Laura

Laura


Cuarta Parte » 2

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«Duerma —me había dicho él—, procure dormir un poco». Las dos píldoras no me bastaron. Cuando apagué la luz, las tinieblas gemían a mi alrededor. Los antiguos inquilinos muertos subían la escalera, deslizándose cautelosamente por los peldaños gastados. Suspiraban y murmuraban detrás de las puertas, hacían rechinar los viejos cerrojos, fraguaban conspiraciones. Vi también a Diana con mi deshabillé celeste; la vi, con sus cabellos negros flotando sobre los hombros, correr a abrir la puerta.

Shelby me dijo que sonó el timbre y que él permaneció en el dormitorio mientras ella iba hacia la puerta. En cuanto Diana la abrió, sonó el disparo. La puerta se cerró de golpe. Al cabo de un tiempo, que bien pudo ser de treinta segundos o treinta años, según me dijo Shelby, él salió del cuarto. Procuró hablar, sus labios formularon el nombre de Diana, pero se había quedado sin voz. El cuarto estaba oscuro; sólo entraba un tenue resplandor de luz por entre las persianas. Vio la vaga claridad de mi vestido de seda en el suelo, donde estaba ella, pero no pudo ver su cara. Parecía haber desaparecido. Cuando se calmó un poco, dijo Shelby, se agachó para palpar el sitio donde debía de tener el corazón. Su mano se quedó yerta, no sintió ningún latido, supo que estaba muerta. Se dirigió al teléfono con intención de llamar a la policía. Cuando Shelby me contó esta parte, alargó su mano como la alargaría para levantar el receptor del teléfono, retirándola bruscamente como lo hizo aquella noche. Si la policía hubiese sabido que él estaba en mi apartamento con Diana, entonces también sabría quién la mató, me dijo Shelby.

—Era tu conciencia culpable —le dije yo—. Culpable porque estabas aquí, en mi propia casa, con ella. Querías creer eso porque tenías vergüenza.

—Yo quería protegerte —dijo Shelby.

Todo esto sucedió por la tarde, después de que Mark hubiera salido con Waldo para ir a cenar y antes de que volviese con la pitillera de oro.

Cuando compré esa pitillera, tía Susana me dijo que estaba loca. Yo soy tan crédula que confío en un detective, pero tía Susana ni siquiera confió en tío Horacio cuando éste dictó su testamento; ella se instaló detrás de las cortinas mientras él y su abogado designaban las herencias. Tía Susana dijo que siempre me pesaría aquella pitillera de oro. Yo se la regalé a Shelby, porque a él le convenía un cierto lujo cuando hablaba con posibles clientes o tomaba una copa con sus antiguos compañeros de colegio. Shelby tenía mucho donaire, atractivo, buenos modales y un nombre que se imponía; cualidades todas estimadas importantes en Covington, Kentucky, no en Nueva York. Diez años dentro y fuera de ocupaciones precarias no pudieron enseñarle a Shelby que los ademanes y las palabras tienen menos importancia en nuestro mundo que el carácter agresivo y egoísta; y que los procederes caballerescos no eran entre nosotros ni siquiera aproximadamente tan útiles como la pericia en el engaño, la adulación y el adelantarse al competidor.

El té estaba flojo, de un color verde claro con una hoja oscura rizada dentro… y entonces vi la pitillera de oro en el bolso de Diana. Vi las afiladas uñas de Diana pintadas con esmalte Magenta doblándose sobre el borde de la pitillera, pero no pude mirarle la cara. El té exhalaba un delicioso aroma chino. No sentí ni pena ni rabia; me dio un mareo. Entonces le dije a Diana:

—Por favor, querida, me duele la cabeza; ¿te importa que te deje?

Yo no sé quedarme callada. Digo la verdad a gritos y después lo siento. Pero esto era más profundo, tan profundo que solamente podía mirar la hoja flotante de mi taza de té.

Shelby le había regalado la pitillera para aparentar riqueza y generosidad. Era como un gigolo que buscara venganza contra una vieja viuda gordinflona con una cinta negra para sostener la papada. Entonces lo vi todo claro, como si en la hojita de té dentro de la taza pudiera leer mi vida. Supe por qué Shelby y yo reñíamos de tal manera que podíamos seguir fingiéndonos amor. Él no era un hombre seguro de sí mismo; necesitaba todavía la ayuda que yo pudiera prestarle; pero se odiaba a sí mismo por apoyarse en mí, odiándome al mismo tiempo porque yo le dejaba apoyarse.

Diana y él eran amantes desde el dieciocho de abril. Recuerdo la fecha, porque fue el día de la carrera de Pablo Revere y el cumpleaños de tía Susana. La fecha me huele a líquido para limpiar. Íbamos en un taxi, camino del Gallo Dorado, donde tía Susana quiso celebrar su aniversario. Yo llevaba mis largos guantes de piel de cervatillo abrochados con dieciséis botones; acababan de llegar de la tintorería, de manera que su olor era más fuerte que el del cuero del coche, el del tabaco y el del perfume Tabú con el que rocié mi pañuelo y mi cabello. Entonces fue cuando Shelby me dijo que había perdido la pitillera. Me habló en un tono de voz lastimero; su pena era tan real que le supliqué que no se afligiese tanto. Shelby dijo que yo era una mujer admirable, tolerante, generosa… pero mientras íbamos sentados en el taxi, cogidos de la mano, pensaría en su fuero interno: «Maldita perra con aires de protectora».

Amantes desde el dieciocho de abril. Ahora estábamos casi a finales de agosto. Diana y Shelby también se habían cogido de las manos, y se habían reído de mí.

Al atravesar la oficina después de almorzar, me pregunté si todos aquellos rostros sabían y se ocultaban de mi humillación. Mis amigos decían que era natural que yo me hubiese enamorado de Shelby, pero no podían comprender cómo continuaba amándole. Esto me disgustaba. Yo les decía que juzgaban mal porque Shelby era demasiado hermoso. Parecía como si el aspecto de Shelby fuese un obstáculo, una especie de deformidad que necesitara perfección.

Me enfado pronto. Me sulfuro y ardo con gran vehemencia, sufriendo luego remordimientos por haber dado el espectáculo de mi despreciable mal humor femenino. Esta vez mi furia revistió de una nueva forma. Ahora puedo sentir esa furia frígida…, ahora que recuerdo cómo conté los meses, las semanas, los días, desde aquel dieciocho de abril. Procuré recordar mi entrevista con Diana, lo que ella me dijo… y pensé en nosotros tres reunidos, con Diana reconociendo humildemente a Shelby como mi prometido… Hice un esfuerzo por contar las noches que pasé sola o con otros amigos, cediéndole ella a Shelby. ¡Qué tolerantes éramos, cuán modernos, qué ridículos y miserables! Pero yo siempre le dije a Shelby que iba a cenar con Waldo, y él nunca me dijo que iría a ver a Diana.

«Estoy desesperada, completamente desesperada», acostumbraba a decir mi madre cuando se encerraba en su cuarto con un fuerte dolor de cabeza. Yo siempre la envidiaba. Quería creer para poder desesperarme. El viernes por la tarde lo murmuraba una y otra vez al pasear por mi oficina. «Desesperada, desesperada, por fin estoy desesperada…», repetía yo, como si esta palabra encerrara todo mi afán. Ahora veo mi oficina, el cajón de los archivos y un anuncio de un lápiz de labios Lady Lilith mostrando a Diana recostada en un sofá, con la cabeza hacia atrás y los pechos apuntando hacia arriba como pequeñas colinas. Siento, más bien que huelo, el ambiente seco de aire acondicionado y pongo tensa mi mano derecha como si el abrecartas todavía me estuviese dejando una señal en la palma. Estaba harta, estaba desesperada, tenía miedo. Escondí mi rostro entre las manos, apoyando la frente en la madera de mi mesa. Llamé a Waldo por teléfono y le dije que me dolía la cabeza.

—No seas tonta, mujer —me dijo Waldo—. Roberto ha recorrido todos los mercados para prepararnos la cena. No le hagas un desprecio.

—Estoy desesperada —le dije.

Waldo se echó a reír.

—Deja el dolor de cabeza para mañana. El campo es un buen sitio para los dolores de cabeza, es para lo único que sirve; soporta tu dolor de cabeza entre los escarabajos. ¿A qué hora te espero, ángel?

Yo sabía que si cenaba con Waldo le acabarla contando lo de la pitillera. Él se hubiera alegrado al saber que terminé con Shelby, pero habría disimulado elegantemente su satisfacción. Waldo no me hubiera dicho: «Ya te lo dije, Laura. Te lo advertí al principio». Waldo no es así. Habría abierto su mejor botella de champagne y levantando la copa hubiera dicho: «Y ahora que ya eres mayor, Laura, brindemos juntos por tu mayoría de edad».

No, gracias, no quería cortesías esa noche. Ya estaba borracha.

Cuando Shelby entró en mi oficina a las cinco de la tarde, bajamos juntos en el ascensor, bebí dos Martinis secos con él, dejé que me instalase en el taxi y le diera al chófer la dirección de Waldo. Todo como si yo no hubiese visto la pitillera de oro en el bolso de Diana.

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