez hubiera muchas huellas digitales por aquí, pero los policías nunca las vieron.

—¿Las limpió usted, Bessie? ¡Válgame Dios!

—Éstas no son todas las que borré. Limpié la cama, la mesa y el cuarto de baño, antes de que llegaran los policías.

Mark la cogió por las huesudas muñecas diciendo:

—Me parece que voy a detenerla.

Ella retiró las manos, gritándole:

—De todos modos no creo en huellas digitales. Todo el sábado por la tarde estuvieron los agentes echando polvitos blancos por el suelo recién encerado. Y no les sirvió de nada, porque yo lustré todos los muebles el viernes, después de que ella se marchara a la oficina. Si encontraron alguna huella digital, era mía.

—Si usted no cree en huellas digitales, ¿por qué tuvo tanto empeño en borrar las que podría haber en el dormitorio?

—Los policías tienen una imaginación muy cochina y yo no quiero que todo el mundo piense que ella era de esa clase de mujeres que se emborracha con un hombre en su dormitorio. ¡Que Dios la tenga en su gloria!

—¿Borracha en su dormitorio? Bessie, ¿qué quiere decir con esto?

—Escuche, haga el favor. Había dos vasos…

Él volvió a cogerle las muñecas.

—¿Por qué está inventando este cuento? ¿Qué gana con ello, Bessie?

La sirvienta se irguió con toda la altivez de una duquesa ofendida, y le preguntó a su vez:

—¿Qué derecho tiene usted a chillarme? ¿Es que no me cree? Vamos, diga… Yo era la única persona que se interesaba por su reputación. Usted no conoció a la señorita Laura. ¿Por qué se enfurece tanto?

Mark se retiró, avergonzado por su repentina manifestación de cólera. Bessie sacó una botella.

—¿Dónde cree que encontré esto? ¡Allí! —dijo señalando la puerta abierta del dormitorio—. Sobre la mesita de noche junto con dos vasos sucios.

El dormitorio de Laura era tan casto y apacible como el cuarto de una jovencita cuya experiencia del amor se limita a los sonetos, los sueños y un diario. La colcha blanca, lisa, estaba almidonada, las almohadas bien ahuecadas contra la cabecera de pino brillante, y un cubrecama de punto blanco y celeste doblado a los pies.

—Yo limpié el cuarto y lavé los vasos antes de que llegara el primer policía. Por suerte me di cuenta de las cosas en seguida. Puse la botella en el armario, de manera que nadie la vio. Ese licor no era el que ella compraba. Yo le puedo asegurar, señor McPherson, que esta botella que usted ve, entró aquí después de que yo me marchara el viernes.

Mark examinó la botella. Era de la marca Tres Caballos; un whisky muy apreciado por los bebedores baratos.

—¿Está usted segura, Bessie? ¿Cómo lo sabe? ¡Debía fijarse bien en la marca de whisky que se bebía aquí!

Bessie alargó el cuello y se le pudieron notar las venas.

—Si usted no me cree, vaya y pregunte al señor Mosconi, el de la tienda de la Tercera Avenida. Nosotras siempre compramos el whisky allí. Es mejor que éste, ya le digo. La señorita Laura siempre me daba la lista de lo que quería y yo hacía el pedido por teléfono. El whisky que bebía es ese otro.

Bessie abrió la puerta del armario de par en par y entre una serie de botellas muy bien ordenadas, señaló cuatro botellas de whisky J. y D. Hierba Azul, la marca que yo le había enseñado a comprar.

Semejante novedad hubiera debido regocijar el corazón del detective, puesto que proyectaba una luz inequívoca sobre los últimos momentos de la víctima. Pero sucedió todo lo contrario. Mark se sentía poco inclinado a admitir los hechos, no porque tuviese motivos para desconfiar de Bessie, sino porque el carácter sórdido de sus revelaciones había desbaratado el ideal de su pensamiento. La noche anterior, estando solo en el piso, había examinado todos los armarios, cómodas, tocador y cuarto de baño de Laura. Había llegado a conocerla no solamente con su imaginación, sino también con sus sentidos. Sus dedos palparon telas que habían conocido su cuerpo, sus oídos oyeron el crujir de sus vestidos de seda, su nariz olfateó las variadas y concentradas fragancias de sus perfumes. Aquel joven y rudo escocés jamás había conocido a una mujer como ésa. Así como su biblioteca le reveló las cualidades de su inteligencia, así también su tocador le confiaba los secretos de su personalidad de mujer.

No le gustaba imaginar a Laura bebiendo con un hombre en su dormitorio como una ramera en un hotel.

—Si hubo alguien con ella en el dormitorio, entonces tenemos una perspectiva completamente nueva del crimen —dijo Mark con su tono de voz más frío y oficial.

—¿Quiere usted decir que el hecho ocurrió cuando llamaron al timbre y ella fue a abrir la puerta, y no como dijo usted en los diarios?

—Yo admití eso como la explicación más probable dada la posición del cuerpo.

Mark cruzó el dormitorio lentamente, con los ojos fijos en la disposición de las alfombras en el suelo.

—Si había un hombre en el dormitorio, quizá ella lo acompañó hasta la puerta al retirarse… —dijo, permaneciendo clavado en el sitio donde la sangre roja había quedado embebida por la alfombra—. Quizá riñeran, y al llegar a la puerta él se volvió y la mató.

—¡Caramba! —dijo Bessie restregándose la nariz—. Esto hace poner los pelos de punta, ¿verdad?

El retrato de Stuart Jacoby sonreía desde lo alto de la pared.

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