Laura

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TERCERA PARTE » VIII · La casa del pintor Peter Nick

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LA CASA DEL PINTOR PETER NICK

Los días tristes pasados con la enfermedad de la niña le habían hecho a Golowin pensar que quizá la casa de Lucerna era húmeda y malsana y decidió marcharse definitivamente a Basilea. Mandó que hicieran en ella varias obras y, mientras tanto, se dispuso a andar de un lado a otro.

Golowin llevó a Laura y a su hija a la villa de un amigo pintor y escultor, que vivía en un pueblo cerca del lago de Thun.

Pedro Nick, alto, rubio y desgalichado, era un entusiasta del arte cristiano de la Edad Media. Se firmaba Peter Nick. Tenía un gran estudio con cuadros y estatuas un poco inspiradas en Grünewald y Schongauer. También imitaba al Bosco y a Breughel. Con estas inspiraciones, el taller andaba muy cerca de parecer un manicomio. Quizá era un pintor expresionista, a quien no le gustaba representar las cosas tal como se ven, sino exageradas, modificadas y hasta deformadas. Golowin decía que su amigo podía llamarse en vez de Peter Nick, Old Nick, el viejo Nicolás, o sea, el nombre que dan los ingleses al diablo. Nick les convidó a comer el primer día en el jardín, pero Golowin pensó que hacía frío para su hija y para Laura y comieron en un cuarto pequeño y después anduvieron paseando por los alrededores.

Golowin quería ver si algún monte próximo a Thun reuniría condiciones para hacer sus estudios astronómicos y se decidió a ir a pie a las cimas próximas. Laura no se consideraba con energía para estos paseos y marchaban solos Golowin y Peter Nick.

De noche Laura y la niña iban a dormir a un cuarto recubierto de madera. El primer día por la mañana Laura abrió la ventana de su cuarto y vio que enfrente tenía un monte de silueta triangular y a la izquierda de este unos picos nevados de la Jungfrau. Dieron la niña y ella un paseo hasta la aldea y se detuvieron a sentarse en un hotel con una terraza que en aquel momento iluminaba el sol.

Delante del hotel había una iglesia con una torre que tenía un letrero que decía en alemán: «Construida en 933, restaurada en 1400.» La torre era cuadrada, con un reloj, y en lo alto, una veleta con una media luna. La iglesia tan pequeña parecía menor que la casa rectoral aneja.

Estuvieron hablando Natalia y Laura largo tiempo y fueron después paseando hacia la villa del pintor. El primer día de estancia les pareció largo, luego ya corrieron los días rápidamente.

Por la mañana el paisaje era fresco, encantador. Desde la altura en donde se encontraba la casa se veía, entre montañas, el lago azul verdoso; al otro lado de él, un monte triangular, muy simétrico, abajo, sin vegetación, y en la cima, desnudo. En la falda del monte aparecía un pueblecito.

En el silencio se oían los cencerros de las vacas. El cielo solía estar muy azul. El lago reflejaba la falda de los montes que le rodeaban. Sobre la superficie pasaban y brillaban al sol vapores blancos que dejaban una estela que quedaba marcada en el agua. El humo salía de las chimeneas de los vapores. Todos los barcos llevaban la bandera roja con la estrella blanca de Suiza. Los domingos se oían ruidos de campanas. El lago tenía un aire poético; desde allí aparecía hundido entre sus montes altos y nevados. Fueron a la ciudad de Thun con su castillo imponente. Todos estos pueblos, por la mañana, con sus antiguas calles y sus fachadas pintadas, tenían un aire fresco y joven. Daban una impresión de algo rústico y, al mismo tiempo, delicado. Se veían hermosos jardines con terrazas y belvederes.

Había también, en el lago, barcas de pescadores, y ello, en contraste con los montes nevados, daba al paisaje un aire de decoración de teatro.

En los pueblos de los alrededores del lago se veían campesinos que llevaban a la espalda un depósito lleno de leche; en las quintas donde dejaban su mercancía había un olor muy desagradable. El domingo Golowin llevó en auto al pintor y a su mujer, a Laura y a Natalia.

El día de fiesta en Suiza, en el campo, es alegre, sobre todo en verano. Por la mañana se oyen ruidos de tambores o de acordeones, cantos a coro, gente que sale por los caminos en bicicletas, motocicletas o autos.

Van también en formación, como soldados, hombres y mujeres. Los pueblos están engalanados, adornados con grandes banderas de diez o doce metros de largo, blancas y rojas.

En algún soto próximo a la carretera, desde el mediodía hasta la noche, hay mesas llenas de gente que come y bebe y alguna tribuna donde unos señores leen pesados discursos, a los que se aplaude por entretenimiento. De noche, todo el mundo vuelve en su vehículo, corriendo en el auto o pedaleando tres o cuatro horas en su bicicleta.

Suiza ofrece esto a la vista; aldeas limpias, repintadas, campanarios góticos, torres de aire bizantino con cúpulas en forma de cebolla, casas cuidadas, tabernas y posadas con pinturas alegóricas; el cartero atildado como si fuera un oficial de ejército, y los domingos, aldeanos, con aire de teatro, marchando al tiro al blanco con una escopeta y una pluma o un manojito de hierbas en el sombrero.

El campo de Suiza es la consecuencia de una vida ordenada de trabajo y de paz.

—Nosotros no tenemos eso —decía Laura.

—Yo supongo que el recuerdo de las antiguas guerras debe quedar constantemente en la tierra española —decía Golowin.

—Sí, quizá por eso nuestro campo es dramático y triste.

—Es la psicología de la guerra; en cambio, aquí la gente vive la psicología de la paz en bueno y en malo. Acá la gente tiene pocas necesidades espirituales. A orillas de un lago de estos no se piensa más que en comer, en nadar y en remar.

Laura recordaba que ella había creído durante mucho tiempo que vivir dentro de un paisaje bonito, ya debía bastar para hacer a una persona feliz. Sin duda no era cierto.

—¿A ti te gusta esto de veras? —le preguntó Natalia una vez, con una intuición y perspicacia extrañas.

—No cabe duda que es muy bonito.

—Pues a mí no me gusta y yo creo que a ti no te debe gustar.

—Evidentemente, no es dramático —replicó Laura, y añadió—: Quizá influya en esto la idea del turismo, la impresión que da de fotografía de colores. Parece también que en quince días se puede estar habituado a un paisaje así y que ya no produzca curiosidad alguna.

—¿Y los campos de España? —le preguntó Natalia.

—Los de Castilla parece que siempre emocionan.

Laura no tenía autoridad ninguna sobre la niña, que se consideraba casi como su hermana y hasta a veces se burlaba un poco de ella.

Un día le dijo después de abrazarla:

—Cuando te cases tú con papá, yo, como seré mayor, haré de mamá y de dueña de la casa y vosotros dos seréis mis hijitos.

Laura no supo qué contestarle y se turbó.

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