Laura

Laura


Segunda Parte » 3

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—¡Escuche! —dijo ella.

Oímos el ruido de la lluvia, el crujir de la leña en la chimenea y las sirenas en East River.

—Estamos en el centro de Manhattan y éste es nuestro mundo privado —dijo ella.

Me gustaba. Yo no quería que cesase la lluvia ni que saliera el sol. Por primera vez en mi vida no me sentía intranquilo.

—¿Qué dirá la gente cuando sepa que no estoy muerta?

Pensé en la gente cuyos nombres estaban escritos en su cuaderno de direcciones y en los estirados jefes de su oficina. Pensé en Shelby, pero tan sólo dije:

—Lo que no quiero es perderme la cara de Waldo cuando lo sepa —me reí.

—¡Pobre Waldo querido! ¿Se lo tomó muy a pecho?

—¿Usted qué cree?

—Él me ama.

Puse otro tronco en el fuego. Le daba la espalda, de manera que no pude ver su rostro cuando me preguntó por Shelby. Estábamos a veintiocho de agosto; hoy tenían que haber celebrado su boda. Le contesté sin volverme:

—Shelby se portó bien. Fue franco y ayudó, y también trató de consolar a su tía.

—Shelby tiene un gran dominio de sí mismo. Le gustó, ¿verdad?

Continué atizando el fuego hasta que casi llegué a apagarlo. Recordaba la coartada telefónica, la botella de bourbon Tres Caballos, el dinero de la póliza de seguro y la colección de escopetas. Pero ahora me encontraba envuelto en otra nueva serie de contradicciones. Dos y dos ya no sumaban cuatro. Los veinticinco mil dólares de la póliza quedaban descartados.

Era difícil comenzar a interrogarla. Parecía estar cansada. Shelby hubiera hecho de novio hoy. Solamente le hice una pregunta.

—¿Conocía Shelby a esta muchacha?

Ella contestó en seguida:

—Sí, desde luego. Sirvió de modelo para varios anuncios de nuestra oficina. Todos nosotros conocíamos a Diana.

—Está usted cansada —dije al verla bostezar.

—¿Le importaría mucho que procurase dormir? Por la mañana, es decir, más tarde, contestaré a todas las preguntas que quiera hacerme.

Telefoneé a la oficina ordenando que mandasen a un hombre para custodiar la puerta de su casa.

—¿Es preciso? —me preguntó.

—Alguien ha intentado matarla. No quiero correr más riesgos.

—¡Cuánta previsión! Si todos los detectives son como usted terminarán por agradarme.

—Escuche, señorita Hunt, ¿me prometerá una cosa?

—Ya me conoce demasiado bien para llamarme señorita Hunt.

Mi corazón latió con la fuerza del tambor de una orquesta de negros.

—Laura —le dije; ella me sonrió—. ¿Me prometerá no salir de casa hasta que yo le dé permiso? ¿Ni contestar al teléfono?

—¿Quién llamará si todos creen que estoy muerta?

—Prométamelo por si acaso.

Ella suspiró.

—Está bien. No contestaré. ¿Tampoco puedo telefonear yo?

—No.

—Pero la gente se alegrará de saber que estoy viva. Hay personas a quienes debo decírselo en seguida.

—Mire, Laura, usted es la única persona que puede ayudar a resolver este crimen. Laura Hunt tiene que encontrar a la persona que quiso matar a Laura Hunt. ¿Comprende?

Laura me ofreció su mano.

Él se la estrechó y confió en ella.

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