Laura

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SEGUNDA PARTE » XIII · Los rusos blancos

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LOS RUSOS BLANCOS

Entre las estudiantes del hospital Baudeloque había una rusa muy simpática. Se llamaba Kitty Bazarof. Era muy afectuosa, de mediana estatura, con los ojos claros, la cara ancha, vestía una capa azul y llevaba un gorrito blanco sobre su cabeza rubia. Tenía evidentemente algo de china, como hubiera dicho el ingeniero geógrafo. Kitty se ruborizaba con facilidad; su cara de muñeca de color de manzana y el rubor le molestaban mucho.

«Parezco una campesinota —decía—. Con esta cara no se puede ser elegante.»

Kitty Bazarof era de Ucrania. Quería creer que se hallaba enamorada de un militar ruso que había conocido en la infancia, pero esto era un poco de fantasía. Era nieta de un general zarista e hija de un ingeniero.

Kitty vivía con su madre en una casa pequeña de la calle del Comendador, calle curva y triste que parecía de pueblo y que estaba hacia la Puerta de Orleans. Tenía una amiga compañera de estudios en la plaza de Montrouge. En esta plaza hay una estatua de Miguel Servet con una leyenda que dice: «Miguel Servet. Quemado vivo».

Kitty, por curiosidad, había leído la historia de este médico español herético y le preocupaba mucho y hablaba de él con frecuencia.

Kitty vivía en pleno romanticismo. Estaba expuesta a fracasos con sus ideas exaltadas.

A veces acompañaba a Laura hasta la casa del profesor del bulevar Montparnasse, hablando con ella. Tenía muchas ilusiones.

«Nosotras no tenemos esas ilusiones —le decía Laura—. Vivimos en un mundo de desengaños.»

Un día Kitty la invitó a ir después de cenar a una reunión de rusos blancos, cerca del bulevar Blanqui. Laura estuvo a punto de no ir, por miedo a encontrarse metida en algún lío, pero luego pensó que tampoco se podía exagerar la prudencia porque entonces no habría manera de vivir.

—Sí quieres, te acompaño —le dijo Mercedes.

—Bueno. Vamos.

Se citaron a las nueve de la noche en el Metro de la estación de la Glacière (‘la Nevera’), donde apareció Kitty. Bajaron al bulevar Blanqui, desierto, y tomaron la calle del Campo de la Alondra, más desierta aún y, en aquella hora, imponente.

«¡Vaya un sitio! —dijo Mercedes—. Al lado de esta, nuestra calle es alegre.»

Entraron en un portal estrecho que tenía una fuente y comenzaron a subir unas escaleras hasta el último piso.

Aparecieron primero en un vestíbulo lleno de gabanes, de sombreros y de bufandas, después pasaron a un cuarto cuadrado con una mesa redonda y alrededor quince o veinte personas, en su mayoría mujeres, que hablaban el ruso; tras de este cuarto había otro en donde algunos hombres jugaban a las cartas.

Las mujeres charlaban alrededor de la mesa redonda; por lo que dijo Kitty, casi todas eran de la aristocracia; los hombres, profesores y coroneles transformados en chóferes, mecánicos y pequeños empleados de París. La mayoría tenía delante una taza de té y en medio un samovar.

Estas señoras, algunas princesas ya de cuarenta a cincuenta años, eran pálidas, gordas, con la nariz un poco informe, de patata, el pelo sin color, los ojos verdes claros, el aire bondadoso. Llevaban alguna alhaja antigua en el pecho y charlaban por los codos. Entre ellas había dos o tres muy morenas, de ojos achinados y de aire tártaro.

Los muebles del cuarto eran pobres, había en la pared un retrato en color del zar y otro de la emperatriz.

Kitty fue presentando a Laura y a Mercedes a varias personas. Primero a un profesor alto y canoso. Se expresaba este en francés bastante mal; dijo que los jóvenes se reían de ellos, de los viejos, por lo mal que hablaban el idioma. Después les presentó una rusa alta de aspecto mongólico, morena, con la cara ancha, la boca grande y los ojos negros y brillantes.

Era curioso cómo los rusos al hablar un idioma extraño como el francés elegían otros giros y otras palabras que los españoles. Sin duda unos y otros traducían de sus respectivas lenguas.

La rusa, alta y mongólica, habló de la cuestión de España con energía: «Ustedes, los españoles —dijo—, están al principio; nosotros creemos que estamos al final, pero no lo sabemos todavía. Como España es un país más pequeño que el nuestro y más metido en Europa o por lo menos más dentro de las corrientes comerciales, quizá se arreglen ustedes más pronto que nosotros».

Entre aquellos rusos corría la idea de que lo que pasaba en España era una repetición de lo de Rusia.

«Todos creemos lo mismo, aunque no sabemos con qué garantía.»

Kitty llevó a Mercedes y a Laura entremeses con huevos, tomate en rebanadas, caviar rojo y té con rodajas de limón.

Kitty se mostraba contenta y animada entre sus paisanos.

Un periodista pequeño y mal vestido contó que en su barrio había un hotel donde vivían muchas familias rusas emigrantes. Estas no se asimilaban completamente al medio de París y hablaban algunas solo ruso. Unos eran mecánicos y chóferes.

El periodista llevaba cerca de treinta años en París y hablaba de cuando se reunía con los revolucionarios de entonces y veía a Lenin en el parque de Montsouris paseando con su mujer y lo encontraba en los cafés del barrio Latino discutiendo con otros rusos, o lo veía marchar pedaleando en una bicicleta, con una gorra bastante ridícula en la cabeza, a la Biblioteca Nacional para leer libros y encontrar argumentos contra los enemigos del comunismo.

Según dijo otro, Lenin, que era como un gnomo malicioso y audaz, saltaba la verja del parque de Montsouris de noche y se paseaba solo por sus avenidas. Había oído también decir que una vez chocó yendo montado en su bicicleta con el automóvil de un príncipe ruso y cayó al suelo.

En aquella casa se citaba a Kerensky, a Miliukoff, al general Denikin, nombres que Laura no había oído nunca y que a Kitty le daban la impresión de cosas antiguas y desvaídas. Se decía que se publicaban varias revistas y periódicos rusos en París y que estaban abiertas al culto ocho o diez iglesias ortodoxas.

Aseguraban que había princesas auténticas, lavanderas, enfermeras y camareras.

Se habló también de la lucha de la GPU y de la Gestapo que tomaba un carácter dramático.

En aquellas cuestiones de secuestros y de muertes oscuras y misteriosas, las versiones eran variadas y unos los atribuían al Intelligence Service, otros a la GPU y otros a la Gestapo.

Se comentó la desaparición de Kutiepoff y la muerte de Navachin. De este último se decía que, puesto en el engranaje de dos policías rivales, había sido eliminado por estorbar a las dos. Se habló de una cantante, la Plevitskaia, que se consideraba como espía del gobierno soviético y que era mujer muy peligrosa.

Luego se habló de la lucha de las radios.

En Alemania se solía oír la emisora negra que en alemán se llama Der Schwartz Sender. Esta producía grandes preocupaciones al gobierno alemán porque no podía localizarla. Había siempre una gran lucha entre las emisoras rusas y las alemanas, y cuando sonaba una, la interrumpían con interferencias las otras para que no se oyera.

Vivian todos estos rusos en un ambiente de folletín que no se parecía en nada al de los emigrados españoles.

Uno de los rusos jóvenes le dijo a Laura que había oído hablar de ella.

—¿De mí? Creo que es imposible.

—Sí, de usted. Usted estuvo en casa de un profesor español de cirugía que tenía una hija guapa.

—Sí, sí; es verdad. ¿Y qué hizo esa chica?

—Se casó con el ruso…, pero ahora se va a divorciar, dice que el matrimonio es una cosa mediocre…

«Evidentemente, el mundo es muy pequeño», pensó Laura.

Al final de la reunión entró un señor alto, todavía joven, que habló con Kitty y que esta presentó a Laura y a Mercedes.

Por la conversación comprendió que Kitty Bazarof le había contado algo novelesco sobre ella, dándole un carácter de persona extraordinaria, cosa no muy rara dado el carácter entusiasta de la rusa. Mercedes, un tanto aburrida, dijo a Laura:

—Bueno. Vamos.

—Espera un poco.

—Sí, pero yo tengo que levantarme temprano.

—Sí, es verdad; vámonos.

Al ir a despedirse para salir, el señor alto que Kitty había presentado a Laura, las saludó.

—¿Se van ustedes? —les dijo.

—Sí, ya nos vamos. Es un poco tarde para nosotras.

—Les voy a acompañar, porque esta calle es muy triste y a unas muchachas solas les pueden dar un susto.

El señor las acompañó hasta la escalera del Metro, les tomó los billetes y allí se despidió de ellas. Las tres dijeron que aquel señor era un hombre muy simpático.

—¿Cómo se llama? —preguntó Laura.

—Se llama Golowin.

—¿Y qué es?

—Es astrónomo y matemático.

—Parece que un astrónomo tiene que ser un tipo raro —dijo Mercedes.

—¿Por qué? —replicó Kitty.

—Se debe sentir un hombre un poco loco mirando esas piedras que andan por el aire.

Laura se rio de la observación.

El día de Navidad fue alegre y cordial en casa de Camila. Esta invitó a su compañera Gabriela y a su madre, a Laura, a Kitty, a Mercedes y a Visitación, la ahijada de Honorina, la del bazar de la calle.

Laura y Mercedes quisieron pagar entre las dos la cena, pero Camila no lo permitió y la pagaron entre las tres. Fue la cena muy alegre y comieron muy bien. Se rieron mucho. Visitación trajo una botella de vino de Málaga y otra de Champagne que sacó a su tía. Hablaron por los codos, se contaron muchas historietas y a las doce se marcharon los invitados para que los que vivían lejos pudieran coger el Metropolitano. En la calle caía la lluvia mezclada con la nieve, pero no hacía frío.

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