Laura

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QUINTA PARTE » XI · En París

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X

I

EN PARÍS

En Semana Santa, Laura fue a París con el niño a esperar a Natalia. Natalia había vuelto de Inglaterra, acompañada de Silvia. Estaba entusiasmada con su hermanito. Iban a ir a Etchebiague a pasar una temporada y a que doña Paz conociera a su nieto.

Esta le había mandado a Laura una muchacha de Bidart para niñera.

El que no había llegado era Golowin, que tenía que visitar algunos colegas de Londres y consultarles varias cosas. Golowin se les reuniría en Etchebiague.

Días antes Laura había recibido una carta de Mercedes, que la recordaba siempre y estaba muy contenta en Nueva York. La carta de Mercedes tenía una postdata de su marido, el doctor Bearn, en la cual decía que Mercedes iba a tener un chico y que hablaba ya el inglés como una americana. El chico mayor, el

morrosko, estaba muy bien y la familia se iba americanizando rápidamente.

Laura, en el cuarto del hotel, arreglaba sus ropas, las de Natalia y las del niño. Hacía un día templado, oscuro. Llovía una lluvia fina y desde el balcón alto del hotel se veían las casas con sus tejados y buhardillas negruzcos, y el cielo con nubes grises que iban pasando rápidamente.

El chico dormía en la cama; la niñera vasca entró en la habitación a preguntar lo que tenía que hacer. Natalia no se había levantado aún. Laura se sentó al lado del balcón a coser.

Aquella noche había soñado que iba perseguida llevando en brazos a su niño y que no sabía dónde ponerlo, hasta que encontró una hornacina y lo colocó en ella. Esta clase de sueños le daba la impresión de que se encontraba inquieta, pero no pretendía sacar de ellos ningún pronóstico.

A media mañana se presentó Natalia en el cuarto. Abrazó y besó a Laura y estuvo mirando al niño.

—No vayas a despertarle. Déjale —dijo Laura.

—¿Para qué duerme tanto este tonto?

—Cuanto más duerma mejor. ¿Qué vas a hacer?

—Vamos a ir Silvia y yo a casa de un modisto.

—Bueno, pues arréglate. ¿Va a venir ella aquí?

—Sí.

—Entonces, hasta luego.

—Adiós.

Laura esperaba la visita de Kitty Bazaroff, que le había telefoneado que iría a verla por la mañana.

Efectivamente, a las diez estaba la rusa allí. Tenía un aire un poco fatigado. Se había casado con el ruso ingeniero. Contempló al niño de su amiga y le besó.

—¿Y qué tal? —le preguntó Laura.

—Mi marido es un poco duro y mal humorado, y a veces me dice que los pobres como nosotros no debían casarse.

—¡Qué pena! Si yo puedo servirte en algo…

—No. Vivimos sin deudas. Él tiene un empleo pequeño y está descontento. Yo trabajo, pero naturalmente, no se puede hacer una vida espléndida.

—Me da tristeza lo que dices… Tú que eras tan alegre antes.

—Qué quieres…, la vida enseña siempre algo.

Kitty parecía más seria que cuando era soltera, un poco cansada y desilusionada.

Laura contó que su marido se encontraba en América del Norte, donde había pasado un mes y estaba ya de vuelta en Inglaterra. Le expuso el proyecto y ella le había instado para que fuera. Después se sintió entristecida por esta separación y aún le quedaba la melancolía.

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