Laura

Laura


TERCERA PARTE » II · Ofrecimientos del señor Golowin

Página 32 de 61

I

I

OFRECIMIENTOS DEL SEÑOR GOLOWIN

Un día apareció el señor Golowin y volvió a preguntar a Kitty y a Laura si estaban dispuestas a ir a pasar unos días de vacaciones a Lucerna, a su casa. Estaba allí de temporada.

Ellas contestaron que sí.

—¡Las mujeres son ustedes tan raras! —dijo el ruso con candidez—, y no sabe uno sus reacciones. Yo todavía no he podido entenderme con ninguna.

Las dos muchachas se echaron a reír.

—No se rían ustedes, es la pura verdad. Lo más triste es que con mi hija, que no tiene más que nueve años, tampoco me arreglo bien.

—¿Por qué?

—Mi chica tiene una psicología de gato.

—¿Y usted?

—Yo creo que la tengo de perro. Así que no nos podemos entender.

—Pues, ¿qué les pasa?

—Ha tenido tres institutrices, dos alemanas y una polaca. A mí me parecían bien, pero ella a todas las encuentra insoportables y con todas ha reñido.

—Quizá tenga razón —dijo Kitty.

—Sí, pero mientras tanto a mí no me deja vivir en paz. Yo quisiera dedicarme a mi astronomía, pero es imposible. Siempre tengo riñas, quejas. ¿Ninguna de ustedes dos tiene aficiones pedagógicas?

—Laura da lección a dos chicos —dijo Kitty.

—Pero no me luzco como institutriz.

Golowin convidó a comer a las dos muchachas y habló de una manera un tanto pesimista de la vida suya y de la vida en general.

—Es evidente que para que los hombres vivan satisfechos tienen que tener cierta confusión en la cabeza —dijo—. Yo siempre he pretendido ver claro y es una estupidez. Cuando las gentes empiezan a ver claro están perdidas. No advierten a su alrededor más que absurdos y monstruosidades, oscuridad y extravagancia.

—Yo creo lo contrario —repuso Kitty—. A mí me parece que el ser desgraciado viene de no entender.

—No, no. Para mí la mayoría de las personas dicen que son desgraciadas por motivos falsos; los motivos verdaderos, si los conocen, casi siempre se los callan porque les avergüenzan.

—¡Qué idea más negra tiene usted de todo, príncipe! —le dijo Kitty.

—No me llame usted príncipe, porque no lo soy.

—Pues yo he oído decir que sí, que los Golowin lo son. Y usted me parece que tiene mucho aire de serlo. Tiene usted, por otra parte, una mala idea de la masa humana, que es la que posee a veces sentimientos más nobles.

Kitty era una mujer optimista y exagerada. Todo le parecía extraordinario. Mostraba una tendencia marcada por la hipérbole y la amplificación.

—Yo creo que lo que se convierte en sentimiento colectivo —dijo Golowin— es porque es falso y aparatoso. ¿Qué ideas nobles puede tener una masa brutal y llena de apetitos? Ninguna. Todos sus proyectos serán feroces, egoístas y vengativos.

—¿Y las mujeres?

—Las mujeres quizá sean mejores, aunque creo que tienen, en general, menos idealismo que los hombres y más claridad en sus juicios. Una mujer considera que comer, beber, bailar, hacer un poco de

sport, constituye una vida agradable. A casi todas las mujeres les gusta la vida ordinaria y cotidiana; a los hombres les gusta también, pero hay una parte de ellos que sueñan con aventuras.

—¿Y por qué le parece a usted eso mejor?

—¿Mejor? No sé. Por lo menos más interesante. El hombre, que creo que es más malo que la mujer, es más ambicioso, y por eso más insatisfecho.

—Yo también creo como usted —dijo Laura—. Las mujeres somos mediocres.

—No estoy de acuerdo —exclamó Kitty.

Golowin contó que en una conferencia de un pueblo de Suiza alemana, habló de un modo un poco lírico, sin proponérselo, y al salir se le acercó un señor francés que era catedrático y le dijo:

—Surtout pas d’ailes, monsieur—. Frase que el pensar en ella le hacía reír.

Golowin era muy inclinado a la raza germánica. Contaba que al día siguiente de dar su conferencia y de oír la observación del francés, al entrar en una librería, tres jóvenes alemanes se habían parado a su paso y de pronto los tres se habían descubierto y le habían saludado sin decir nada.

No es que él creyese que su conferencia fuese una maravilla, pero estaba bien este romanticismo juvenil.

Unas semanas después, Kitty Bazarof le dijo a Laura:

—Golowin me ha repetido que te pregunte si quieres ir a pasar dos semanas de vacaciones a la casa donde vive ahora en Lucerna.

—¿Es que sigue con el proyecto de que alguna de las dos seamos la institutriz de su chica?

—Sí, él cree sobre todo que tú le servirías muy bien.

—No sé, ¿y qué es lo que habría que hacer?

—Enseñar a la chica un poco de matemáticas, de geometría, de historia, etc.; parece que la niña está muy atrasada, que es un poco caprichosa, como hija única.

—Malo. ¿Y dónde hay que vivir?

—Por ahora en Lucerna, en una hermosa casa a orillas del lago, luego en Basilea. Él me ha dicho que paga trescientos francos al mes a las institutrices, pero que a la que supiera enseñar y educar a la chica le daría cuatrocientos francos suizos con gusto.

—¿Qué son?

—Unos tres mil francos franceses.

—Es mucho. ¿Y la vida?

—Todo gratis.

—Es ofrecimiento magnífico.

—Pues nada, decídete. Si vas el verano, yo voy contigo, porque Golowin quiere que te acompañe.

Era lo cierto que no había ningún obstáculo para su marcha.

El pensar que le podía enviar dos mil francos a su madre al mes le parecía a Laura muy bien.

Mercedes y Camila Trousseau hablaron largo rato con Golowin, le encontraron muy distinguido, muy guapo y le dieron muchas bromas a Laura sobre su futuro patrón.

Mercedes, desde que estaba en el almacén, se mostraba muy satisfecha. En parte era muy comprensible. Se distinguía. Uno de los dependientes de importancia de la casa la trataba con muchos miramientos, la acompañaba, la galanteaba y algunos domingos salía con ella.

Era un joven un tanto comunista y presuntuoso. Con relación a España se mostraba muy rojo. Decía también que el gobierno ayudaría a los obreros de París a que explotaran al burgués de todos los países con la Exposición Universal.

A Laura le chocaba que Mercedes hubiera olvidado por completo a su hermano Luis. Ya comprendía que había hecho bien, que no valía la pena de pensar en el pasado. Una vez se lo dijo:

—¿Qué quieres? —le replicó ella burlonamente—, tú eres una chica muy romántica y yo no. Tu hermano Luis y yo somos vulgares. Nos consolamos pronto, tú no, tú eres una sensitiva. No eres para andar con horteras como yo. Vete con tu príncipe, que es lo mejor que puedes hacer.

Laura vacilaba en ir a Suiza y explicó a Golowin que temía, de aceptar su proposición, el fracasar en Lucerna y perder la plaza que tenía en París.

—No se preocupe usted por eso —le dijo él—. Haremos un contrato de seis meses o de un año si quiere usted. Si a mi chica no le gusta tenerle a usted como maestra, se queda usted en casa y hace para mí unos trabajos de traducción.

En estas condiciones, Laura aceptó.

Al día siguiente, decidida a marchar a Lucerna, fue a casa del profesor donde trabajaba, quien al indicarle que se marchaba de París, se mostró sorprendido e impresionado.

—¿Y a dónde va usted? ¿A España? —le preguntó.

—No, voy a Suiza.

—Pues me fastidia usted. Podría usted haberme avisado.

Era una reacción de hombre tímido que se encontraba muy identificado con ella y se había hecho ilusiones.

—¿Se siente usted mal aquí? —la preguntó luego.

—No. Todo lo contrario. Le agradezco su amabilidad.

—¿Pues entonces?

—Aquí no estoy mal, pero no le puedo mandar ningún dinero a mi madre para que pueda vivir, y he encontrado ahora una plaza con buen sueldo.

—¿En dónde?

—En Lucerna.

—¿Suiza alemana?

—Sí.

—Si no se entiende usted bien allí en Suiza, vuelva usted aquí y avíseme.

Aquel hombre le daba a Laura cierta pena. Comprendía que era como ella; que a pesar de su mujer y sus dos hijos se sentía solo como un hongo y que tenía que vivir con sus ilusiones y su trabajo, en el cual no creía gran cosa.

La mujer del profesor despidió a Laura con cierta ironía.

Los dos chicos a quienes daba clase y que no tenían muy buena intención para ella, se alegraron de que se marchara su profesora, pero tuvieron que mostrarse de mal humor, rencorosos y decirle cosas desagradables.

Kitty y Laura hicieron sus preparativos. Les habían arreglado los pasaportes y telegrafiaron a Golowin: «Salimos mañana para Basilea. Iremos al Hotel del Parque.» Allí les había indicado que fueran.

Para celebrar el viaje cenaron en un restaurante de la Plaza de Montparnasse con Camila y Mercedes.

—Nada, yo la veo a Laura casada con Golowin, hecha una dama rusa —dijo Mercedes.

—No digas tonterías —replicó la aludida.

—¿Pues qué quieres? —añadió Mercedes—, tengo el presentimiento de que así ha de ser y me parece que los dos os habéis de entender muy bien.

Ir a la siguiente página

Report Page