Laura

Laura


Cuarta Parte » 4

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Salsbury, Haskins, Warder y Bone. Cada pequeño movimiento de ellos tiene su significado. Salsbury, Haskins, Warder y Bone. Un bigotito negro dividido por la mitad, una voz, olor a menta, y todo el conjunto en enigma, una profusión de palabras, fue lo que recordé al despertar del sueño pesado ocasionado por las dos píldoras blancas. Salsbury, Haskins, Warder y Bone… Atribuí las palabras a una melodía. Me parecía oír música detrás de la puerta y las palabras eran: Salbsbury, Haskins, Warder y Bone.

La música era la del aspirador funcionando al otro lado de la puerta de mi dormitorio. Bessie me trajo el café y zumo de naranja. El vaso estaba empañado por el hielo. Al humedecérseme la mano al cogerlo recordé un recipiente plateado, el olor a menta, y un bigotito negro coronando una sonrisa de anuncio de dentífrico. Sucedió en el prado de la finca de tía Susana en Punta de Arena. El bigotito negro me preguntó si me gustaba el aguardiente de hierbabuena, y me dijo que él era Salsbury de la firma Salsbury, Haskins, Warder y Bone.

Bessie lanzó un fuerte suspiro, acomodó bien sus mandíbulas y me preguntó si tomaría un huevo revuelto.

—Un abogado —dije en voz alta—. Me dijo que si alguna vez necesitaba un abogado ellos eran una firma muy antigua.

Después de preocuparse mucho por mi indecisión respecto al asunto del huevo revuelto, Bessie volvió a suspirar y salió del cuarto, mientras que yo, recordando el consejo de Shelby, me oía contárselo todo al bigotito negro.

—¿Y su coartada, Laura? ¿Cuál es su coartada para el viernes veintiocho de agosto por la noche? —me preguntaría el joven Salsbury, retorciéndose las puntas del bigote que bien podrían estar o no estar engomadas. Entonces le tendría que repetir al bigotito negro todo cuanto le dije a Mark acerca de la noche del viernes, después que dejé a Shelby diciéndome adiós al alejarme en taxi de la Avenida Lexington.

Mark me había pedido, mientras desayunábamos (me parece que han pasado ya miles de desayunos desde entonces), que le contase con detalle todo cuanto hice, minuto a minuto, aquel viernes por la noche. Él sabía, desde luego, que yo dejé que Shelby diese al chófer del taxi la dirección de Waldo, pero que luego le ordené que me llevase a la Estación Central.

—¿Y luego? —me preguntó Mark.

—Cogí el tren.

—¿Iba muy lleno?

—Terriblemente.

—¿Vio usted alguna cara conocida? ¿O alguna persona que pudiera identificarla?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Por rutina —me había dicho entregándome la taza vacía—. Hace usted un café delicioso, Laura.

—Debería venir cuando hago una tarta.

Nos reímos. La cocina estaba muy agradable con el mantelito de cuadros y las dos tazas danesas, azules. Puse leche y dos terrones de azúcar en su café.

—¿Cómo sabe usted que me gusta?

—Lo observé antes. En el futuro, cuando usted venga por aquí, le serviré el café con la misma cantidad de leche y dos terrones de azúcar.

—Vendré con frecuencia.

Me interrogó sobre mi llegada a Wilton, y yo le dije que bajé del tren en South Norwalk, caminando sola y de prisa por esa calle desierta hasta el garaje que hay detrás de la casa de Andrés Frost, para buscar mi coche. Mark quiso saber si no había garajes públicos cerca de la estación, pero yo le dije que guardando mi coche allí ahorraba dos dólares por mes. Esto la hizo reír. «De manera que es usted ahorradora». Había en él muy poquito de detective y mucho de admirador, así que me reí echando atrás la cabeza y buscando sus ojos. Me preguntó si Andrés Frost o alguno de su familia me había visto. Cuando le dije que el señor Frots es un misógino de setenta y cuatro años que solamente me ve el primer sábado del mes, cuando le entregó los dos dólares, Mark se rió a carcajadas y dijo: «Eso es una coartada infernal».

Le dije que el sábado fui a Norwalk a comprar comestibles y él le preguntó si alguno de allí lo recordaría. Le dije que volví a ahorrar dinero yendo al mercado público con un cesto en el brazo, metiéndome por calles atestadas de gente obrera de Norwalk y veraneantes de la campiña vecina. No recordaba si fue el cajero pelirrojo o el hombre bizco quien me cobró. Después de hacer las compras en el mercado volví a casa, trabajé en el jardín, me preparé una cena ligera y estuve leyendo hasta la hora de acostarme.

—¿Eso fue todo, Laura?

Me estremecí al oír esa pregunta, a pesar de estar segura y confiada en mi cocina. Los ojos de Mark estaban fijos en mi cara. Cogí la cafetera para ponerla al fuego, dándole la espalda y hablando de cosas indiferentes. Allí junto al fuego, teniendo la cafetera en la mano, sentía que sus ojos me traspasaban huesos y carne, viéndome como habían visto la cara de Diana, sin belleza y sin pintura, llena de sangre y horriblemente deshecha.

—¿Estuvo sola todo el tiempo? ¿No vio a nadie que hubiera podido escuchar la radio o leer los periódicos y que luego viniese a decirle que estaba usted muerta?

Le repetí lo que ya le había dicho la noche anterior: que mi radio estaba estropeada y que las únicas personas que había visto eran el jardinero y el granjero polaco a quien le compré pan de maíz, lechugas y huevos frescos.

—Mark movió la cabeza.

—¿Usted no me cree?

—Eso no me parece… propio de usted.

—¿Qué quiere decir?

—Usted tiene tantos amigos… su vida es tan llena, usted está siempre rodeada de gente.

—Cuando uno tiene amigos es precisamente cuando se puede estar solo. Cuando uno conoce a mucha gente la soledad se transforma en un lujo. Estar solo no hace daño si la soledad no es forzosa —le dije.

Unos dedos finos tecleaban sobre la mesa. Puse la cafetera sobre los mosaicos azules y alargué la mano para asir la muñeca huesuda que sobresalía del puño blanco. La soledad de Mark no había sido un lujo. Él no lo dijo en voz alta, porque era un hombre fuerte y nunca se quejaría.

Al pensar en esto, acostada en mi cama con la bandeja oscilando sobre las piernas, comprendí que nunca podría hablarle con tanta facilidad al joven Salsbury, y el del bigotito negro. También él me diría: «Una coartada infernal», pero sin el humor ni la tolerancia que se reflejaban en los ojos y en la voz de Mark.

Bessie trajo el huevo revuelto. De repente me dijo:

—Ése es un hombre. —Los modales de Bessie son los propios de la Décima Avenida. Ella tiene la psicología de las aceras de Nueva York, y es tan inexorable como cualquier snob nacido en las mansiones de piedra de Murray Hill. Conocí a sus hermanos, gente obrera, franca y trabajadora, cuyas normas de virtud nunca podrían satisfacer a mis intelectuales amigos ni a mis superiores en la oficina.

—Es un hombre —dijo Bessie—. La mayoría de los que vienen aquí son niños grandes o viejas. Por fin encontró usted a un hombre, aunque sea un policía.

Luego añadió:

—Voy a hacer una gran tarta de chocolate.

Me bañé y me vestí despacito, diciéndole a Bessie:

—Voy a ponerme el traje nuevo en honor a mi claustrofobia.

A pesar de la lluvia había decidido salir de casa y pensaba hacerlo con tan perfecta tranquilidad y seguridad de mi importancia (como una modelo en Vogue), que el guardián de la puerta no se atrevería a preguntarme adónde iba. Puse mi mejor par de guantes y mi bolso de piel de caimán debajo del brazo. Al llegar a la puerta fracasó mi valor. Mientras no hiciese el menor esfuerzo por salir ésta era mi casa, pero bastaría una sola palabra del agente para convertirla en una cárcel.

Éste ha sido un temor que siempre ha existido en mí. Dejo las puertas abiertas porque no tengo tanto miedo de los intrusos como de quedarme encerrada. Me acordé de una película que vi una vez, con Silvia Sydney, pálida y asustada detrás de unos gruesos barrotes.

—Bessie —dijo—, será mejor que no salga hoy. Después de todo la gente cree que estoy muerta.

En aquel instante voceaban mi nombre numerosos vendedores de diarios. Cuando Bessie regresó del mercado me trajo los periódicos. LAURA HUNT ESTA VIVA, leíase en todas las primeras páginas. En un periódico, mi rostro ocupaba toda la página, semejante a un mapa en relieve del Asia menor.

«¿Qué dirán mañana estas páginas?», me pregunté.

¿Será culpable Laura Hunt?

Leí que yo estaba en un hotel desconocido.

—Esto lo dicen para despistar a los reporteros y a los amigos y para que puedas verte libre de molestias —me dijo tía Susana, cuando llegó con un ramo de rosas rojas. No tuvo noticias mías por los periódicos, sino directamente por Mark, que fue a despertarla aquella hermosa mañana con la buena nueva.

—¡Qué delicado es! —dijo tía Susana. Trajo las rosas para demostrar que se alegraba de que no me hubiese muerto, pero no podía hacer otra cosa que censurarme por haber prestado a Diana mi apartamento.

—Siempre te dije que tendrías algún lío por ser tan generosa con la gente.

Mark no le había dicho nada de lo demás. Ella ignoraba el asunto de la pitillera y las sospechas de Shelby.

Shelby no había ido a su casa la noche anterior.

Hablamos de mi funeral.

—Fue precioso —dijo tía Susana—. No se podía esperar mayor número de personas en esta época del año, cuando hay tanta gente fuera de la ciudad; pero la mayor parte mandó flores. Yo iba a escribir las tarjetas de agradecimiento. Ahora lo puedes hacer tú misma.

—Me hubiese gustado ver las flores —comenté.

—Ahora tendrás que sobrevivirlos a todos, porque nadie tomaría en serio un segundo funeral.

Bessie dijo que acudía gente a la puerta, a pesar de que se suponía que yo estaba en un hotel desconocido. Pero ahora había dos agentes en la entrada y el timbre no sonaba. Me quedé mirando el reloj pensando por qué no habría tenido noticias de Mark…

—Estoy segura de que él no puede ganar más de mil ochocientos al año, dos mil a lo sumo —dijo de repente tía Susana.

Me reí. Aquello era una ocurrencia bastante lógica en ella, lo mismo que la de Bessie cuando dijo: «Ése es un hombre».

—Algunos hombres —dijo tía Susana-valen más que sus sueldos. No siempre se tiene la suerte de encontrarlos.

—Es una herejía que tú digas eso —le respondí.

—Una vez yo me volví loca por un actor de reparto —dijo—. Desde luego era una cosa imposible. Yo había llegado a ser una estrella y era joven. ¿Qué hubieran pensado las coristas? Querida, la selección natural es una patraña, excepto en la selva.

Tía Susana siempre está mejor cuando no hay hombres delante. Es una de esas mujeres que tienen que coquetear con cada conductor de taxi y con cada mozo. Entonces es terrible, porque siente la necesidad de castigar a los hombres porque no la desean. Yo quiero mucho a tía Susana, pero cuando estoy con ella me alegro de no haber sido una beldad famosa.

Ella me preguntó:

—¿Estás enamorada de él, Laura?

—No seas tonta… —dije—, acabo de conocerlo. Sólo hace unas horas que le conozco.

Ella me dijo:

—Has estado mirando el reloj y aguzando el oído por si oyes abrir la puerta, desde que yo vine. No oyes la mitad de lo que te estoy diciendo…

—Tengo otras cosas en la cabeza, tía Susana. Ciertas cosas sobre este crimen —dije, sabiendo que debía haber preguntado algo sobre Salsbury, Haskins, Warder y Bone.

—Estás preocupada, Laura. Tu cabeza está perturbada por ese hombre.

Tía Susana cruzó el cuarto y me acarició con sus manos suaves. A través de sus cosméticos vi el rostro de una jovencita.

—No te preocupes demasiado. Esta vez no. He visto que te entregas con facilidad a quien no debes; no te resistas al bueno.

Aquél era un raro consejo en labios de tía Susana, pero en él vi la huellas de su descontento. Cuando se hubo marchado, me quedé incómodamente sentada sobre el brazo de una butaca, pensando.

Pensé en mi madre y en lo que nos decía respecto de las muchachas que se entregaban con facilidad. «Nunca te entregues, Laura. Nunca te entregues a un hombre». Sería yo muy jovencita cuando me lo dijo por primera vez, porque aquella frase llegó a formar parte intrínseca de mi naturaleza, lo mismo que los versos y canciones que aprendí siendo tan pequeña que ni siquiera podía abrocharme sola. Por eso siempre di tanto de los demás; pero nunca me di yo misma. Una mujer puede entregarse sin dar nada, como tía Susana cuando se entregó a tío Horacio, porque quería entregarse a un actor de reparto.

Yo estaba avergonzada. Me quedé pensando en mi propia vida, al parecer tan honrada. Aparté mi rostro de la luz del día; pensé en la manera en que nosotros, orgullosos modernos, hemos tergiversado y pervertido el amor, arguyendo en favor de tal o cual sustituto, lo mismo que en los anuncios, en favor de Lady Lilith o Jix. La selección natural, había dicho tía Susana, es una patraña, excepto en la selva.

Alguien atravesó el umbral custodiado por los agentes. Unos pasos subían por las escaleras.

Me apresuré a abrir la puerta… y allí estaba Waldo.

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