Laura

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Segunda Parte » 1

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Cuando Waldo Lydecker supo lo que ocurrió después de nuestra cena en el restaurante de Montagnino el miércoles por la noche, no pudo escribir más acerca del caso Laura Hunt. Se le acabó la inspiración. Él había escrito todo lo anterior entre las diez de la noche del miércoles y las cuatro de la tarde del jueves, con cinco horas de sueño, un cuarto de kilo de café fuerte y tres buenas comidas para sostener sus fuerzas. Creo que quiso adaptar la historia a uno de esos finales típicos de Lydecker, donde siempre brilla una valiente sonrisa a través de las lágrimas.

Prosigo yo la historia. Mi estilo no tendrá esa fluidez profesional que, según él mismo diría, distingue la prosa de Waldo Lydecker. Que Dios ayude a cualquiera de nosotros que se proponga escribir nuestros informes con estilo. Por primera vez en mi vida olvidaré la taquigrafía de la sección de Investigaciones para expresar algunas opiniones personales. Ésta es mi primera experiencia con gente cuyas fotografías aparecen en la parte de los periódicos destinada a los «Ecos de Sociedad». Yo nunca había entrado (ni siquiera profesionalmente) en un club nocturno donde los asientos estuvieran tapizados con piel de leopardo. Cuando esa gente quieren insultarse entre ellos se llaman «querido» y cuando se ponen afectuosos, dicen palabras que un alguacil de Jefferson Market no diría a un alcahuete. La gente pobre, acostumbrada a oír a sus vecinos vociferar suciedades todos los sábados por la noche, cuida más su lenguaje que los elegantes bien educados. Yo conozco tantas palabras de ese género como cualquiera, y las empleo cuando me siento predispuesto a ello, pero no delante de señoras ni escribiendo. Se requiere una educación superior para enseñarle a un hombre que puede escribir en un papel lo que acostumbraba a decir en el bar.

Empiezo la historia donde Waldo terminó… En el patio del restaurante Montagnino después de la tercera botella de brandy.

Al salir del restaurante, el calor nos dio en la cara como la llama de una hoguera. No había viento. No se movía ni una hoja. La ciudad olía a huevos podridos. Estaba preparándose una gran tormenta.

—¿Le llevo a casa?

—No, gracias, voy a pasear.

—Mire que no estoy borracho y puedo conducir.

—¿Acaso dije que estaba usted borracho? Quiero pasear, eso es todo. Voy a trabajar esta noche.

Echó a andar, golpeando el pavimento con su bastón.

—Gracias por la fiesta —me gritó.

Una vez en el coche arranqué despacio, porque mi cabeza estaba algo pesada. Pasé de largo la esquina que debí haber doblado para ir al Club Atlético, y entonces me di cuenta de que no quería ir a casa. No me encontraba dispuesto a jugar a los bolos o hacer apuestas; ni estaba mi mente en condiciones de permitirme jugar al póker. En los dos años que he vivido allí nunca me repantigué en un sofá. Los muebles cromados de mi habitación me recordaban el consultorio de un dentista. No había una sola silla cómoda en el cuarto, y si uno se echaba sobre la cama arrugaba la colcha. Éstas son todas las excusas que puedo encontrar por haber ido al apartamento de Laura aquella noche. Quizá estuviera borracho.

Antes de subir la escalera me entretuve levantando la capota del coche y cerrando bien las ventanillas. Más tarde, cuando lo sucedido me hizo recapacitar sobre mi lucidez, recordé que había ejecutado los actos propios de un hombre cuerdo. Tenía la llave en el bolsillo, de manera que entré en el apartamento con la misma tranquilidad que si hubiera entrado en mi propia casa. Al abrir la puerta vi los primeros resplandores de los relámpagos a través de las persianas. Los truenos retumbaban. Luego siguió la calma que precede a una lluvia pesada. Bebí agua en la cocina, me quité la chaqueta y la corbata y me extendí sobre el sofá. La luz me molestaba; la apagué. Me dormí antes de que se desencadenara la tormenta.

Los truenos resonaban como un escuadrón de bomberos encima del techo. El resplandor de los relámpagos no cesaba ni un momento. Al cabo de unos segundos vi que no se trataba de relámpagos, sino de la lámpara de pantalla verde. Yo no la había encendido, puesto que no me había movido del sofá.

Los truenos volvieron a retumbar. Entonces la vi. Llevaba en una mano un sombrero chorreando agua y en la otra un par de guantes claros. El vestido calado por la lluvia se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Su estatura sería de uno sesenta y cinco, tenía ojos oscuros ligeramente oblicuos, cabello negro y piel bronceada. Sus zapatos no estaban mal.

—¿Qué hace usted aquí? —dijo ella.

No pude contestar.

—¿Qué hace usted aquí?

Me acordé del vino; miré por la habitación para ver si había traído consigo algún elefante rosa.

—Si no se marcha ahora mismo llamaré a la policía —dijo con voz trémula.

—Yo soy la policía —dije.

Mi voz me reveló que estaba vivo. Salté del sofá. La joven se echó hacia atrás. El retrato de Laura Hunt estaba precisamente detrás de ella. Yo tenía voz, así que le hablé con autoridad diciéndole:

—Usted está muerta.

Mi salvaje mirada y aquella insólita acusación la convencieron de que tenía frente a ella a un loco peligroso. Se dirigió hacia la puerta.

—Usted es… —dije.

Pero no pude articular el nombre. Ella había hablado, estaba empapada por la lluvia, se había asustado, queriendo huir. ¿Serían todas estas manifestaciones reales de vida, sólo una serie más de contradicciones?

No sé cuánto tiempo estuvimos de pie, mirándonos el uno al otro y esperando aclarar la situación. En medio segundo de locura recordé lo que mi abuela acostumbraba a decirme acerca de encontrarnos en el cielo con aquellos que perdimos en la tierra. Cada trueno sacudía la casa de un modo terrible. Los relámpagos resplandecían a través de las ventanas. Parecía que la tierra temblaba bajo nuestros pies y que los cielos se resquebrajaban. Aquél era el apartamento de Laura Hunt. Yo tanteé los bolsillos buscando la pipa.

Había comprado un diario. Al desdoblarlo, dije:

—¿No ha leído los diarios? ¿No sabe lo que ha ocurrido?

Estas preguntas me convencieron de que no estaba alucinado. Ella huía de mí, agarrándose con ambas manos a la mesa.

—No se asuste; tiene que haber una explicación. Si usted no ha leído los periódicos…

—No, no los he leído. He estado en el campo. Mi radio está estropeada.

Luego añadió despacito, como quien va uniendo los cabos:

—¡Cómo! ¿Es que los diarios dicen que yo…?

Asentí con la cabeza. Ella cogió el periódico. En primera página no había nada del caso. Un comunicado de una nueva batalla en el frente oriental y un discurso de Churchill la hicieron pasar a las hojas siguientes. Yo abrí en la página cuatro. Allí estaba su retrato.

El viento silbaba por los corredores que separaban las casas. El único sonido dentro de la casa era el ritmo de su respiración. Levantó los ojos por encima del diario para mirarme… los tenía llenos de lágrimas.

—¡Pobrecita! —dijo—. ¡Pobre muchacha!

—¿Quién?

—Diana Redfern. Una amiga mía. Yo le había prestado el apartamento.

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