Laura

Laura


Segunda Parte » 7

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La gente concentrada en sí misma no ve más que lo que quiere ver. Waldo pudo haber achacado a su astigmatismo el no advertir desde un principio la presencia de Laura, pero yo creo que la culpa fue de la codicia. Su mirada estaba tan fija en el vaso antiguo, que el resto de la sala bien hubiera podido ser cielo o desierto.

—En su oficina me dijeron que le encontraría aquí, señor McPherson. Mi abogado me aconseja que no me lleve el vaso.

Él tenía que pasar por delante del sofá para llegar hasta la repisa. Laura volvió la cabeza; las campanitas tañeron. Waldo se detuvo como si oyese la advertencia de algún fantasma. Luego, semejante a un hombre que le tiene miedo a su imaginación pero que está dispuesto a sobreponerse a todo temor, alargó las manos hacia el vaso resplandeciente. Laura se volvió para ver cuál era mi actitud. Sus campanitas de oro sonaron tan fuerte que Waldo giró sobre sus talones y se quedó mirándola.

Estaba más pálido que la muerte. No se tambaleó ni se cayó, sino que permaneció como paralizado, con los brazos levantados hacia el vaso. Parecía una caricatura cómica y triste a la vez. Su barba estilo Van Dyke, el bastón colgado del brazo, el traje de corte perfecto, la flor en el ojal, eran como los adornos de un muerto.

Todos estábamos inmóviles. Se oía el tictac del reloj.

—¡Waldo! —dijo Laura con mucha dulzura.

Pareció como si no la hubiese oído. Ella le cogió por los brazos rígidos y le condujo al sofá. Él se movía como un muñeco mecánico. Laura le hizo sentar, le bajó suavemente los brazos, me entregó el sombrero y el bastón.

—¡Waldo! —murmuró ella como una madre llama a su hijo enfermo—. ¡Querido Waldo!

Volvió la cabeza como movido por un resorte mecánico. Sus ojos vidriosos, carentes de vida, estaban fijos en el rostro de Laura.

—Tranquilícese, señor Lydecker. Laura está sana y salva. Ha habido un error.

Mi voz le impresionó. Se dejó caer hacia atrás; luego se echó hacia adelante, con una reacción más mecánica que voluntaria. Temblaba con tal violencia que parecía como si una fuerza interna le agitase el cuerpo.

El sudor cubría su frente y su labio superior.

—En el aparador hay brandy… Tráigalo, Mark… Pronto… —dijo Laura.

Traje el brandy. Ella le puso la copita en los labios. La mayor parte del licor se le derramó por la barba. Al cabo de un ratito levantó su mano derecha, la miró, la volvió a dejar caer y levantó la izquierda. Parecía como si estuviera asegurándose de que podía moverse.

Laura se arrodilló a su lado apoyando las manos sobre las rodillas. Con voz muy suave le explicó que fue Diana Redfern la que murió y enterraron mientras ella estaba en la casita de campo. No puedo asegurar si él lo oyó o si fue la voz de Laura lo que le calmó, pero cuando ella sugirió que descansase en la cama, se levantó obedientemente. Laura le llevó a su dormitorio, le ayudó a recostarse, le tapó las piernas con su cubrecama blanco y celeste.

Él la dejó hacer como un niño.

Cuando Laura volvió al saloncito me preguntó si debíamos llamar a un médico.

—No lo sé —le dije—. Él no es joven y está muy gordo. Pero esto no se parece a ningún ataque que yo haya visto antes.

—Ya le pasó otra vez.

—¿Cómo ahora?

Ella asintió.

—Le sucedió una noche en el teatro. Luego se enfadó porque llamamos a un médico. Quizá sea mejor que lo dejemos descansar.

Nos sentamos como la gente que espera en el pasillo de un hospital.

—Lo siento mucho —dije—. Si hubiera sabido que era Waldo le hubiese advertido.

—Usted está pensando hacerle esto mismo a Shelby, ¿no es cierto?

—Shelby tiene los nervios más templados. Él lo tomará mejor.

Los ojos de Laura estaban entrecerrados por la ira.

—Mire, Laura, usted sabe que Shelby ha mentido. Yo no digo que él sea el autor del crimen, pero sé que oculta algo. Tiene que explicarse.

—¡Y se explicará! ¡Shelby puede explicarlo todo!

Laura entró en el dormitorio para ver cómo seguía Waldo.

—Parece que está dormido. Respira bien. Será mejor que no le molestemos.

Nos quedamos callados hasta que volvió a sonar el timbre.

—Tendrá que recibirle usted solo primero y decirle que estoy aquí —me dijo Laura—. Yo no voy a permitir que otra persona sufra semejante impresión. —Y diciendo esto desapareció por la puerta de la cocina.

El timbre sonó una vez más. Cuando abrí, Shelby entró gritando:

—¿Dónde está ella?

—¿De manera que ya lo sabe?

Oí que abrían la puerta de servicio y supuse que Shelby se había encontrado con Bessie en la escalera.

—¡Malditas sean las mujeres! —exclamé gritando.

Entonces Laura salió de la cocina. Me di cuenta en seguida de que Bessie no era la merecedora de mis maldiciones. El encuentro de los novios fue demasiado perfecto. Se abrazaron, se acariciaron. Un actor, al cabo de una docena de ensayos, hubiera buscado un pañuelo con el mismo aturdimiento. Un actor también la hubiera retenido sin abrazarla, contemplándola con esa mirada ingenua de adolescente. En aquella escena había algo previamente concertado.

La ternura del novio y la alegría de la novia.

Yo les volví la espalda. La voz de Laura parecía de almíbar.

—¿Estás contento, querido?

Él contestó con un murmullo.

Se me apagó la pipa. Si me volvía para coger un fósforo de la mesa hubieran creído que los espiaba. Seguía oyendo el murmullo de sus voces. Me puse a mirar el minutero de mi reloj recordando aquella noche que estuve esperando a que Pinky Moran saliese de casa de su novia. A las diez de la noche había una temperatura de cuatro grados sobre cero y a las doce estaba bajo cero. Yo esperaba en la nieve pensando que el gángster estaría bien calentito entre los brazos de su mujerzuela.

Me volví y vi las manos de Shelby tocando, acariciando y paseándose por la tela color canela del vestido de Laura.

—¡Qué emocionante! ¡Qué inenarrable ternura! ¡Julieta saliendo de la tumba! ¡Bien venido, Romeo!

Era Waldo, desde luego. No solamente había recuperado sus fuerzas, sino su espíritu fanfarrón.

—Discúlpeme —dijo— por ese pequeño ataque epiléptico. Es una antigua herencia de familia.

Separó a Laura de Shelby, la besó en ambas mejillas y se puso a dar vueltas con ella como si estuviesen bailando un vals.

—¡Bien venida seas, muchacha! ¡Dinos lo que se siente al volver de la tumba!

—Sé formal, Waldo.

—Más formal que nunca, hermoso fantasma. Yo también he resucitado. La noticia de tu muerte me puso al borde de la eternidad. Ambos hemos vuelto a nacer… tenemos que celebrar el milagro, querida. Echemos un trago.

Laura se levantó para ir a buscar bebidas, pero Waldo le cortó el paso.

—No, querida, no. Nada de whisky esta noche. Vamos a beber champaña.

Waldo entró en la cocina pegando un puntapié a la puerta y gritando a Bessie que fuera en seguida a casa de Mosconi a buscar una bebida cuyo nombre tuvo que escribir en un papel.

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