Laura

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SEGUNDA PARTE » X · Una griega audaz

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X

UNA GRIEGA AUDAZ

Laura se decía a sí misma que ella no aspiraba a pasiones violentas; quería una vida suave y gris; leer, cuidar de la casa, trabajar, bordar, tocar un poco el piano. Hubiera habido que saber hasta qué punto esto era cierto en la intimidad profunda.

Durante una temporada Laura solía acudir casi todos los días de fiesta a la calle Brancion a visitar a su amiga; le interesaba la gente que iba.

Allí conoció a una griega: Elena. Era una mujer pequeña, de ojos negros, pálida, de poca prestancia. Únicamente cuando hablaba llegaba a hacer efecto, porque se expresaba de una manera muy clara y muy concreta.

El primer día que la vio contó a Laura su historia, probablemente sin ocultar nada, con un cierto fondo de cinismo.

Su padre antes de casarse era muy pobre. El abuelo suyo se había quedado con muchas hijas en un pueblo de Macedonia. La griega pronunciaba Makedonia. En el país, según ella, se casaban las hijas solamente cuando tenían dote; si no la tenían no se casaban.

Entonces el abuelo, que regentaba un pequeño comercio, creyó resolver el asunto familiar metiéndose en negocios de contrabando en combinación con algunos granujas. Ganó al principio algún dinero, después fue preso y estuvo en la cárcel dos años.

Su mujer hizo gestiones para casar a la hija mayor y como contaba con pocos medios encontró para marido un joven inútil, holgazán, especialista en no hacer nada: el padre de Elena. Se casaron y decidieron marcharse a América.

Fueron a Nueva York, la madre trabajaba lo que podía y el padre vagabundeaba. Ella sentía cariño por su padre, a pesar de su inutilidad manifiesta. Entró en el colegio y fue una buena discípula. Su padre y sobre todo su hermano le decían: «Debes trabajar y no estudiar. ¿Para qué estudiar? Eso es solo bueno para ricos».

Cuando salía del colegio la ponían a vender bombones por la calle.

«Nada, nada; hay que trabajar todo el día —le recomendaban el padre y el hermano— y no perder el tiempo.»

El padre lo hacía por su idea de aldeano griego de considerar absurdo que una mujer estudiara. El hermano obraba por egoísmo.

Pretendieron sacar a Elena de la escuela. No lo consiguieron. Había que contar con la dirección de un comité de profesores que se opuso. Ya de adolescente, Elena fue al Liceo y acabó sus estudios.

Llevaba una vida de un trabajo difícil. A los dieciséis años, por la mañana daba lecciones, por la tarde iba de asistenta a una casa a barrer y a limpiar suelos; luego encontró otra ocupación por la noche. Los amos, que eran cómicos, salían y dejaban la casa sola, ella les reemplazaba y le pagaban por esto.

Con el dinero que daba a su familia, su hermano pudo terminar la carrera de médico. Este gran egoísta, no quería que su hermana hiciera una vida independiente, sino que fuera a vivir con él y le sirviera de ama de llaves. Ella no quiso, él se ofendió, se estableció y no apareció por la casa jamás, ni dio nada a la familia.

La griega siguió adorando al padre y a la madre, que le querían imponer su criterio para la vida y hasta un matrimonio con un compatriota ya viejo.

Elena tenía un compañero de Liceo que era su prometido y quedaron en casarse a pesar de la oposición de la familia.

El idilio amoroso duró algún tiempo y se casaron. A los dos años de matrimonio vio a su marido siempre en compañía de una amiga muy bonita. Su marido y la amiga se veían constantemente, iban juntos al teatro y a hacer excursiones.

Elena, olvidada, se mostró impasible como si no se diera cuenta de lo ocurrido, pero llegó un momento en que la infidelidad apareció tan palmaria que tuvo que tomar una decisión. Como aún le tenía cariño al marido, le dijo:

—Mira, nos vamos a divorciar.

—Pero, ¿por qué?

—Lo sé todo. La quieres a tu amiga, está bien, te puedes casar con ella y yo quedo libre.

Él le dijo que esperara y el divorcio legal no se verificó. Entonces ella, ya sola, se dedicó a trabajos literarios y comenzó a escribir en los periódicos. Al mismo tiempo daba lecciones y recibía de cuando en cuando la visita de su marido.

Este, que leía los artículos y poesías de su mujer, sentía gran entusiasmo por ellos y cierta compasión por la autora. La suponía con genialidad, pero desequilibrada y poco confortable para la vida corriente.

Ella comienza a ponerse triste y enferma, y el médico le dice que trabaja demasiado, que está deprimida y que le convendría hacer un viaje o estar sin hacer nada durante algún tiempo. Le faltan medios.

Su marido, al saberlo, le da dinero y le sugiere la idea de que podría dar la vuelta al mundo. Ella se dispone a hacerlo, y está en China, en el Japón, en la India y va con gran entusiasmo a Grecia, de donde salió a los cinco o seis años. Grecia le desilusiona.

Esta americana feminista encuentra a su país de origen anquilosado y muerto. En Grecia la mujer no tiene importancia y no interviene en la vida social, ni en la cultura. La gente se ríe de sus explicaciones y de sus propuestas. Nota la disparidad porque en América del Norte pasa lo contrario, el hombre aparece disminuido y aminorado por la mujer.

Elena contaba el caso de un matrimonio sin grandes recursos en que la mujer inteligente y brillante sostenía la casa en una alta posición.

La mujer había quedado embarazada tres veces y de común acuerdo el matrimonio hizo provocar el aborto para sostener el rango de la casa, pero con la tercera operación la mujer quedó enferma.

Esto representaba para Laura una gran inmoralidad repulsiva.

Después de contar su historia, Halma preguntó a Elena:

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—¡Ah!, no sé —contestó la griega—. Mi marido, que no está divorciado, me ha dicho al tomar el barco: «Si tienes amores en Europa y algún hijo no te preocupes, porque yo le atenderé, le educaré y le daré mi nombre».

Paulina aseguró que el hombre que opinaba así debía de ser un calzonazos y un cínico, y Laura encontró que el hecho representaba una cierta bondad.

Se discutió qué era mejor, si la moral griega y meridional o la moral nórdica. Paulina dijo que las mujeres del Norte eran unas sinvergüenzas, que a ella le había contado un joven que en Londres se había hecho amigo de un matrimonio y que al día siguiente la mujer se le sentaba en las rodillas.

—¡Bah! Falta saber si es verdad —le dijo Laura—, y además falta saber quién era esa mujer. Yo esas historias tampoco las creo. Lo que sí es evidente es que el mundo ahora está envuelto en un erotismo agudo.

—Pero eso habrá sido siempre —dijo la griega.

—Sí, es posible.

—Eros y Afrodita no se han inventado ni en Londres ni en París ni en Nueva York.

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