Laura

Laura


Segunda Parte » 9

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Aquella noche volví a cenar con Waldo. No sé por qué. Yo mismo me lo preguntaba en el restaurante del Lagarto Dorado al mirar su cara mofletuda por encima de una taza de sopa de nido de golondrina. Llovía. Me sentía triste. Deseaba hablar… hablar de Laura. Ella estaría comiendo bistecs en compañía de Shelby. Me aferré a Waldo, temía perderlo. Despreciaba a ese tipo, pero me sentía fascinado. Cuanto más profundizaba el caso, tanto menos me reconocía a mí mismo y tanto más me sentía como un novicio en un mundo nuevo.

Tenía la mente ofuscada. Había seguido un camino, pero me extravié. Recuerdo que me hice a mí mismo preguntas relativas a las pistas. ¿Qué era lo que había considerado como pistas en otros casos? Una sonrisa no podía presentarse en el tribunal como prueba. A un hombre no se le podía detener por haber temblado. Unos ojos castaños miraron de reojo a unos ojos grises, ¡y qué! El tono de la voz es algo que muere con las palabras.

El mozo chino trajo una fuente de huevos revueltos. Waldo se abalanzó sobre ella como un menesteroso socorrido por alguna institución de caridad.

—Y bien —me dijo—, ¿qué le parece Laura, ahora que la conoce?

Me serví de la fuente a la vez que contestaba:

—Mi trabajo consiste en…

—… observar las cosas y no emitir opiniones —añadió completando mi frase—. ¿Dónde he oído eso anteriormente?

El mozo trajo una bandeja con fuentecitas tapadas. A Waldo le gustaba arreglarse el plato a su manera; el cerdo a este lado, el pato el otro, los tallarines debajo del pollo, las costillitas de cerdo agridulces junto a la langosta. Los raviolis chinos en un plato aparte para no mezclar las salsas. Hasta que no probó cada fuentecita con y sin jugo de remolachas no hubo más conversación en nuestra mesa.

Por fin se detuvo para tomar aliento, y dijo:

—Recuerdo unas palabras que pronunció usted, cuando vino a verme por primera vez, aquel domingo por la mañana.

—Dijimos muchas cosas ese domingo —repuse.

—De acuerdo. Usted dijo que en el caso Laura Hunt no le interesaba estudiar las huellas digitales, sino los rostros. Pensé que esa idea era muy rara.

—Entonces, ¿por qué lo recuerda?

—Porque me dio lástima el triste espectáculo de un joven convencional creyendo que se había vuelto repentinamente inconvencional.

—¡Bueno, y qué!

Waldo castañeteó los dedos. Dos mozos acudieron corriendo. Habían olvidado el arroz frito. Charlaron más de la cuenta, y Waldo tuvo que volver a aderezar su plato. Mientras daba órdenes a los chinos y se quejaba porque habían alterado el ritual (así decía él) de su comida, me habló de Elwell y de Dot King y de Starr Faithful, y de otros casos criminales muy conocidos.

—¿Y a usted le parece que éste será el indescifrable caso Diana Redfern? —le pregunté.

—No el caso Redfern, amigo mío. En la mente del público y en los periódicos, éste será eternamente el caso Laura Hunt. Laura pasará por esta vida con el sello de una mujer famosa, la víctima viva de un crimen no esclarecido.

Waldo estaba procurando hacerme enfadar, no directamente, sino con alusiones y pullas. Yo procuraba no mirarle a la cara, pero no podía sustraerme a aquella sonrisa afectada. Si me volvía, él se volvía también. Su gorda cabeza parecía un cojinete de bolas sobre el cuello almidonado.

—¿Preferirá usted morir antes de que eso suceda, mi valiente lince? ¿Arriesgará su precioso pellejo antes de permitir que esa inocente muchacha sufra tamaño ultraje durante toda la vida? —Lanzó una sonora carcajada. Dos mozos asomaron la cabeza por la puerta de la cocina.

—Sus bromas no me hacen ni pizca de gracia —le dije.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Qué fuerte ladra esta noche! ¿Qué es lo que le atormenta? ¿Es el temor del fracaso o la fatal competencia con Apolo Belvedere?

Sentí que me ponía colorado.

—Mire, Waldo… —le dije.

Pero él volvió a interrumpirse.

—Mire, muchacho, incluso a riesgo de perder su estimada amistad… y le aseguro que la amistad de una persona tan apreciable la estimo mucho, aunque usted no me crea… incluso a riesgo, digo, de perder…

—¡Acabe de una vez!

—Le advierto una cosa, joven. No pierda la cabeza. Ella no es para usted.

—¡No se meta en lo que no le importa!

—Algún día me agradecerá lo que le digo. A menos que no haga caso de mis palabras, por supuesto. ¿No ha oído a Laura describir el apasionamiento de Diana por Shelby? ¡Un caballero! ¡Caramba! ¿Usted cree que Diana ha muerto tan completamente como para que la hidalguía también tenga que morir? Amigo mío, si usted fuera más astuto se daría cuenta de que Laura es Diana y Diana es Laura…

Su verdadero nombre era Jennie Swobodo. Había trabajado en una fábrica de Jersey.

—Eso se parece a una novela barata.

—Pero Laura no es tonta. Ella tenía que saber que él era una especie de gigolo.

—Mucho después de haberse perdido el corazón de la nobleza queda aún el pellejo. La mujer culta se halla encadenada por los grilletes del idilio, en igual medida que la pobre muchacha del campo… La tradición aristocrática, mi querido amigo, con su suave perfume de corrupción es todavía seductora. Los románticos son niños que nunca crecen.

Waldo se sirvió otra porción de cerdo, pato y arroz.

—¿No le dije, el día que nos conocimos, que Shelby era el punto más débil y menos distinguido de Laura? ¿Ve usted ahora la respuesta a ese anhelo de perfeccionamiento? Páseme la salsa de soja, por favor.

Idilio es una palabra para ser usada en canciones, en el cine. A la única persona a quien oí esa palabra fue a mi hermana, que a causa del idilio llegó a casarse con el patrón.

—Yo esperaba que Laura llegaría a olvidarse de Shelby con el tiempo. De haberlo hecho, hubiera sido una gran mujer. Pero la retenía el ensueño, el héroe que ella amaría para siempre, el modelo de perfección cuya integridad no exigía nada de sus inclinaciones o de su inteligencia.

Me cansé de su charla.

—Vámonos, salgamos de aquí —le dije. Él me hacía sentir que todo era inútil.

Mientras esperábamos el cambio, cogí el bastón de Waldo.

—¿Para qué lleva eso?

—¿No le gusta?

—Es afectado.

—Usted es un pedante.

—Sea como sea, me parece un bastón falsificado.

—Todo el mundo en Nueva York conoce el bastón de Waldo Lydecker. Me confiere mucha importancia.

Yo tenía ganas de abandonar ese tema, pero a él le gustaba jactarse de sus cosas.

—Lo adquirí en Berlín. El que me lo vendió me dijo que su dueño fue un barón irlandés cuyo carácter altivo e iracundo llegó a ser legendario en el país.

—Probablemente lo usaba para apalear a los pobres diablos que extraían turba de sus terrenos —dije yo, que nunca simpaticé con los nobles altaneros, porque los relatos de mi abuela siempre me enseñaron el reverso de la medalla. El bastón de Waldo era uno de los más pesados que he tenido en mis manos; pesaba por lo menos un kilo.

Por debajo del puño arqueado tenía dos anillos de oro a tres pulgadas de distancia uno de otro. Él me arrancó el bastón de las manos.

—Déme mi bastón.

—¿Qué mosca le ha picado? Nadie quiere quedarse con su maldito bastón.

El chino trajo el cambio. Waldo miraba de reojo. Yo añadí algo a la propina para no dar pábulo a su mofa.

—No se aflija. Si necesita usted un bastón yo se lo compraré… con una punta de goma.

Me dieron ganas de coger ese pedazo de grasa y hacerle botar como una pelota. Pero no me convenía perder su amistad por el momento. Me preguntó adónde iba, y al contestarle que me dirigía hacia las afueras de la ciudad, me rogó que lo dejase en el Lafayete.

—Sea amable, McPherson. Creo que se alegrará disfrutando otro cuarto de hora de mi admirable conversación.

Cuando pasábamos por la Cuarta Avenida, me tiró repentinamente del brazo. El coche casi patinó.

—¿Qué le ocurre? —le pregunté.

—Pare, por favor. Tiene que parar. Sea generoso una vez en su vida.

Tuve curiosidad por saber cuál era el motivo de su excitación, de modo que paré el coche. Él descendió y retrocedió hasta la tienda de antigüedades del señor Claudius.

El señor Claudius Cohen parecía más yanqui que judío. Tenía una estatura de más de uno ochenta, no pesaba más de sesenta y ocho kilos, era de ojos claros y cabeza en forma de pera. Yo le conocía porque una vez tuvo un socio que era comprador de efectos robados. Claudius era un tipo inocente, distraído y tan loco por las antigüedades que no tenía la menor idea de los enredos de su socio. Yo pude hacer que no fuera procesado y en prueba de gratitud me regaló una colección de la Enciclopedia Británica.

Era muy natural que él y Waldo se conociesen. Ambos eran capaces de quedarse extasiados frente a una vieja tetera.

Lo que Waldo había visto en el escaparate de Claudius era un vaso de cristal exactamente igual al que él había regalado a Laura. Tenía la forma de un globo colocado sobre un pedestal. A mí me parecía una de esas pelotitas que cuelgan de los árboles de Navidad y creo que no era ni tan raro ni tan valioso como muchos objetos que hacen desmayar a los coleccionistas. Waldo lo apretaba porque él había iniciado la locura por el cristal azogado entre ciertos coleccionistas elegantes. En su ensayo Deformación y Refracción[4] había escrito:

El cristal, soplado hasta la delgadez de una burbuja, está revestido en la superficie interior de una capa de azogue, de manera que brilla como un espejo. Y así como el mercurio de un termómetro marca la temperatura del cuerpo, así también las refracciones de ese globo manifiestan el ardor temperamental de aquellos desgraciados visitantes que al entrar en mi saloncito se reflejan en la superficie esférica cual enanos deformados.

—Claudius, bobalicón, ¿por qué me ha estado ocultando esto?

Claudius sacó el vaso del escaparate. Mientras Waldo lo colmaba de caricias yo miraba unas viejas pistolas. La conversación proseguía a mis espaldas.

—¿Dónde lo consiguió?

—En una casa de Beacon.

—¿Cuánto me va a sacar por él, viejo ladrón?

—No está a la venta.

—¡Que no está a la venta! Pero hombre…

—Ya está vendido.

Waldo apoyó su bastón contra las patas debiluchas de una mesa antigua.

—¿Qué derecho tiene para venderlo sin ofrecérmelo a mí primero? Usted sabe cuáles son mis necesidades.

—Lo busqué para un cliente. Me encargó que comprara cualquier vaso de cristal azogado que encontrase, al precio que yo quisiera.

—Pero lo tenía en el escaparate. Eso quiere decir que está a la venta.

—No, señor; no quiere decir eso ni muchísimo menos. Lo que quiere decir es que me gusta exponer al público las cosas bonitas que tengo. No me negará el derecho de colocar en mi escaparate lo que se me antoje, señor Lydecker.

—¿Lo ha comprado para Philip Anthony?

Hubo un silencio. Luego Waldo gritó:

—Usted sabía que yo me interesaba por cualquier cosa que él desease. No tenía derecho a no habérmelo ofrecido a mí.

Su voz parecía la de una vieja. Me volví y vi que su rostro estaba rojo como la grana.

—Este objeto le pertenece a Philip Anthony, de manera que no puedo disponer de él. Si usted también lo quiere, humíllese y hágale una oferta.

—Ya sabe usted que no me lo venderá.

La disputa continuaba en ese tono. Yo estaba examinando una escopeta de pistón, que debía ya de ser una reliquia cuando Abe Lincoln era niño. De pronto oí el crujido. Miré a mi alrededor. Trocitos plateados brillaban en el suelo.

Claudius estaba lívido. No habría sido distinta su expresión si alguien se hubiera muerto.

—Fue un accidente, se lo juro —dijo Waldo.

Claudius se lamentaba.

—Su tienda tiene poca luz, los anaqueles están atestados, tropecé —dijo Waldo.

—¡Pobre señor Anthony!

—No arme tanto alboroto. Le pagaré lo que me pida.

Desde el sitio donde yo estaba la tienda tenía el aspecto de una caverna. Los muebles, los relojes, los vasos, platos, figuras, candelabros y demás objetos antiguos, parecían formar un depósito de trastos inútiles. Ambos hombres cuchicheaban. Waldo, con su cuerpo obeso, su sombrero negro y su pesado bastón y Claudius, con la cabeza en forma de pera, me recordaba un par de viejas hechiceras de Halloween. Salí a la calle.

Waldo volvió al coche. Tenía la cartera en la mano. Pero estaba de mejor humor. Se quedó de pie bajo la lluvia, mirando hacia la tienda de Claudius con una sonrisa. Lo mismo que si hubiera conseguido el vaso de cristal.

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