Laura

Laura


PRIMERA PARTE » VII · A la frontera

Página 10 de 61

V

I

I

A LA FRONTERA

Hacía calor, pero en el auto no se sentía apenas. Desayunaron en el campo, en Somosierra, debajo de unos árboles y tomaron el camino de Aranda y después el de Burgos. La luz y el aire hicieron que Laura, su madre y la marquesa quedaran medio dormidas. La chica de Silvia siguió durante todo el tiempo mirando a derecha e izquierda y hablando.

Comieron hacia las dos, entre Burgos y Miranda, en un raso con una fuente y después de un breve descanso siguieron la ruta no muy de prisa. Al anochecer, cruzaban el País Vasco. Estaba lloviznando.

—¿No queréis deteneros a cenar en San Sebastián? —dijo la marquesa, ya después de haber dejado atrás el pueblo.

—No, yo creo que es mejor pasar la frontera —repuso Laura.

—Sí, sí, es mucho mejor.

Silvia tenía verdadero deseo de entrar en Francia.

—¿Y vosotras dónde os vais a quedar? —preguntó.

—Para nosotras lo mejor será ir a la fonda de Hendaya. No tenemos arreglada la casa y pasar otro día con colchones y trastos me aterra —contestó Laura.

—Pues yo voy a hacer lo mismo.

Cruzaron Guipúzcoa, pasaron la frontera y fueron al Hotel del Comercio de Hendaya.

—Ya estoy tranquila —dijo la marquesa.

—¿Qué te habían dicho? —le preguntó doña Paz.

—Las noticias que yo tenía eran muy malas.

—Sí, lo que ha contado Luis no es tampoco muy tranquilizador —dijo Laura.

—¿Y entonces, por qué no ha venido con nosotras? —preguntó doña Paz.

—¿Pero cómo va a hacer eso un militar, y un militar comprometido?

—Sí, es verdad.

Cenaron en el restaurante grande del hotel, donde había muchos españoles, todos con aire inquieto, esperando noticias. También andaban por allá varios periodistas extranjeros. Estos pensaban, según se dijo, que se iban a desarrollar en España próximamente acontecimientos muy graves.

Se fueron a la cama y Laura no pudo conciliar el sueño.

Al día siguiente, la marquesa se marchó a Biarritz y llevó a Laura y a la Pascuala a Etchebiague a que comenzaran a arreglar la casa donde tenían que vivir.

Tres días después, doña Paz se presentó en el molino. El jardín de Etchebiague estaba muy hermoso. El jardinero nuevo, Baptiste, un muchacho de Oleta, que volvía de cumplir el servicio militar en Orleans y que había aprendido algo de jardinería en casa del coronel de su regimiento, lo cuidaba muy bien.

Las plantas traídas del valle del Loira habían brotado con gran fuerza, los rosales híbridos, las peonías arbóreas y los rododendros estaban llenos de flor. Las variedades de dalias y de cactus, algunas muy raras, tenían tamaños enormes. En la huerta, los frutales se mostraban llenos; los manzanos y melocotones se hallaban atestados de fruta que comenzaba a madurar.

La casa del molino se veía tapada por las enredaderas, viñas vírgenes y glicinas. Los jazmines de Guinea con sus grandes corimbos de flores rojizas y moradas llegaban al tejado.

Había también una pequeña avenida con árboles del paraíso en flor, en donde el aroma era fuerte como de perfumería.

El viejo Ansorena y su yerno se encontraban en la Argentina, su hija Marta no había llegado todavía a Etchebiague, retenida por la enfermedad de una de sus hijas, en Bayona. En la casa quedaban solo la vieja ama de llaves, madama Estefanía y el jardinero, y en la parte de labranza, los hortelanos y los mozos.

Al cabo de unos días de vida en el molino, Laura se encontraba tranquila y optimista; ya no iba a pasar nada en España y las alarmas del día de su salida de Madrid eran infundadas. Le parecía una tontería haber llevado ropas de invierno y cubiertos de plata.

Cuando llegaron las noticias de la revolución, otra vez vino la inquietud y el miedo. Pusieron un telegrama a Luis, pero no hubo respuesta.

Desde el extranjero, al menos, lo de España era una cosa oscura; parecía de todo punto imposible saber algo con exactitud.

El movimiento de los militares fracasaba momentáneamente en Madrid. Las noticias del resto del país eran muy poco tranquilizadoras. Laura decidió no hablar de esto a su madre. El ama de llaves de Etchebiague dijo que no venían periódicos y doña Paz se dedicó a leer folletines.

Laura se encontraba muy preocupada; muchos días no podía dormir. Le hubiera gustado volver a Madrid, saber algo de lo ocurrido a su hermano, a los amigos y amigas, pero ¿qué podía hacer ella? Evidentemente no podía hacer nada. Lo mejor sería quedarse allí, trabajar, estudiar el francés y cuidar de su madre.

Pasó un mes, que le pareció muy largo. Tenía muy malas impresiones. Seguía sin tener noticias de Luis, pensaba si lo habrían matado en la calle o en el cuartel de la Montaña.

Doña Paz y la Pascuala vivían tranquilamente. Hacían una vida monótona e igual. A doña Paz le gustaba sobre todo ver las gallinas y contar los huevos que había en los nidos.

Al anochecer llegaba el ama de llaves de Ansorena, madama Estefanía, y la casera con la leche, y se quedaban a hablar un rato. A madama Estefanía no le interesaban las noticias de España; la casera no hablaba francés ni español, únicamente vascuence. Laura le dijo a su madre que Luis estaba en el campo de los militares y que seguía la guerra.

«¡Qué se va a hacer!, es una profesión que ha escogido él», dijo ella tranquilamente. A Laura le chocó un tanto esta indiferencia de su madre que representaba la resignación y el egoísmo del viejo.

Doña Paz se preocupaba solo de los pequeños detalles de la vida del molino. Laura se sorprendió al ver a su madre oír indiferente las noticias de la guerra. Si alguno aseguraba que esta podía durar meses o años, se quedaba tan tranquila y tan impasible. Doña Paz no se paraba a pensar que si la guerra continuaba y perdían la relación con España les iban a faltar medios de vida. Se entendía muy bien con la Pascuala, su nueva criada, de un espíritu de solterona meticulosa y apocada, y se identificaba con ella.

Iban las dos los domingos a la iglesia de Bidart y los días de labor trabajaban en una serie de pequeñeces sin gran importancia.

Laura, con su buen sentido, comprendía que el desesperarse no venía a cuento; era mejor olvidar y seguir el ejemplo de su madre. Se cansaba de hacer proyectos inútiles sobre su hermano. Probablemente Luis habría muerto.

Laura trabajaba por las mañanas en la tierra, en los cuadros de la huerta que les dejaba el viejo Ansorena, oía los consejos de Baptiste, el joven jardinero, acerca de cómo se debían cultivar los guisantes o las judías e injertar los árboles frutales.

Baptiste volvía del servicio militar. Había estado en Orleans y después en Pau. Baptiste, en el ejército, se había hecho muy patriota y hablaba de Francia y de la bandera con entusiasmo.

A pesar de su patriotismo de neófito y de soldado francés, no tenía ninguna simpatía por los gascones. Le parecían tipos de poco fiar que hablaban mucho y engañaban a la gente. Sentía más curiosidad por los vascos y por los españoles. Los tenía por hombres muy estrambóticos y muy fieros.

Baptiste hablaba con mucho entusiasmo con Laura de sus plantas y cuando estaba solo cantaba con tono sentimental una canción vasca:

Ai hori begi ederra… (‘Ay, qué hermosos ojos’) que si no estaba dedicada a Laura, lo parecía.

Por las tardes Laura estudiaba el francés con asiduidad y leía las novelas que le prestaba madama Estefanía. Al anochecer salía a la misma orilla del mar. Etchebiague tenía su playa con un acantilado.

Laura se paseaba largo tiempo por el arenal contemplando el movimiento de las olas y escuchando sus rumores en la costa. Sus preocupaciones y sus pensamientos iban y venían acercándose y retrocediendo en su imaginación.

Sin duda todo tenía en la naturaleza su ritmo; en el espíritu de los hombres como en el movimiento del mar.

Ir a la siguiente página

Report Page