Laura

Laura


Cuarta Parte » 1

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Cuando la semana pasada creí que me iba a casar, quemé el Diario de mi juventud y juré no volver a escribir ninguno más. Al volver a casa la otra noche y encontrar en mi apartamento a Mark McPherson, más íntimo que el más viejo de mis amigos, mi primera impresión fue de gran tranquilidad por haber destruido aquellas páginas vergonzosas. ¡Qué persona tan contradictoria me hubiese creído de haber llegado a leerlas! Me resulta imposible escribir bien un Diario; no puedo compendiar mi vida en unas cuantas líneas diarias, ni hacer del desayuno del día dieciséis una cosa tan importante como enamorarme de alguien el diecisiete. Cuando me siento horas enteras presa de un frenético anhelo de recapitulación es cuando emprendo un largo viaje o me encuentro con un hombre interesante o inicio una nueva campaña en mi trabajo. Eso de que soy una mujer inteligente es puro mito. Nunca fui capaz de entender abstracciones, excepto a través de la emoción; antes de poder reflexionar con la cabeza sobre algún hecho, tengo que verlo como una cosa real escrita en un papel.

En el trabajo, cuando proyecto una campaña de polvos faciales Lady Lilith o de usarse jabón Jix en escamas, mi mente trabaja ordenadamente. Escribo encabezamientos dramáticos seguidos de argumentos llenos de unidad, coherencia y énfasis. Pero cuando pienso en mí misma, mi mente gira como un tiovivo. Todos los caballos, los de colores brillantes y los parduscos, bailan alrededor de un brillante centro, cuyos rayos cegadores y alegre música hacen imposible la concentración. Estoy procurando ver con claridad todo lo ocurrido durante estos últimos días, para colocar los hechos sobre los caballos y lanzarlos en nítido desfile, como los argumentos de venta para Jix o Lady Lilith. Pero los corceles se encabritan, giran y bailan al compás de la música. Todo lo que recuerdo son las palabras que me dijo un hombre después de oír cómo me acusaban de haber cometido un crimen.

—Duerma —me dijo—, duerma un poco.

Como si el sueño fuese algo que uno puede comprar en el mercado. Se marchó, volviendo luego con un paquetito de la farmacia Schwartz. Eran unos comprimidos para hacerme dormir. Me dejó solamente dos, porque sabía cuán llena estaba de temores y preocupaciones.

—¿Cree usted que yo maté a Diana? —volví a preguntarle.

—Lo que yo piense no importa. —Su voz era áspera—. Mi oficio no consiste en pensar; lo que yo quiero son hechos.

Shelby observaba. Parecía más que nunca un hermoso gato dispuesto a saltar, y me dijo: «Ten cuidado, Laura. No te fíes de él».

—Sí —dijo Mark—, soy un policía, no debe usted fiarse de mí. Cualquier cosa que diga puede usarse en contra suya.

Sus labios estaban apretados, habló casi sin abrir la boca.

—¿Me va a detener? —le pregunté.

Shelby se transformó en el «hombre de la casa», en el protector de la debilidad de la mujer. Sin embargo, todo era fingido. Su valor era tan frágil como el papel de seda; en su interior temblaba. Shelby empleó frases como detención ilegal y pruebas circunstanciales; parecía enorgullecerse demostrando conocimientos técnicos, lo mismo que cuando explicaba a la gente las reglas de la esgrima o del juego de bridge. Tía Susana me dijo una vez que llegaría a cansarme de este niño de uno ochenta de alto. Tía Susana me dijo que cuando una mujer siente la necesidad de un hombre semejante, debería tener un niño. Me quedé pensando en las observaciones de tía Susana mientras hablaba de la prueba circunstancial y Mark daba vueltas alrededor de la sala mirando los objetos: la pelota de béisbol firmada, mi bandera mexicana y el estante donde tengo mis libros favoritos.

—Laura se pondrá en contacto con su abogado —dijo Shelby—. Eso es lo que hará. Mark vino hacia mí y me dijo:

—No intente salir de aquí, Laura.

—Mark tiene un agente afuera. De todas maneras no podrías salir, querida —dijo Shelby—. Están vigilándote.

Mark se marchó sin pronunciar una sola palabra más, sin recordarme nuevamente que durmiese, sin decirme adiós.

—No me gusta nada ese tipo —dijo Shelby, en cuanto cerró la puerta.

—Ya lo dijiste antes.

—Eres muy crédula, Laura. Confías en la gente con demasiada facilidad.

Yo estaba de espaldas a Shelby mirando el estante de mis libros preferidos.

—Ha sido muy amable —dije—. Creo que es una buena persona. Uno nunca se imaginaría que un detective pudiera ser como él.

Sentí que las manos de Shelby se alargaban hacia mí. Me retiré. Él se quedó quieto. Aunque no le mirase yo sabía muy bien cuál era la expresión de su rostro. Levantó las dos pildoritas que Mark había dejado sobre la mesa y me dijo:

—¿Vas a tomarte esto, Laura?

—¡Santo Dios!, no pensarás que quiere darme veneno…

—Ese tipo debería ser más hosco. Me lo figuraba más rudo. No creas que me gusta ver sus esfuerzos por tratar de portarse como un caballero.

—¡No digas tonterías!

—Tú no te das cuenta de las cosas. Ese hombre procura agradarte para que cedas y confieses. Eso es lo que quiere y para lo que trabaja… para lograr una confesión. ¡Maldito tunante!

Me senté en el sofá hundiendo el puño en un cojín.

—Te he dicho un millón de veces que aborrezco la palabra tunante… te he pedido que dejes de usarla.

—Es una palabra perfectamente correcta.

—Es muy antigua. Está pasada de moda. La gente ya no la usa.

—Un tunante es un tunante, sea o no sea anticuada la palabra.

—No seas tan… tan del sur. No seas tan estricto. Tú y tu maldita galantería.

Lloré. Las lágrimas corrían por mis mejillas. Mi vestido color canela se empapó de lágrimas.

—Estás nerviosa, cariño mío. Ese maldito tunante ha estado actuando sobre tu ánimo subrepticiamente, ha procurado rendirte…

—¡Te dije —repuse gritándole— que no pronuncies esa palabra!

—Es una palabra perfectamente correcta.

—Vuelta a las mismas. Lo has dicho un millón de veces.

—La encontrarás en el diccionario Webster y en el Funk y Wagnalls.

—Estoy rendida —dije secándome los ojos con el reverso de la mano, porque nunca encuentro el pañuelo en un momento de crisis.

—Es una palabra perfectamente correcta —volvió a decir Shelby.

Me levanté de un salto, con el cojín entre las manos a guisa de escudo, gritándole:

—¡Bueno eres tú para hablar de patanes, Shelby Carpenter!

—Intentaba protegerte.

Cuando él hablaba así, con la voz cargada de reproche, me sentía como si le hubiese hecho daño a una criatura indefensa. Shelby sabía la impresión que me causaba su voz. Le daba ese tono de reproche para que yo aborreciese a la despiadada Laura Hunt y perdonase sus faltas. Recordaba, tan bien como yo, el día que fuimos a cazar patos y él se puso a fanfarronear y yo dije que lo despreciaba, pero volvió a conquistarme por el tono de su voz. Él recordaba la pelea que tuvimos en la fiesta de la agencia; aquella otra en que estuve esperándole dos horas enteras en el vestíbulo de la Paramount y nuestro horrible altercado la noche que me dio la escopeta.

Todas estas peleas surgían ahora en nuestras mentes. Llevábamos cerca de dos años de riñas y reproches; dos años de amor, perdón y pequeñas bromas tampoco se pueden olvidar. Odiaba su voz porque me conmovía, y le tenía miedo porque siempre había sido débil con este niño de treinta y dos años.

—Intentaba protegerte —dijo Shelby.

—¡Santo Dios!, Shelby, otra vez volvemos a las mismas. Desde la cinco de la tarde estamos hablando de lo mismo.

—Te estás poniendo mordaz, terriblemente mordaz, Laura. Por supuesto, después de lo ocurrido no se te puede culpar por eso.

—¡Oh…!, anda, vete ya…, vete a tu casa y déjame dormir.

Cogí las dos píldoras y entré en mi dormitorio dando un fuerte portazo. Al cabo de un rato oí salir a Shelby. Atisbé por la ventana. Había dos hombres en la entrada. Cuando Shelby se alejó uno de los hombres le siguió. El otro encendió un cigarrillo. Vi cómo la llama del fósforo surgía y moría en la oscuridad. Las casas de enfrente pertenecen a gente rica. Ni uno solo de mis vecinos permanece en la ciudad durante el verano. Sólo hay un gato, el flacucho gatito amarillento, sin hogar, que se restriega contra mis piernas cuando vuelvo del trabajo por la noche. El gato cruzaba la calle con mucha delicadeza, poniendo las patitas de punta como una bailarina y levantándolas bien alto como si sus pies fueran demasiado finos para pisar el pavimento. También el viernes por la noche, cuando mataron a Diana, la calle estaría tranquila.

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