Laura

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Segunda Parte » 4

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Eran casi las seis de la mañana cuando llegué al club. Como necesitaba tener la cabeza bien despejada para el trabajo del día, resolví dormir hasta las ocho. Soñé con Laura Hunt durante esas dos horas. El sueño tuvo cinco o seis variaciones, pero el significado era siempre el mismo. Laura estaba muy lejos de mi alcance. En cuanto me acercaba, ella flotaba en el espacio, o echaba a correr, o cerraba una puerta. Cada vez que me despertaba me maldecía por dejar que un sueño me inspirase tanto horror. A medida que transcurría el tiempo y que yo luchaba de sueño en sueño, los verdaderos incidentes de la noche se hicieron menos reales que mis pesadillas. Cada vez que me despertaba frío y sudando, creía más firmemente haber soñado que la había encontrado en el apartamento y que Laura estaba muerta.

Cuando llamó al empleado de la oficina, salté como si hubiera estallado una bomba debajo de mi cama. Agotado, sufriendo un horrible dolor de cabeza, juré no volver a probar el vino italiano. El retorno de Laura Hunt me parecía tan quimérico que me puse a considerar si en realidad estaba decidido a comunicarlo al Departamento. Me puse a mirar fijamente los objetos reales: los tubos de acero de las sillas y mi mesa de despacho, las cortinas color castaño de las ventanas, las chimeneas de las casas. Entonces vi sobre el escritorio, junto a mi cartera y las llaves, una mancha roja. Esto me hizo saltar de la cama. Era la mancha de lápiz labial que ella dejó en mi pañuelo después de usarlo. Así pues, estaba viva.

Al levantar el auricular del teléfono recordé que le había dicho que no contestase. De todos modos estaría dormida, y no le hubiera hecho ninguna gracia que un tonto irreflexivo la llamase a tal hora.

Bajé a la oficina, escribí mi informe a máquina, sellé y archivé las copias. Luego fui a entrevistarme con el subcomisario Preble.

Todas las mañanas iba yo a su despacho a informarle acerca del caso Laura Hunt y todos los días el subcomisario me decía lo mismo: «Métase un poquito más en el caso, muchacho, y quizá se convenza de que ese crimen es lo suficientemente importante para su talento».

Tenía el subcomisario unos carrillos que parecían ciruelas moradas. Ambos representábamos intereses contrapuestos, siendo yo uno de los hombres del comisario y más activo que nadie en el Departamento por hacer triunfar el punto de vista progresista. Preble era del partido opuesto. Ahora que estaban fuera del poder, el suyo era estrictamente un trabajo de apaciguamiento.

Al entrar en su despacho me dirigió la acostumbrada reprimenda. Antes de que yo pudiera articular palabra empezó a decir:

—¿Sabe usted cuánto le está costando el caso al Departamento? Le mandé una nota a su oficina. Más vale que se ocupe como es debido del caso, porque si no, tendré que encargar de él a otro que entienda de homicidios.

—Ojalá se le hubiera ocurrido esto desde un principio —le dije, porque no iba a revelar que conocía muy bien sus intenciones. Él había esperado todo este tiempo para ponerme en evidencia, dejándome trabajar hasta que llegase a un callejón sin salida y luego poner el caso en manos de alguno de sus favoritos.

—¿Qué trae de nuevo? ¿Alguno de esos informes de minuto y medio?

—No tiene que preocuparse si no encontramos al asesino de Laura Hunt —le dije—. Esa parte del caso ya terminó.

—¿Qué quiere decir? ¿Lo encontró? —Su cara expresó una gran desilusión.

—Laura Hunt no está muerta. Ahora mismo está en su apartamento. He tenido a Ryan de guardia en la puerta hasta las ocho de la mañana, luego lo sustituyó Behrena. Nadie sabe nada de esto.

Él me miraba con ojos desorbitados y dijo, señalándose la cabeza:

—Quizá tenga que ponerse al habla con Bellevue, McPherson. Con el hospital de alienados.

Le conté en pocas palabras lo ocurrido. Aunque la ola de calor había pasado ya y hasta hacía un poco de fresco, él se abanicaba con ambas manos.

—¿Quién mató a la otra chica?

—Todavía no lo sé.

—¿Qué dice la señorita Hunt?

—Le he contado cuanto me ha dicho.

—¿No cree usted que ella le oculta algo?

—La señorita Hunt sufrió una fuerte impresión al saber la noticia del asesinato de su amiga. No pudo hablar mucho.

El subcomisario dio un bufido.

—¿Es guapa, McPherson?

Sin hacer caso de esta pregunta, proseguí:

—Voy a interrogarla esta mañana. También tengo la intención de sorprender a varias personas que creen que ella ha muerto. Sería mejor que no divulgasen absolutamente nada los periódicos, hasta que yo pueda llevar a cabo mis planes.

Mi noticia era digna de ocupar la primera página, incluso la del Times, y de ser transmitida por radio de costa a costa. Adiviné por la cara del subcomisario que buscaba una coyuntura que inmortalizara el nombre de Preble.

—Esto cambia el asunto —me dijo—. No hay un corpus delicti. Tendremos que investigar sobre la muerte de la otra chica. Estoy pensando, McPherson…

—Yo también he pensado —dije—. Lo verá todo en mi informe. He mandado una copia sellada a la oficina del comisario y usted encontrará la suya sobre la mesa de su secretario. Y no quiero que me sustituyan. Usted me encomendó el caso desde un principio, y a él me aferro hasta el fin. (Le hablaba a gritos y pegué un puñetazo en la mesa, sabiendo que a un hombre se lo intimida mejor combatiéndole con sus propios métodos). Y si una palabra de todo esto sale en los periódicos antes de que yo dé mi conformidad, se armará aquí una barahúnda infernal cuando el lunes vuelva el comisario.

Solamente confié a una persona el retorno de Laura: a Jake Mooney. Jake es un yanki de Providencia, alto, de cara triste, conocido entre los muchachos por el apodo de «La Almeja de Rhode Island». Ocurrió que un reportero dijo de él: «Mooney guardó un silencio de almeja»; esto le puso muy furioso, y desde entonces le quedó el apodo. Cuando salí del despacho de Preble, Jake ya tenía la lista de los fotógrafos para quienes Diana Redfern había posado.

—Vaya a verles —le dije—. Averigüe lo que pueda sobre esa muchacha. Inspeccione su habitación, pero no diga a nadie que ha muerto.

Él asintió.

—Quiero que me traiga todos los papeles y cartas que encuentre en su habitación. No deje de preguntar a la patrona qué clase de hombres conocía. Puede haber tenido algún amigo de esos que juegan con escopetas sin culata.

Sonó el teléfono. Era la señora Treadwell. Quería que fuese a su casa inmediatamente.

—Tengo algo que decirle, señor McPherson. Pensaba volver hoy al campo, puesto que no hay nada más que hacer por la pobre Laura. Mis abogados se ocuparán de sus cosas. Pero es que ocurre algo…

—Está bien, señora Treadwell. Voy para allá.

Al pasar en mi coche por la Park Avenue decidí hacer esperar a la señora Treadwell mientras visitaba a Laura. Ella había prometido quedarse en el apartamento, y no usar el teléfono, y yo sabía que en la casa no había comida fresca. Fui hasta la Tercera Avenida, y compré leche, huevos, mantequilla y pan.

Behrens custodiaba la puerta. Abrió muchísimo los ojos al ver las vituallas, pero evidentemente pensó que yo me estrenaba como dueño de la casa.

Tenía la llave en mi bolsillo, pero antes de entrar advertí con un grito mi llegada.

Ella salió de la cocina.

—Me alegro que no haya tocado el timbre. Desde que me contó lo del crimen —tembló y miró hacia donde cayó el cuerpo— me asustan todos los ruidos inesperados. Estoy segura de que es usted el único detective del mundo que pensaría en eso —agregó, cuando le entregué los comestibles—: ¿Ha desayunado?

—Ahora que me lo recuerda, no.

Me pareció muy natural traer los víveres y holgazanear en la cocina mientras ella preparaba algo de comer. Yo suponía que esa clase de muchachas, con vestidos elegantes y una sirvienta a sus órdenes, eran perfectamente inútiles para las tareas domésticas. Pero sabía que Laura era distinta.

—¿Seremos distinguidos llevando el desayuno al comedor, o gente sencilla que come en la cocina?

—Yo nunca he comido en otro sitio que en la cocina, hasta ser mayor.

—Entonces en la cocina. No hay mejor sitio que el hogar.

Mientras comíamos le dije que había informado al subcomisario acerca de su vuelta.

—¿Se asustó?

—Me amenazó con mandarme al manicomio. Luego —la miré fijamente a sus ojos— me preguntó si no sabía usted nada acerca de la muerte de la otra chica.

—¿Y qué le dijo usted?

—Escuche. Le harán a usted muchísimas preguntas y probablemente tendrá que contar de su vida privada más de lo que quisiera. Mientras más sincera sea, tanto mejor. Supongo que no se ofenderá porque le diga esto.

—¿No confía en mí?

—Mi profesión consiste en sospechar de todos.

Ella me miró por encima de su taza de café.

—¿Qué sospecha tiene usted de mí?

Procuré ser imparcial.

—¿Por qué le mintió a Shelby diciéndole que iba a cenar con Waldo Lydecker, el viernes por la noche?

—¿De manera que eso es lo que le preocupa?

—Usted mintió, señorita Hunt.

—¡Ah! Ahora soy para usted la señorita Hunt, señor McPherson.

—No sea tan quisquillosa. ¿Por qué mintió?

—Temo que no me comprenda si le digo la verdad.

—Está bien. Soy mudo. Soy un detective. No hablo inglés.

—Siento haber herido sus sentimientos, pero —ella paseaba el cuchillo por los cuadritos blancos y rojos del mantel— se trata de algo que no suele encontrarse en el libro borrador de un policía. ¿No lo llaman así?

—Siga, siga.

—Verá usted; yo he estado soltera tanto tiempo…

—Está tan claro como el barro.

—Los hombres se ofrecen comidas para despedirse de su vida de soltero. Se emborrachan. Tienen su última juerga con unas coristas. Creo que a eso llaman ellos libertad; y sienten que deben hacer ostentación de ella antes de casarse.

—¡Pobre Waldo! —exclamé riendo—. Apuesto a que no le importaría mucho que le comparasen con una corista.

Ella meneó la cabeza.

—La libertad significa algo muy distinto para mí, Mark. Quizá lo comprenda. Ser libre era ser dueña de mi persona, conservar todas mis estúpidas e inútiles manías, ser la única señora de mis costumbres. ¿Me explico?

—¿Por eso retrasaba el casamiento?

—¿Quiere traerme un cigarrillo? Están en el saloncito.

Le traje los cigarrillos. Yo encendí la pipa. Ella siguió hablando.

—Libertad significaba para mí independencia. No es que quisiera vivir ninguna especie de doble vida; sencillamente me irritan los entrometidos. Quizá sea porque mamá siempre me preguntaba el dónde, el porqué y el para qué, me choca de tal manera que mi espina dorsal se endurece y se me pone la piel de gallina.

Parecía una niña llorando para hacerse entender.

—El viernes tenía una cita con Waldo para una especie de cena de despedida de soltera, antes de salir para Wilton. Aquélla sería mi última noche en la ciudad antes de mi boda.

—¿Shelby no se sentía ofendido?

—¡Naturalmente que sí! ¿Usted no se hubiera molestado?

Se echó a reír, enseñando la puntita de la lengua entre los dientes.

—Waldo no le gustaba a Shelby. Pero yo no podía remediarlo. Nunca fui coqueta ni instigué al uno contra el otro. Tengo mucho afecto a Waldo; parece una solterona quisquillosa, pero ha sido bueno conmigo, muy bueno. Además somos amigos desde hace muchos años. Shelby tenía que tomarlo lo mejor que pudiera. Somos gente civilizada, no tratamos de cambiarnos el uno al otro.

—Y Shelby, supongo que tendría costumbres muy distintas a las suyas.

Ella no hizo caso de mi interrupción.

—El viernes tenía toda la intención de cenar con Waldo y tomar el tren de las diez y veinte. Pero por la tarde cambié de parecer.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —me dijo burlándose—. Precisamente por eso no se lo dije a él, porque me preguntó por qué.

Yo me enfadé.

—Usted puede tener todos los prejuicios que quiera, y sabe Dios que no me importa si se empeña en convertir en sagradas sus costumbres, pero se trata de un crimen. ¡Un crimen! Tiene que haber un motivo para explicar por qué cambió de opinión.

—Yo soy así.

—Ah, ¿sí? Me dijeron que era usted una mujer demasiado considerada como para disgustar a un amigo por un capricho egoísta. Dicen que es usted generosa y delicada…, a mí me parece todo una gran mentira.

—Vamos, señor McPherson, es usted una persona muy vehemente.

—Haga el favor de decirme por qué cambió de parecer acerca de la cena en casa de Waldo.

—Me dolía la cabeza.

—Ya lo sé. Eso le dijo usted a él.

—¿No me cree?

—Las mujeres siempre tienen dolor de cabeza cuando no quieren hacer alguna cosa. ¿Volvió después de almorzar con tal dolor de cabeza que telefoneó a Waldo antes de quitarse el sombrero?

—Supongo que mi secretaria le diría eso. ¡Cuán importantes se vuelven las pequeñeces cuando sucede algo violento!

Se dirigió al sofá y se sentó. Yo la seguí. De repente me tocó el brazo con la mano y me miró con tanta dulzura que yo sonreí. Nos echamos a reír y las pequeñeces parecieron menos importantes.

—Créame, Mark, le he dicho la verdad. Me sentía tan atrozmente cansada después de almorzar el viernes, que me horrorizó la perspectiva de la charla de Waldo. Y no quise cenar con Shelby porque se hubiera puesto demasiado contento al ver que yo había cancelado mi cita con Waldo. Tuve que alejarme de todos.

—¿Por qué?

—¡Qué hombre más terco es usted!

Ella se estremeció. Hacía frío. La lluvia pegaba contra las ventanas. El cielo estaba plomizo.

—¿Enciendo el fuego?

—No se moleste. —Su voz también era fría.

Saqué unos cuantos troncos del mueblecito de debajo de los estantes de libros y preparé un buen fuego. Ella se sentó en el extremo del sofá, con las rodillas levantadas y apretándose el cuerpo con los brazos. Parecía indefensa.

—Ya está —le dije—. Entrará en calor en seguida.

—Por favor, Mark, créame. Era eso, nada más. Usted no es un detective que ve solamente las acciones externas. Usted es un hombre sensible, usted sabe distinguir los matices. Por favor, procure comprender.

El ataque estaba bien dirigido. Un hombre no es más fuerte que su vanidad. Si dudaba de ella demostraría ser un detective bruto.

—Está bien —le dije—, dejemos eso por ahora. Quizá vio usted algún fantasma durante el almuerzo. Quizá dijo algo su amiga que le recordó otra cosa. ¡Caramba!, todo el mundo tiene caprichos de vez en cuando.

Ella se levantó y se dirigió hacia mí con las manos extendidas.

—Es usted una persona encantadora. Ya anoche supe que no debía temerle.

Le cogí las manos. Eran muy suaves al tacto, pero notaba que también eran fuertes. «Soy un tonto», me dije, y decidí hacer algo inmediatamente. Mi pundonor estaba comprometido. Yo era un detective, un servidor del pueblo, un representante de la ley y el orden.

Me dirigí al aparador de las bebidas.

—¿Había visto esto antes? —Era la botella de whisky marca Tres Caballos. Ella me contestó sin vacilar:

—Ya lo creo; hace varias semanas que está en casa.

—Pero ésta no es la marca que usted suele beber. ¿Compró esta botella en casa de Mosconi?

Respondió a mi pregunta con una frase interminable, sin pararse en puntos ni comas.

—No, no, la compré una noche que se me acabó el whisky, tenía gente a cenar y me detuve al regresar de la oficina en la Tercera Avenida o en Lexington, no me acuerdo.

Mentía como una gitana. Yo había estado en el comercio de Mosconi y comprobé que el viernes por la noche, entre las siete y las ocho, Shelby Carpenter había comprado la botella de Tres Caballos, y, en vez de cargarla en la cuenta de la señorita Hunt, la había pagado al contado.

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