Laura

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SEGUNDA PARTE » I · Viaje de pobre

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I

VIAJE DE POBRE

A la semana, Mercedes estaba ya muy bien. Se iba poniendo cada vez más rozagante.

—¡Qué inmoralidad la de la naturaleza, chica! —le decía Laura, riendo.

—¿Por qué?

—Porque tú te estás poniendo mejor que nunca y el chico es un bárbaro de lo más fuerte y de lo más guapo.

—Sí, es verdad.

—Tendremos que pasar las demás por ahí también para ver si nos ponemos un poco esponjadas.

Mercedes se reía.

—Si a ese hombre le encontrara y quisiera, me casaría con él —dijo una vez—, aunque fuera un obrero.

—¿Por qué?

—Me parece que era el hombre para mí.

Doña Paz y la Pascuala estaban entusiasmadas con el chico, lo bautizaron en la iglesia de Bidart, le pusieron el nombre del día: Gastón, y el apellido de la madre.

Cuando Mercedes se restableció del todo, ella y Laura decidieron marcharse a París a buscar trabajo. Mercedes tenía guardados unos mil francos.

Entre las gestiones que hizo Laura, había escrito a una señora francesa, profesora de un liceo, que conoció en Etchebiague, preguntándole si podría tenerlas en su casa, a su amiga y a ella, durante un período de pruebas, el tiempo necesario hasta que encontraran trabajo.

La señora le contestó que fueran, las tendría con mucho gusto. Esta señora vivía en los suburbios cerca de la Puerta de Versalles y era profesora del liceo Buffon. Se llamaba Camila Trousseau.

Le volvió a escribir Laura agradeciéndole su ofrecimiento. La profesora le indicó que señalaran el día de llegada y les dio instrucciones.

Al entrar en París debían ir en el Metro a la Puerta de Versalles y de allí, una de ellas, mientras la otra esperaba con las maletas, podía preguntar en una papelería del bulevar Lefèbvre, donde conocían a la profesora, y el mozo de la tienda les llevaría el equipaje.

Mercedes pensó que sus pequeños ahorros se gastarían en el camino si iban en el tren. Era necesario buscar otro procedimiento más barato.

Madama Estefanía, el ama de llaves de Etchebiague, tenía un sobrino propietario de dos camiones. Andaba con ellos de Bayona a Burdeos. Mercedes y Laura hablaron con él. Se llamaba Martín y era un buen hombre, amable y simpático.

«Sí; yo las llevaré a ustedes —dijo—. En Burdeos tengo amigos mecánicos de autobuses y de camiones que van hasta Tours y hasta otros pueblos más adelante del camino de París. Les hablaré para que las lleven; quizá no sea del todo cómodo para ustedes, pero pueden avanzar en su marcha y economizar algún dinero.»

Fueron en automóvil con la hija de Ansorena a Bayona. La hija de Ansorena invitó a Laura a quedarse en su casa para cuidar de una chica enferma. Laura pretextó que no quería dejar sola a Mercedes; deseaba seguir la aventura y empezaba a tener a su amiga como a una mascota.

En Bayona se encontraron con Martín. Las citó el día siguiente a las siete de la mañana para llevarlas en su auto.

Martín era hombre ocurrente y jovial. Montaron en el camión y comenzaron su ruta. Mercedes mostraba una ciencia de la vida, hasta entonces inédita. Le extrañaba y divertía a Laura. La señorita tonta y orgullosa de Madrid evolucionaba maravillosamente. Daba la réplica a Martín, contestaba a la broma del gendarme del pueblo con gracia y parecía haber vivido siempre corriendo por la carretera.

Llegaron a Burdeos; Martín condujo a las dos amigas a la casa de huéspedes donde él se alojaba y no permitió que pagaran nada y al día siguiente otro chófer las llevó hasta Tours.

El viaje con este resultó un poco más pesado; fueron sentadas sobre unos sacos y el camión daba bastantes saltos y tumbos por la carretera.

El chófer era un rojo furibundo y aunque no sabía nada de España opinaba y había que darle la razón. Les dijo al llegar a la ciudad del Loira que se presentaran al alcalde.

Así lo hicieron; les explicaron cómo no tenían dinero y le pidieron sitio donde alojarse.

En el Ayuntamiento, Mercedes habló con gran seguridad y el alcalde les dio una boleta para comer y dormir en una casa. Pasaron en ella varios días.

De Tours marcharon en otro camión a Orleans, donde Mercedes fue a la alcaldía y de allí las dirigieron a un convento de monjas entre las cuales había dos españolas. Aquí, en vez de tener que aceptar las exageraciones de los rojos, se mostraron muy partidarias de los blancos y las monjitas las trataron muy bien; les dieron de comer espléndidamente y les consiguieron un billete gratis de tercera clase para París. Desde Orleans escribieron a Camila Trousseau, la profesora: «Llegamos mañana por la mañana —le decían— y seguiremos sus instrucciones».

En el tren se encontraron con un señor llegado de la Argentina. Era un italiano del Norte, hombre sonriente, de más de cincuenta años, que había vivido en América casi toda la vida, haciendo trabajos comerciales, ingratos, pesados y antipáticos. Quería resarcirse de la monotonía de los años transcurridos pasando una larga temporada en París. No estaba muy convencido de que en París se pudiera divertir porque se encontraba un poco viejo y no tenía mucho dinero, pero haría todo lo posible.

Se mostró muy amable con las dos muchachas, las ayudó a colocar las maletas y charlaron con una confianza mutua de sus respectivos proyectos. Dijo el italo-argentino que era un

atorrante, un temperamento bohemio, amigo de vagabundear y de vivir en desorden.

—¿Y ustedes saben bien el francés? —les preguntó luego.

—Sí, para entendernos, sí —contestó Laura—. Hemos vivido en Francia algún tiempo. ¿Y usted?

—Yo no sé si me las arreglaré con este francés de

cocoliche que hablo —dijo el italiano.

Esto de

cocoliche les hizo gracia a las dos, aunque no sabían lo que era; el señor les dijo que era la manera disparatada de hablar el español del italiano de teatro o de circo, del

gringo recién llegado a la Argentina. Él no tenía inconveniente en hablar francés aunque se rieran al oírlo y, efectivamente, comenzó a hablar.

Dos chicas jóvenes que iban en el vagón y que eran estudiantes terciaron en la charla y se dedicaron, cuando hablaba el italiano en francés, unas veces a corregirle y otras a destacar las faltas gramaticales que cometía, con lo cual se rio todo el mundo y principalmente el italiano, que aseguraba que no esperaba menos de su francés de

cocoliche.

Siguieron charlando y riendo de lo que decía el alegre compañero de viaje y llegaron sin darse cuenta a París, a la estación de Orsay.

El señor italiano les ayudó a sacar las maletas y se despidió de Mercedes y de Laura amablemente. Un empleado del tren les dijo lo que debían hacer para llegar a la Puerta de Versalles.

Salieron de la estación, llevando sus equipajes como pudieron, tomaron el Metropolitano, y aparecieron en la Puerta de Versalles. Por el nombre de Versalles se habían figurado que sería un barrio aristocrático, pero no tenía nada de eso.

Al salir del Metro se encontraron en un descampado ancho con unas torres de ladrillo y unos edificios modernos de poca altura y entre la niebla, como gigantes, varias chimeneas grandes que iban echando humo en el aire gris. Aquella explanada parecía que era un campo de maniobras y de aviación.

Siguiendo las instrucciones de la profesora, Mercedes fue a la papelería del bulevar Lefèbvre y apareció poco después a la entrada del Metro con un muchacho que les llevó las maletas al portal de una calle próxima.

—¿Sabes lo que hemos gastado desde Bidart hasta aquí, las dos? —le preguntó Mercedes a Laura, al llegar al portal de la casa.

—No, ¿cuánto ha sido?

—Veintidós francos, con la propina del mozo.

—¡Qué barbaridad! Eres una financiera terrible.

—Sí, desde el pequeño accidente de Madrid, indudablemente me voy despabilando.

Laura se echó a reír. Mercedes la iba sorprendiendo cada vez más. Tenía unas condiciones extraordinarias para desarrollarse en la vida.

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