Laura

Laura


Primera Parte » 7

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El miércoles por la tarde, veinticuatro horas después del funeral, Lancaster Corey vino a verme. Lo encontré admirando mis porcelanas.

—Corey, amigo mío, ¿a qué se debe esta amabilidad?

Nos estrechamos la mano como dos hermanos que han estado separados durante mucho tiempo.

—No iré con rodeos, Waldo. Vengo por un asunto.

—Olí azufre al verte. Vamos, una copita antes de que me reveles tus diabólicos proyectos.

Él se retorció las puntas de su blanco y crespo bigote.

—Tengo una oportunidad formidable para ti. Tú ya conoces el trabajo de Jacoby. Cada día vale más.

Yo hice un ruidito con los labios.

—No creas que estoy tratando de venderte un cuadro. En realidad ya tengo un comprador. Tú conoces el retrato de Laura Hunt pintado por Jacoby… Algunos periódicos publicaron una fotografía del cuadro después del crimen. Fue algo trágico, ¿verdad? Pensé que, como eras tan amigo suyo, quizá te interesaría pujar por…

—Ya me figuraba que te traía por aquí algo fantástico. Ahora veo que es tu insolencia.

—Simplemente una atención.

—¿Cómo te atreves a venir a mi casa y ofrecerme tranquilamente ese lienzo despreciable? En primer lugar, lo considero una mala imitación de Speicher; en segundo lugar, me parece deplorable; y en tercer lugar, detesto las pinturas al óleo.

—Muy bien. Sabiendo esto me encuentro libre para vendérselo a otro comprador.

Cogió el sombrero.

—Un momento… ¿Cómo puedes ofrecer lo que no es tuyo? Ese cuadro está colgado en la pared de su apartamento. Ella murió sin testar, de manera que los abogados tendrán que decidir.

—Creo que la señora Treadwell, su tía, asume la responsabilidad por la familia. Puedes comunicarte con ella, o con Salsbury, Haskins, Warder y Bone, sus abogados. Oí decir esta mañana que el dueño de la casa había exonerado a los herederos de su obligación de cumplir el contrato, con la condición de que el apartamento quede vacío a principios de mes. De manera que harán todo lo posible por apresurar las cosas…

Su información me enfureció.

—¡Los buitres se reúnen! —grité, dándome, lleno de angustia, una palmada en la frente. Luego le pregunté, alarmado—: ¿Sabrás también lo que han dispuesto de las otras cosas de Laura? ¿Cuándo será la subasta?

—Esta oferta se hizo por conducto privado. Sin duda alguna alguien que vio el retrato en su apartamento hizo gestiones entre varios corredores, sin saber que nosotros éramos los representantes de Jacoby…

—El gusto de esa persona revela que entiende muy poco de pintura.

—No todo el mundo tiene tus prejuicios, Waldo. Yo profetizo que llegará el día en que las obras de Jacoby valdrán mucho dinero.

—¡Cálmate, amado buitre! Tú y yo estaremos muertos para entonces. Pero dime —añadí con tono burlón—, ¿es tu presunto comprador algún perito que vio la fotografía del cuadro en los periódicos del domingo y quiere poseer el retrato de la víctima de un crimen?

—Creo que no debo revelar el nombre de mi cliente.

—Disculpa, Corey. Mi pregunta habrá herido tu delicada sensibilidad de hombre de negocios. Desgraciadamente tendré que escribir la historia sin emplear nombres.

—¿Qué historia? —me preguntó Lancaster Corey, saltando como un perro de caza al olfatear un conejo.

—Acabas de suministrarme el material para una obra magnífica —exclamé, fingiendo una excitación creadora—. Una pequeña historia irónica acerca del joven pintor cuyo talento menospreciado lucha sin tregua ni descanso, hasta que una de sus modelos es violentamente asesinada, y entonces él, por haber hecho su retrato, se convierte en el pintor del año. Su nombre está no solamente en los labios de los coleccionistas, sino también en los del público. La gente llega a conocerlo como conoce a Mickey Rooney. Su fama es como un cohete, las mujeres elegantes imploran servirle de modelo; Life, Vogue, Town and Country, reproducen sus obras.

Mi fantasía provocó tanto su codicia que no pudo seguir desplegando orgullo.

—Tienes que incluir el nombre de Jacoby. Sin él la historia no tendría significación alguna…, y añadir una nota diciendo que sus obras están expuestas en la galería de Lancaster Corey. Eso no puede perjudicar…

Yo le interrumpí con acritud.

—Tus miras son demasiado comerciales. Yo nunca reparo en esos detalles, Corey. Todo es pasajero, sólo el arte perdura. Mi obra será tan vívida y original como un retrato de Jacoby.

—Incluye su nombre tan sólo una vez —suplicó.

—Esa inclusión arrancaría mi historia del reino de la literatura para colocarla en la región del periodismo. En ese caso tendría que conocer los pormenores, aun cuando no los incluyese todos. Ya comprenderás que es para proteger mi reputación de veracidad.

—¡Ganaste! —admitió Corey, murmurando luego en mi oído el nombre del posible comprador del cuadro.

Me dejé caer sobre el Biedermeir, riéndome como no había vuelto a reírme desde que Laura había entrado aquí, compartiendo conmigo tales divertidos secretos de la fragilidad humana.

Junto con este exquisito bocado, Corey me trajo una información desastrosa. En cuanto pude librarme de él, me cambié de ropa, cogí el bastón y el sombrero y ordené a Roberto que llamase a un taxi. Fui al apartamento de Laura, donde encontré no solamente a la señora Treadwell (a quien esperaba encontrar allí), sino también a Shelby y al perrito de Pomerania. La tía de Laura estaba calculando el valor de algunos objetos antiguos legítimos, Shelby hacía el inventario y el perro olfateaba las patas de las sillas.

—¿A qué se debe este inesperado placer? —exclamó la señora Treadwell quien, a pesar de su abierta oposición a mi amistad con su sobrina, siempre se inclinaba ante mi fama.

—A la codicia, mi querida señora. He venido a participar de los despojos.

—Es una tarea dolorosa, pero mi abogado insiste en que se haga.

La señora Treadwell se reclinó en una butaca, observando a través de sus pestañas excesivamente ennegrecidas cada movimiento y cada gesto mío.

—¡Qué generosa es usted, señora! No escatima ninguna molestia. Es valiente a pesar de su dolor y de su sentimiento. Casi me atrevo a decir que usted rendirá cuentas de cada botón que haya en el ropero de la pobre Laura.

Una llave giró en la cerradura. Todos adoptaron expresiones condolidas al aparecer Mark.

—Sus hombres nos permitieron entrar, señor McPherson —explicó la señora Treadwell—. Llamé a su oficina, pero usted no estaba. Supongo que no interpretará mal nuestro… nuestro deseo de poner un poquito de orden. La pobre Laura era tan descuidada… nunca sabía lo que tenía.

—Yo di la orden de que la dejaran pasar si venía. Espero que habrá encontrado todo como debía estar.

—Alguien ha estado revisando el armario, porque uno de los vestidos se ha caído de la percha, y han derramado perfume.

—Los policías tienen las manos torpes —fue mi cándida observación.

Me pareció que Mark hacía supremos esfuerzos por aparentar indiferencia.

—Aquí no hay nada de gran valor —dijo la señora Treadwell—. Laura nunca invertía el dinero en cosas duraderas. Pero hay algunas cositas, recuerdos, que uno podría querer conservar por cariño.

Me sonrió tan dulcemente que supe al momento que ella sospechaba el objeto de mi presencia. Entré en acción inmediatamente.

—Quizá sepa usted, señora Treadwell, que este vaso de cristal azogado no pertenecía a Laura. Yo sólo se lo había prestado.

—Vamos, Waldo, no sea malo. Yo misma vi que usted trajo ese vaso como regalo de Navidad. Tú debes recordarlo, Shelby.

Shelby pareció no haber escuchado la disputa. Sabía que su papel de inocente lo protegería contra mi enojo y contra la venganza de la señora.

—Lo siento, querida, no presté atención a lo que estaban diciendo.

Carpenter volvió a sumergirse en su inventario.

—Cintas rojas, no. Un cordoncito ataba el paquete. Laura no podía regalarlo. Usted sabe que ella tenía esa prodigalidad española que entrega las cosas a cualquiera que las admire. Este vaso forma parte de mi colección y quiero llevármelo ahora. Estoy en mi derecho, ¿no le parece, Mark?

—Será mejor que lo deje, porque puede meterse en líos.

—¡Es usted un oficialillo! Actúa como un detective.

Mark se encogió de hombros como si mi buena opinión sobre él careciera de importancia. Me reí y cambié de conversación preguntándole sobre su trabajo.

—¿Encontró alguna pista que pueda llevarlo a la caza del criminal?

—Muchas.

—¡Oh! Díganos algo —suplicó la señora Treadwell, sentándose más hacia el borde de su poltrona y juntando las manos en actitud de intensa emoción. Shelby estaba encaramado sobre una silla para poder anotar los títulos de los volúmenes del estante más alto de la biblioteca. Desde su ventajosa posición miraba a Mark con intrépida curiosidad. El perrito olfateaba los pantalones del detective. Todos esperaban alguna revelación, y lo único que Mark dijo fue: «Con permiso», y sacó su pipa. Aquel desaire tuvo por objeto despertar el temor y hacernos recordar la majestad de la ley.

Aproveché la ocasión para decirme a mí mismo: «Quizá le interese saber que tengo un indicio». Mis ojos estaban fijos en la señora Treadwell, pero por detrás de su flotante velo veía yo en el espejo la mirada de Mark llena de sospecha.

—¿No sabe usted que hay un aficionado al arte, relacionado con este caso? Como presunta heredera, señora Treadwell, supongo que le agradará saber que por este pequeño lienzo de museo (dirigí su atención hacia el retrato de Jacoby) ya se ha hecho una oferta.

—¡Será posible! ¿De cuánto?

—Si yo fuera usted sostendría la oferta. El retrato puede tener un gran valor sentimental para el comprador.

—¿Quién es? —interrogó Shelby.

—¿Alguien que tiene dinero? ¿Podríamos pedir mil? —preguntó la señora Treadwell.

Mark usaba su pipa como un escudo para disimular su turbación, pero yo noté su rubor. Un hombre a punto de entrar en la cámara de torturas no hubiera demostrado mayor dignidad.

—¿Es alguien que conocemos?

—¿No le parece que puede haber una pista por ahí? —pregunté con malicia—. Si éste es un crimen pasional, el asesino podría ser un hombre de sentimientos. ¿No cree usted que merece la pena estudiar el caso, señor McPherson?

Su respuesta fue algo entre un gruñido y un suspiro.

—Esto es muy emocionante —dijo la señora Treadwell—. Tiene usted que decírmelo, Waldo, es preciso que me lo diga.

Yo nunca fui uno de esos niños que disfrutaron torturando a las mariposas. La agonía de los pececitos nunca fue un espectáculo que contemplase con placer. Recuerdo que había palidecido de terror y me había escurrido por un sendero una vez que, estando de visita en una granja, me obligaron a mirar un pollito decapitado que daba vueltas y más vueltas alrededor de su aterrada cabeza. Incluso en el teatro, prefiero la muerte antes que seguir el rápido y limpio golpe de una espada. Para evitar el bochorno de McPherson dije de prisa y con aire de mucha gravedad:

—No puedo traicionar la confidencia de Lancaster Corey. Un corredor de arte se ve algunas veces en situación idéntica a la de un médico o abogado. En cuestión de gustos la discreción es la mejor parte de la ganancia.

Busqué los ojos de Mark, pero él se volvió. Creí que su próximo movimiento serviría para cambiar de conversación, pero supe más tarde que él había venido con la intención de encontrarse con Shelby.

—He estado trabajando y me gustaría beber algo. Señora Treadwell, como es usted la depositaria principal, ¿me permitiría tomar algún licor de la señorita Hunt?

—¡Qué mezquina me hace usted parecer! Shelby querido, sé útil. No sé si la nevera funcionará.

Shelby saltó de su escalera y entró en la cocina. Mark abrió el armarito del rincón.

—Parece que conoce bien el apartamento —observé.

No me hizo caso.

—¿Qué desea tomar, señora? A usted le gusta el escocés, ¿verdad, señor Lydecker?

Esperó el retorno de Shelby para sacar el whisky y dijo:

—Me parece que hoy voy a beber esto. ¿Y usted, Carpenter?

Shelby miró la botella adornada con los perfiles de tres nobles caballos. Crispó las manos, pero no pudo mantenerlas lo bastante firmes como para impedir que los vasos tintineasen en la bandeja.

—Para mí… nada… gracias.

Su voz había perdido toda la dulzura. Estaba tan rígido como el hierro, y sus finas facciones, pálidas como la cera, parecían hechas del mármol de una estatua erigida en honor de un victoriano muerto.

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