Laura

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CUARTA PARTE » III · Gentes absurdas

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GENTES ABSURDAS

Se terminaba el tiempo de las vacaciones. Mercedes marchó a París con el plan de arreglar sus pequeños asuntos y liquidar con el almacén donde trabajaba. Después de reunirse con el doctor Bearn se casaría y embarcarían.

Más tarde Golowin se fue a Suiza con la idea de volver a encontrarse con Laura y Natalia y pasar a Inglaterra. Estas se quedaron en Etchebiague. El tiempo era delicioso.

Al marchar, doña Paz le dio un encargo a su hija. Se le había presentado un señor que conocía a Juan Avendaño, que estaba en Madrid preso y enfermo, y le había dado para su hermano Eduardo, que se encontraba en Francia, en Burdeos, unas alhajas para ver si las podía vender.

El señor dijo que le habían asegurado que Eduardo se encontraba en Burdeos, pero que él no iba a tener tiempo para buscarle porque se marchaba al día siguiente a embarcarse para Méjico. Ansorena, que tenía conocidos en la ciudad del Garona, hizo que preguntaran en la Prefectura por Eduardo Avendaño y le contestaron que trabajaba en una librería de la Porte Dijeaux.

«Bueno, pues le llevaré las alhajas», dijo Laura.

Adelantó unos días el viaje, se despidió de su madre y siguió en compañía de Natalia con la intención de ir primero a Burdeos y después a París y a Inglaterra. La niña iba muy contenta de viajar con Laura. Se mostraba siempre amable y cariñosa.

Doña Paz las despidió con mucha tranquilidad. No le interesaba más que lo que pasaba en Etchebiague.

En Burdeos se encontraron con el doctor Bearn, quien marchó a la librería de la Porte Dijeaux, donde le dieron las señas de la casa de Eduardo Avendaño. El doctor y Natalia, que no quisieron separarse de Laura, fueron a ver a Avendaño después de almorzar.

Se hallaba este empleado en una librería de viejo, que tenía algún comercio con América; le pagaban mil francos al mes. Su principal ocupación era hacer el catálogo, sobre todo de obras en español.

Avendaño vivía en una buhardilla. Acababa de comer y estaba en su cuarto. Subieron a verle y le encontraron arreglando unos libros. Por lo que dijo, compraba unos cajones de tabaco que le costaban un franco y los ponía uno encima de otro y hacía su biblioteca. Laura le entregó las alhajas, que él tomó sin gran interés y las guardó en su mesa.

Hablaron largamente tío y sobrina.

—Si yo no fuera hombre descontento, estaría muy bien aquí —dijo Avendaño.

—¿Y tú eres descontento?

—Sí, orgulloso, vanidoso, susceptible.

—Creo que te haces ilusiones.

—Como quieras. Cualquier cosa me molesta y me perturba.

Laura no tenía mucha simpatía por su tío. Lo creía completamente tonto y nada más, sin interés de ninguna clase.

Por lo que dijo Avendaño, en una buhardilla próxima vivía un pintor español amigo suyo que tenía un pequeño estudio.

—Es un genio —dijo con cierta pedantería.

—¡Bah! —replicó en broma Laura.

—Lo creas o no lo creas, lo es.

—Sí, sí, puede ser.

—Abajo hay un bar donde comemos el pintor y yo. Les voy a invitar a ustedes a tomar café y le invitaré al pintor para que le conozcan ustedes.

Bajaron al bar. El dueño, que conocía al doctor Bearn, le dijo a este que el señor Avendaño era un buen hombre pero que el pintor era un sucio. Cuando comía allí con sus amigos, manoseaba el pan, cogía los mejores trozos de carne y tiraba los huesos al suelo.

Llegó el pintor. Era un hombre pesado, gordo, con el pelo blanco, morrudo, con hocico y una mirada de jabalí. Tenía una voz de importancia estúpida y, al andar, un movimiento como de mujer gorda.

Les presentó Avendaño, diciendo que el pintor era un hombre genial. El hombre no se mostró agradecido al elogio, sino que hizo una mueca de desdén.

Se sentaron en la misma mesa. Hablaron castellano. A Laura le pareció el pintor un hombre antipático. Al doctor Bearn no le hizo gracia. Natalia le contempló sonriendo. El pintor se decía un artista extraordinario.

—¿Pinta usted mucho? —le preguntó Bearn.

—Aquí no puedo, pero yo he pintado lo que no ha pintado nadie y todo el mundo me lo ha dicho.

A pesar de la opinión laudable de este

todo el mundo, para él, la gente era hipócrita y canalla y trataba de perjudicarle y desacreditarle.

Él se consideraba hombre puro e intransigente, pero en el fondo era muy cuco y sabía muy bien la aguja de marear. Se creía heroico y valiente y era capaz de doblegarse y de humillarse cuando le convenía. Todo lo que no tenía relación con él era malo.

—Sí, aquí en Burdeos hay un hermoso rio —dijo—. No es como el Manzanares, pero a mí me gusta más el Manzanares porque soy madrileño y yo me alegraría que el Garona se les secara a estos cochinos, porque son unos cochinos.

El doctor Bearn, al oír esto, hizo un gesto de desagrado.

—¡Qué hombre, qué ironía tiene! —dijo Eduardo Avendaño convencido.

—Porque yo comprendo las cosas y los demás no las comprenden y son unos idiotas.

—¿Quiénes son idiotas?

—Estos pintores de aquí que creen que son algo porque llevan el pelo largo. Yo lo llevo al rape.

—¡Bah! ¿Usted cree que eso tiene alguna importancia?

—Para mí nada tiene importancia más que el arte.

—¿Y por qué solo el arte?

—Porque el arte es una lucha por el ideal y lo de menos es ser bueno o malo en la vida, envidioso o generoso, si se hace una obra que valga. Porque las obras de arte se hacen con sangre.

Esta frase se la había oído seguramente a alguien, y la consideraba una importante adquisición.

—No creo que el arte tenga la importancia que usted le da —dijo el doctor Bearn—; ¡hay tanto reunido en los museos…! ¡Influye tan poco en la vida!

—Eso creerá usted; yo creo lo contrario.

—Nadie se lo impide. A mí, que soy médico, me parece más importante que una mujer pueda dar de comer a su hijo que no que haya la cien mil obra de arte en un museo.

—A mí me parece lo mismo —dijo Laura.

Después el pintor aseguró que como cantante era el mejor cantante del mundo y que nadie, ni los tenores de más fama, estaban a su altura.

Como esta afirmación no produjo ningún efecto, el pintor se levantó defraudado para marcharse. Avendaño hizo lo mismo y le acompañó a la puerta. Cuando volvió, Laura le dijo:

—¡Qué bruto es tu amigo!

—No; es que está poco educado.

—Bah, como si por educarse uno dejara de ser egoísta y animal.

—¡Cómo gruñía! —dijo Natalia, riendo.

—Estas gentes brutales, que practican un arte mejor o peor, se consideran importantísimos porque periodistas y críticos tratan lo que hacen como algo trascendental —dijo el doctor Bearn.

—Para eso los alemanes son los más notables —repuso Laura—. El otro día vimos una revista de hace años, de Berlín, con unas disquisiciones en las que se habla al mismo tiempo de las teorías de Kant y de las de Picasso. Yo me figuro que hablando del futbolismo, de la gimnasia o de la cocina, los alemanes tendrán que remover la filosofía griega con la matemática y con la historia.

Avendaño no comprendía que tanto su sobrina como el doctor Bearn hablaran de su amigo el pintor con desdén.

—Sin embargo, es un hombre de genio —dijo repetidas veces.

—A mí me ha parecido un perfecto animal —replicó Laura.

—Siempre es posible —añadió el doctor Bearn— que un hombre que tenga una especialidad en la que esté bien, sea un perfecto zoquete. Ha sido la idea cándida del siglo XIX el creer que un pintor es algo como un filósofo o que un hombre de ciencia, cuando muchas veces, como espíritu, no está muy por encima de un confitero.

Avendaño no comprendía esta hostilidad por su grande hombre.

—Él cree esas cosas.

—Que las crea —replicó Bearn—. A mí no me interesa nada su opinión, ni tampoco el arte.

—A mí me interesa el arte, pero también me preocupa la moral y la cuestión religiosa —dijo Avendaño.

El doctor Bearn terminó diciendo:

—Este es un Calibán, un hombre que vive encerrado en una estúpida egolatría sin comprender que hay otras gentes alrededor que la mayoría valen tanto como él, y mucho más que él.

Como Avendaño había quedado desilusionado con el poco éxito de su pintor, Laura, para contentarlo, le convidó a comer al día siguiente en su hotel.

Salieron a la calle.

—Ese hombre, ese pintor, es muy desagradable —dijo Bearn.

—Sí, es verdad, y mi tío, como habrá usted visto, es un tonto.

Aquí el Destino había estado ciego salvando al hermano estúpido y dejando preso al hermano inteligente, que hubiera podido hacer algo en el extranjero.

Después de la visita a su tío, Laura fue a ver a una señora conocida de Ansorena y esta señora le habló de Eduardo Avendaño.

Al parecer, una amiga suya viuda había querido proteger a Eduardo y hasta estaba dispuesta a casarse con él, pero Avendaño se había mostrado como un hombre absurdo y había rechazado la proposición.

Laura preguntó a su tío Eduardo si era verdad que una señora rica y de buena sociedad quería casarse con él.

—Sí.

—¿Y tú no quieres?

—No.

—¿Y por qué?

Eduardo dijo que él no era hombre para vivir en una posición elevada, que le faltaban condiciones para ello; se encontraba solo perfectamente bien. Se ponía en su mesa con sus papeles y los libros que iba comprando con su dinero. Consideraba que hacer un catálogo tenía mucha importancia y decía que era un bibliógrafo. Afirmaba que se cosía los botones de la ropa muy bien y que no quería casa rica ni complicada.

—Eres un hombre absurdo —le dijo Laura—, tú no puedes soportar a esa señora y, en cambio, sí puedes soportar a ese pintor que es bruto, rencoroso y antipático.

—No, no lo es tanto.

—No sé cómo puedes aguantarlo.

—Es hombre interesante.

Laura, por intermedio de la amiga de Ansorena, llegó a visitar a la señora francesa que había querido casarse con Eduardo Avendaño. La señora conoció a Eduardo porque este había ido una vez a mostrarle dos cuadros del pintor que vivía con él por si los quería comprar.

A la señora le gustaron los cuadros y los compró. Después le vino la duda de si aquel hombre habría dado el dinero íntegramente al pintor y mandó preguntarle a este y vio que sí y que no se había guardado nada de comisión.

Luego le entró la curiosidad por Avendaño y le llamó y le habló y le insinuó la posibilidad de casarse con él. Él rechazó las insinuaciones.

Aquella señora era una mujer de talento y de energía a quien sin duda no podía comprender un tipo así, con su espíritu pobre y franciscano.

Ella supuso que quizá estaba enfermo o tenía algún vicio inconfesable.

—Es un hombre a quien no le gusta la vida brillante —le dijo Laura— y se encuentra contento en su cuarto solo. No tiene ambiciones y es capaz de ayudar a cualquiera por desinterés. Que este pretenda ser un gran pintor, que el otro quiera ser rico, a él todo ello le parece muy exterior y no tiene ningún inconveniente en ayudarle. Es pariente mío —concluyó diciendo Laura—. Es primo de mi madre. Hay que reconocer que es una buena persona, de sentimientos delicados, pero de inteligencia muy mediocre.

—Yo no le he encontrado tan mediocre —dijo la francesa.

—Es un hombre que no conoce a la gente, que no sabe distinguir. Es una nulidad perfecta.

La francesa escuchó las opiniones de Laura con gran atención, pero, al parecer, sin estar muy de acuerdo con ellas.

Laura, que quiso despedirse de su tío, volvió a la carga y fue a ver a Eduardo a la misma librería. Le dijo que hacía una tontería en no aceptar una proposición brillante, que podría tener una mujer inteligente, rica y amable.

A vendado replicó:

—No, no; ¿por qué voy a cambiar mi vida humilde y tranquila por otra más complicada y llena de preocupaciones y de problemas? No, no. Si ella me hubiera dicho si quería ser su administrador, probablemente hubiera aceptado, pero ser su marido no lo acepto.

—Veo que eres un hombre sin sentido.

—Lo que tú quieras, pero no acepto. Yo no tengo condiciones para una vida fastuosa.

—Así que tú no quieres más que lo mediocre.

—¿Me voy a meter yo ahí, en una casa complicada, con esa señora que tiene un hijo de quince años y una señorita de trece, teniendo ya una vida tranquila y segura? Sería una verdadera locura intentar el dirigir ese cotarro.

—Eso te vendría muy bien.

—No, no; prefiero esta buhardillita.

Avendaño vivía como un salvaje, muy satisfecho en su soledad. Se lavaba él mismo la ropa, cosía y remendaba los calcetines con mucha paciencia y muy hábilmente; tenía un presupuesto del que no salía y del cual hablaba como si fuera algo muy complicado y bien estudiado. Gastaba veinte francos de pensión al día, lo cual era seiscientos francos al mes, treinta francos de lavado y planchado, que era solo para la ropa de día de fiesta porque la otra se la limpiaba él; sesenta francos de café; cien de libros, y empleaba en algunos extraordinarios lo restante. Esto le parecía una maravilla de crematística.

Avendaño mostró a Laura varios cuadernos que hacía él, con el título común de Misceláneas, donde había pegado recortes de periódicos y de revistas.

—Estos son mis tesoros —dijo.

Laura examinó sus tesoros.

En la elección de trozos revelaba la mediocridad más absoluta. De todo lo que leía iba escogiendo lo más vulgar y lo cortaba y lo pegaba en su antología. Tenía sin duda para esto un arte especial.

Laura le contempló con lástima, pero no había motivo porque el hombre estaba muy contento.

Como introducción a sus Misceláneas había escrito una especie de apólogo en donde aparecían,

monsieur le Douleur,

madame la Souffrance, el criado Regret, la vieja portera La Mère. la Purée, y otros personajes simbólicos. Todo ello para demostrar que sabía algo de francés. Laura leyó parte de esto; le chocó que lo que había escrito y elegido fuera tan insípido y tan vulgar.

Era curioso que un hombre extraño en algunas cosas se mostrara después tan insignificante.

Estando charlando con su tío, se presentó el librero, un señor con aire de catedrático y un gorrito de seda negra en la cabeza. Saludó a Laura y le dijo a Eduardo que tenía que hacer un recado.

Al salir Avendaño, Laura iba a marcharse, pero el librero le dijo:

—Vuelve dentro de cinco minutos. Puede usted esperarlo si quiere.

El librero quería, sin duda, hablarle. La preguntó si era pariente de su empleado.

—Soy sobrina suya —contestó Laura.

—Pues tiene usted un pariente que es un hombre muy raro.

—¿Por qué?

—Tiene un espíritu franciscano extraordinario. Todo le parece bien y considera que debe ayudar a la gente. Le lleva la caja de pinturas y los lienzos al bruto del pintor con quien vive. Si ve alguna mujer que marcha con un paquete pesado le dice: Deje usted, señora, yo se lo llevaré a usted. Es un caso extraño. No cree en nada malo. Todo lo justifica. Esas cosas terribles que se cuentan de España no son verdad, según él. Exageraciones de mala intención. No hay que hacer caso de eso.

Después de oír al librero, Laura se marchó a su casa.

Al día siguiente, ya al final de octubre, fueron Laura y Natalia a París y se reunieron con Golowin en el mismo hotel del bulevar Raspail.

Unos días después encontraron al doctor Bearn y a Mercedes ya casados. Se disponían a marcharse a Nueva York. Habían decidido ir con el niño. Al

morrosko le llevaba una muchachita vasca. El chiquillo tenía un aire atrevido y audaz, y Laura y Natalia le acariciaron y besaron.

Su despedida fue tierna.

—¡Adiós, querida! ¡Adiós, corderito mío! —le dijo Mercedes abrazando a Laura.

—¿Me escribirás?

—Sí.

—Y volved lo más pronto posible.

—Ya veremos.

Mercedes, que había contado su historia a Honorina, la del bazar, le llevó a su hijo para que lo viera. Honorina estuvo entusiasmada con el chico, se rio y lloró, y cuando se marchó Mercedes le dio en un sobre cinco mil francos.

Laura había escrito a un colegio de una ciudad del sur de Inglaterra pidiendo datos acerca del ajuar que tenía que llevar la niña.

Hicieron este ajuar en París, y Natalia, Golowin y Laura fueron a Londres.

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