Laura

Laura


PRIMERA PARTE » II · Tertulia y horóscopo

Página 5 de 61

I

I

TERTULIA Y HORÓSCOPO

Una semana después de la conversación entre Laura y su madre, se reunían en casa de Silvia, la marquesa sobrina de doña Paz, con motivo de su cumpleaños, varios amigos y amigas. El piso principal de la casa mostraba un gran salón decorativo, resto del hotel que quedó incluido en el nuevo edificio.

Este salón, grande y pomposo, muy del siglo XIX, tenía tres balcones anchos a la calle, el techo muy alto, imitado en su decoración de algún palacio antiguo, con un artesonado y en él figuras de guerreros con casco, ninfas, angelitos y guirnaldas de flores y de frutos. Una alfombra espesa, gris y rosa, cubría el suelo. Ostentaba también la sala una gran chimenea de mármol blanco tallado, con un espejo magnífico y claro encima; en las paredes, una tela estampada con flores y una gran araña de cristal en el centro. Los muebles eran ricos y suntuosos. Abundaban las consolas, los sillones dorados, dos o tres relojes Imperio en fanales de cristal, cornucopias y cuadros con marcos barrocos.

El día era de a principios de mayo, muy luminoso y muy claro.

A media tarde fue el momento en que había más gente en la casa. Después fueron marchándose algunos que vivían lejos y quedaron los de la familia, y los íntimos, Luis Monroy, Laura, la novia de Luis, Mercedes García Pacheco y su hermana Adela, un hermano de Mercedes, estudiante de arquitectura medio comunista, uno de los hijos del militar del piso tercero, estudiante de Derecho, fascista; Margot Mac Donald, hija de un director de una sociedad de seguros, muy guapa, a quien había convidado Silvia a cenar; un diplomático, gesticulador y nervioso, con unos tics desagradables, que usaba monóculo; dos primos de doña Paz, Juan y Eduardo Avendaño, y un cura joven pariente de estos, llamado Miguel.

La reunión estuvo muy brillante. La dueña, Silvia, se destacaba por su traje y sus joyas. Entre las muchachas había tres o cuatro de concurso de belleza: Mercedes García Pacheco, morena, fuerte, con ojos negros y un cuerpo de diosa; Margot Mac Donald, rubia con un aire de figura de porcelana, y una chica andaluza de ojos resplandecientes. Entre las demás había mujeres guapas. Los jóvenes mariposeaban alrededor de ellas.

La conversación general era un tanto descosida, se pasaba de una cosa a otra sin transiciones, entre risas. Se opinaba sobre todo sin gran detenimiento ni discernimiento.

Dos personas hablaban de una manera un poco lógica y razonable.

Estas se hallaban un tanto apartadas de los grupos principales. Uno de los hombres era tipo de unos cincuenta y tantos años, alto, mal vestido con relación a los demás y con dos o tres libros en la mano, Juan Avendaño, primo de la madre de Laura; el otro, el cura joven, pariente suyo y que vivía en un pueblo de la Mancha y pasaba temporadas en Madrid.

Hablaban de lo que debía hacer este.

El cura don Miguel se mostraba agrio e irascible. Tenía sin duda muchos motivos de descontento. Era pequeño, morenito, de treinta y dos o treinta y tres años. Al parecer estudió sin mucha vocación, pero como estudiante de talento y muy aplicado, llegó a ser de los primeros del Seminario. Después cursó filosofía y letras, también con gran brillantez. Indudablemente Miguel sabía mucho, era un pozo de ciencia, pero no tenía condiciones de inventor, de constructor; no aprovechaba sus grandes conocimientos; estos no le servían para hacer creaciones valiosas ni para vivir. Era como un diccionario que no se utiliza. Por otra parte, se encontraba en una situación desagradable. No le gustaba el dogmatismo vulgar de sus compañeros de profesión y no simpatizaba tampoco con los que marchaban a campo traviesa sin ocuparse de las viejas fórmulas escolásticas. No sabía por qué decidirse. ¿Iba a hacer oposiciones? ¿Iba a dedicarse a la predicación? ¿Intentaría someterse y crear, aunque fuera artificialmente, en su espíritu, una moral de sacrificio? Entre todo esto andaba luchando.

El cura era aficionado a la música y a la vida social, pero no se atrevía a acudir a las casas en donde se daban reuniones. Solo iba a ver a Silvia porque era parienta suya. En su charla con las muchachas se manifestaba demasiado tajante y no resultaba simpático. Él ya lo notaba y esto constituía uno de los motivos de su descontento y de su humillación.

Pasarse quince o veinte años estudiando cuestiones difíciles y abstrusas para que un tonto cualquiera, deportista o solo espectador de cines, le derrotara y atrajera la atención de todos, era para él muy desagradable.

Juan Avendaño le decía:

—Tú lo que debes hacer es ahorcar los hábitos y marcharte a América.

—¿Crees tú?

—Me parece lo mejor.

Miguel le oía sin saber a qué carta quedarse, porque con todos sus conocimientos, no era capaz de distinguir cuándo le hablaban en serio y cuándo en broma.

Se separaron los dos. Avendaño habló luego con Laura y le dijo:

—Este Miguelito, entra en las tertulias como las antiguas amazonas de los circos, dando saltos y rompiendo aros de papel. No comprende aún que, en una reunión, hay que pasar inadvertido para que no le tengan a uno antipatía. Él quiere lucir… y luego le choca que le odien.

—Tú, colaborando siempre en el descrédito del mundo —le dijo Laura.

—Sí, nunca se le desacreditará bastante. ¿Y tú qué haces con tu medicina?

—Sigo con ella.

—Has tenido larga conversación con Silvia.

—Sí, por la cuestión de la casa.

—¿No marcha?

—No.

—Creo que los Monroy no sois muy prácticos.

—Tampoco me parece que los Avendaño…

—Según… según…

En aquel momento el joven fascista y el joven comunista se pusieron a discutir de una manera agria cuestiones políticas; el diplomático que usaba monóculo dijo unos cuantos lugares comunes sobre los asuntos internacionales gesticulando mucho y Juan Avendaño aseguró con convencimiento:

—Aquí el mejor día va a pasar algo terrible.

—Sí —repuso Silvia—, yo creo que lo mejor va a ser marcharse definitivamente al extranjero.

Silvia preconizaba con frecuencia esta solución, pero era porque tenía dinero en Francia y en Inglaterra, y el problema de vivir lo llevaba de antemano resuelto.

—¡Si al menos supiéramos lo que va a pasar! —dijo aturdidamente Margot Mac Donald—. Es estúpido que no se pueda adivinar nada del porvenir. ¿Usted qué cree, don Juan, usted que sabe tanto?

—¿De dónde saca usted eso, Margot? Yo no sé nada, querida amiga.

—¡Bah!

—¿Me considera usted como un mago?

—Sí.

—¡Qué amabilidad!

—Yo creo que usted debe estar por la noche mirando las estrellas o haciendo combinaciones cabalísticas.

—Soy más vulgar que todo eso, mi querida amiga.

—Eso es modestia. ¿Usted no ha hecho nunca ningún horóscopo?

—Pues sí, he participado en uno de ellos.

—¡Ve usted! ¿Cómo fue eso?

—Hace treinta y cuatro o treinta y cinco años, en el Círculo de Bellas Artes, que estaba en una casa un poco churrigueresca pero muy bonita, en el comienzo de la calle de Alcalá, saliendo de la Puerta del Sol, a mano izquierda, nos encontrábamos una noche completamente aburridos un grupo de amigos sin saber qué hacer. Como ahora, alguien habló de que si se supiera o se conociera algo del Destino ya se podría uno manejar mejor, pero hubo quien dijo, con filosofía, que si el Destino se conociera como cierto no habría posibilidad de evitarlo; al final sería el mismo y su conocimiento no podría impedir que se realizara fatalmente.

El diplomático habló de que había profesores que aseguraban que la astrología y la quiromancia eran posibles ciencias, a lo cual contestó el cura don Miguel que había leído libros sobre eso y no decían más que tonterías.

—¿Y qué resultó de vuestra reunión en el Círculo de Bellas Artes? —preguntó Laura.

—Yo tenía un amigo…

—Sí, ese del que siempre hablas.

—Ese mismo. Pues ese dijo que a él se le ocurría una manera, no de conocer el porvenir, sino de hacer un horóscopo que tuviera sentido común. En la reunión éramos trece. A uno de ellos le conocíamos poco y le nombramos nuestro árbitro. Haríamos doce papeletas, cada una con el nombre de uno de nosotros, y escribiríamos una serie de preguntas, las que se quisieran, que iríamos contestando y que darían como la síntesis de lo que los demás creían de cada uno. Como he dicho, el que era poco conocido de nosotros se encargó del escrutinio. Después rompería las papeletas y las quemaría para que el interesado no supiera quién tenía hostilidad contra él. Como no había posibilidad de que las contestaciones fueran unánimes, el árbitro diría unas veces: «por mayoría»; y si había empate: «no hay acuerdo». Hicimos distintas preguntas: «Fulano, ¿tendrá suerte?; ¿llegará a ser rico?; ¿se casará?; ¿tendrá hijos?; ¿viajará?; ¿hará fortuna?; ¿intervendrá en política?; ¿será conocido por sus obras?; ¿de qué morirá?» Cada cual veía la papeleta de los demás, en donde escribía su contestación. Había que suponer que las malas intenciones triunfaran. Se hizo el escrutinio por el árbitro. Se vio la opinión adversa y malévola. Había un amigo a quien quizá medio en broma y más o menos de una manera inconsciente le colgamos por unanimidad un horóscopo pesimista: No tendría suerte, no se casaría, no ganaría, no tendría hijos, no viajaría y moriría pobre. Me dio lástima porque en el fondo era lo que creíamos todos.

—¿Y se cumplió algo de eso? —preguntó Margot.

—Se cumplió mucho. Y a mí no me asombró. Cualquiera de nosotros, si hubiéramos tenido delante a un Napoleón no le hubiéramos hecho, aun sin querer, un horóscopo como a Perico el de los palotes.

—¿Y a usted qué le dijeron?

—Pues a mí me dijeron que no tendría ni buena ni mala suerte, que no tendría hijos y que moriría en la cárcel.

—¡Qué divertido! —exclamó Margot—, vamos a hacer también nosotros una cosa así.

—¿Para qué? —preguntó don Juan—. Luego, alguno empieza a tener preocupaciones y se asusta.

—¿Usted se asustó?

—Yo no. Además, para mí el horóscopo no tiene interés. Si ustedes quieren, yo haré el escrutinio…

—No, no —dijo Luis Monroy, el capitán.

—¿Por qué?

—Porque si hay algo desagradable, tú lo quitas. Ya te conocemos. Y eso ha de ser lo picante.

—Entonces no intervengo en nada. Me voy a subir a tu casa para hablar con tu madre.

El hermano de don Juan, Eduardo, hombre apático y poco avispado, se quedó a ver qué se hacía sin comprender bien lo dicho por Juan.

Como la mayoría de la gente no había entendido de primera intención el procedimiento indicado por Avendaño, el cura don Miguel se tomó el trabajo de explicarlo repetidas veces para que todos lo comprendieran.

Después de la explicación del cura, Margot le dijo:

—¿Y usted quiere entrar entre las personas a quienes se va a hacer el horóscopo?

—No tengo ningún inconveniente.

La preparación del escrutinio fue bastante larga y hubo que dar muchas explicaciones para que todos supieran a qué atenerse y lo que tenían que hacer.

Al cabo de algún tiempo Laura subió a su piso, donde todavía estaba su tío don Juan.

—Ya hemos terminado nuestro horóscopo. Algunos y algunas me parece que han quedado bastante descontentos.

—Ya lo decía yo —exclamó don Juan—. No sé para qué se me ha ocurrido hablar de eso. ¿Y a ti qué te han dicho?

—A mí me han dicho que no acabaré la carrera, que me casaré fuera de España y viviré en el extranjero. Sin embargo, como no creo en ello, ahora mismo voy a ponerme a estudiar.

—No está mal. ¿Y a Margot Mac Donald?

—¿Te preocupa?

—¿Por qué no?

—Pues le han dicho que producirá grandes pasiones y se casará con dos hombres.

—¿Cuándo se quede viuda del primero?

—No, al mismo tiempo.

—¿Es decir, que será bígama? Me parece una estupidez. ¿Y a Silvia la marquesa?

—Silvia, según el pronóstico, se enamorará de un hombre que no le hará caso.

—Muy bien, muy caritativo.

—¿Y Mercedes García Pacheco?

—Mercedes se liará con un jefe comunista.

—¡Qué barbaridad! Veo que os habéis dedicado a la mala intención de una manera un poco sucia.

—Pues aún los hombres han tenido un pronóstico peor. Luis, tendrá que escapar de España; al hijo del militar del piso de al lado, lo fusilarán como fascista; al hermano de Mercedes le llevarán preso y desaparecerá; y Miguel el cura sufrirá la palma del martirio.

—No me hables más, veo que tenéis todos unas intenciones aviesas.

—Yo no, puedes creerme o no, pero yo no he puesto más que finales idílicos.

—¿Y de nosotros, no habéis profetizado nada?

—Sí, al último hemos hecho el pronóstico de los viejos, pero, naturalmente, aquí, como no hay envidias ni rivalidades, todo ha sido, como decía antes, mucho mejor. Mi madre vivirá tranquilamente en un pueblo donde se irá consumiendo; tú, como ya has dicho antes que te anunciaron que te meterán en la cárcel, lo han repetido; tu hermano irá a vivir al extranjero a ver si se convierte en Séneca o en Aristóteles. Toda la mala intención de la reunión ha caído sobre los jóvenes. Sin embargo, al diplomático, que no es joven, se le ha pronosticado que en la primera revolución lo detendrán y se suicidará; y a nuestro vecino don Cenón, el dueño de la casa de al lado, que lo arrastrarán por la calle y lo fusilarán, quizá por bruto y por decir

apotosis en vez de apoteosis.

—¡Amigos! Habéis estado verdaderamente piadosos. Gracias que vuestras ideas o vuestras opiniones no cuentan en las intenciones del Destino, que si no…

—No, yo ya te he dicho que no he puesto más que finales idílicos, pero estaban en minoría y no los han tenido en cuenta.

Ir a la siguiente página

Report Page