Laura

Laura


Segunda Parte » 8

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Laura estaba sentada entre tres hombres, bebiendo champaña. Aquella escena era familiar para ellos. Incluso Bessie la acogió como una habitual.

Parecían dispuestos a empezar la vida donde la habían dejado la semana anterior antes de que alguien tocase el timbre y destrozase la cara de una joven con un tío BB. Por eso también estaba yo allí.

Cuando brindaron por Laura yo bebí un sorbo de champaña. El resto quedó en mi copa hasta que las burbujas se evaporaron.

—¿Usted no bebe? —me preguntó Waldo.

—Tengo que trabajar —le dije.

—Este hombre es un pedante —dijo Waldo—. Un snob proletario con una conciencia puritana.

Me abstuve de contestarle, porque Laura estaba allí y yo me encontraba en pleno ejercicio de mis funciones. Pero mis palabras hubieran sido cortantes y precisas.

—No se enfade con nosotros —dijo Laura—. Éstos son mis dos mejores amigos, y naturalmente quieren celebrar que no me haya muerto.

Les recordé que la muerte de Diana Redfern era todavía un misterio.

—Pero nosotros no sabemos nada de ello —dijo Shelby.

—¡Cuidado! —dijo Waldo—. El fantasma está en la fiesta. ¿Le ofrecemos un respetable brindis?

Laura bajó su copa y dijo:

—Waldo, por favor.

—Eso es de un gusto algo dudoso —añadió Shelby.

Waldo suspiró.

—¡Qué piadosos nos hemos vuelto! Todo se debe a su influencia, McPherson. Como delegado andante de la Unión de los Muertos…

—¡Por favor, cállate! —interrumpió Laura.

Se arrimó más a Shelby, quien le cogió la mano. Waldo estaba al acecho como un gato frente a una familia de ratones.

—Pues bien, McPherson, ya que usted insiste en poner el sello de la sobriedad a nuestra alegre reunión, díganos cómo le va con sus investigaciones. ¿Aclaró ya el misterio que rodea esa botella de whisky?

Laura dijo tranquilamente:

—Fui yo quien compré esa botella de Tres Caballos, Waldo. Sé que no es una marca tan buena como el que tú me enseñaste a beber, pero una noche que tenía prisa la traje a casa. ¿No te acuerdas, Shelby?

—Me acuerdo perfectamente.

Shelby apresó su mano. Parecía como si se estrechasen más y más dejando a Waldo fuera, en el frío. Él se sirvió otra copa de champaña.

—Díganos, McPherson, ¿existían algunos misterios en la vida de la joven modelo? ¿Ha descubierto algunas malas compañías?

Waldo estaba empleándose como un arma contra Shelby. Estaba tan claro como el agua. Había leído todo lo que de grande tiene la literatura inglesa, y cualquier ignorante podría enseñarle el alfabeto. Yo me sentía contento. Estaba allanándome el camino.

—Mi ayudante —dije, dando un tono oficial a mi voz— está sobre la pista de sus enemigos.

Waldo apuró su copa.

—¿Enemigos? —dijo Laura—. ¿Tenía enemigos Diana?

—En su vida bien pudo haber cosas que tú no supieras —dijo Shelby.

—¡Bah!

—La mayor parte de esas muchachas llevan una vida muy dudosa —añadió Shelby con aplomo—. Por lo que sabemos, la pobre muchacha bien podría estar relacionada con toda clase de gente. A los hombres los pescaría en los clubs nocturnos.

—¿Cómo sabes tanto de ella? —le preguntó Waldo.

—Yo no sé nada. Digo lo que me parece probable. —Se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Verdad que esas modelos siempre tienen amistades entre la gente de los bajos fondos?

—¡Pobre Diana! —dijo Laura—. No era una persona a quien pudiera odiarse. Es decir… no era muy apasionada… Sólo tenía belleza y sueños difusos. No puedo figurarme que alguien odie a una muchacha semejante. Ella era tan… quiero decir… uno siempre quería ayudarla.

—¿Fue ésa la explicación de Shelby? —preguntó Waldo—. El suyo era un interés puramente filantrópico, me parece.

Las mejillas de Laura se encendieron como la grana al contestar con vehemencia:

—Sí, señor. Yo misma rogué a Shelby que fuese bueno con ella; ¿no es cierto, querido?

Shelby fue a buscar un tronco, contento de haber hallado un pretexto para no tener que quedarse quieto. Los ojos de Laura seguían todos sus movimientos.

—¿Le rogaste, el miércoles pasado, que fuera especialmente bueno con ella?

Waldo fingió hacer esta pregunta inocentemente, pero a hurtadillas me echaba miradas llenas de curiosidad.

—¿El miércoles? —repitió Laura, esforzándole por aparentar un completo olvido.

—Eso mismo, el miércoles pasado… O quizá fuera el jueves. Cuando dieron la Tocata y Fuga en el Stadium, ¿no fue el miércoles por la noche? —Waldo dirigió sus ojos hacia la chimenea donde estaba Shelby—. ¿Cuándo diste el cocktail party, Laura?

—El miércoles.

—¡Ay, señor McPherson! Hubiera debido estar aquí —dijo Waldo—. Fue divertido.

—No te pongas tonto, Waldo.

Pero Waldo estaba dispuesto a dar una representación, nada hubiera podido detenerlo. Se levantó con la copa de champaña en la mano, imitando a Laura como si fuera una señora que tuviera una profusión de invitados al cocktail. No solamente habló con voz de falsete, moviendo las caderas como hacen la mayor parte de los hombres cuando imitan a las mujeres, sino que parecía un verdadero artista.

Parecía ser la misma dueña de la casa yendo de invitado en invitado, presentando a los desconocidos, cuidando que las copas estuviesen llenas, llevando una bandeja de emparedados.

—Hola, querido, me alegro tanto que hayas venido… tienen que conocerte… ya sé que les encantará… ¿No bebe? ¿No come…? Vamos, este pequeño emparedado de caviar no le añadiría mucho peso ni a un esturión… No se conocen… es increíble; todo el mundo conoce a Waldo Lydecker, el Noel Coward de peso pesado… Waldo, querido… uno de tus más sinceros admiradores…

Aquello era una representación estupenda. Uno creía ver a los peleles de camisa almidonada y a las pedantes mujeres. Cada vez que Waldo se movía por el salón imitando a Laura con la bandeja imaginaria, uno se daba cuenta de que ella no había dejado de observar lo que pasaba en el balcón.

De repente Waldo fue hasta allí y cambió de actitud. Sus gestos se volvieron masculinos. Se puso a representar dos papeles al mismo tiempo: a Shelby galante y cauto a la vez, y a una muchacha, que lo miraba guiñándole y tirándole de las solapas. Imitó la voz de Shelby perfectamente, y aunque yo nunca había oído la voz de ella, he reconocido a muchas chicas frívolas que hablaban como él imitaba a Diana.

—Querido, pero tú eres el joven más guapo de la reunión… ¿ni siquiera puedo decirte eso?

—Estás borracha, nena, no hables tan alto.

—¿Qué tiene de malo, Shelby, que yo te adore en silencio?

—Tranquila, por amor de Dios, nena. Recuerda dónde estamos.

—Shelby, por favor, no me digas que estoy borracha, yo nunca me emborracho… no estoy gritando.

—¡Chist, querida! Todos te miran.

—Déjalos que miren. ¿Crees que me importa?

La voz de la chica se volvió aguda. Las muchachas borrachas de los bares siempre gritan así.

Shelby se apartó del fuego. Tenía los puños apretados, la barbilla adelantada, la piel roja de ira.

Laura temblaba.

Waldo volvió al centro del salón y siguió diciendo con voz normal:

—Reinó un silencio terrible. Todos miraron a Laura. Ella tenía en las manos la bandeja de los bocadillos.

Seguramente todos tuvieron lástima de Laura. Su boda iba a celebrarse dentro de unas semanas.

Waldo volvió a dirigirse hacia el escenario, esta vez dando pasos de gata, femeninos. Yo miraba como si Diana estuviese allí de verdad, con Shelby…

—Diana estaba agarrada a sus solapas…

Laura, la verdadera, la que estaba sentada en el sofá, dijo:

—Lo siento mucho. ¿Cuántas veces tendré que decir que lo siento?

Shelby alzó sus puños diciendo:

—Sí, Lydecker; ya hemos tenido bastante con tu payasada.

Waldo me miró.

—¡Qué vergüenza! Señor McPherson, se perdió lo mejor de la escena.

—¿Qué hizo Laura?

—¿Se lo digo?

—Más vale que se lo digas —dijo Shelby—, no vaya a figurarse algo peor.

Laura empezó a reírse.

—¡Le pegué… le pegué con la bandeja!

Esperamos a que calmase su histerismo. Reía y lloraba al mismo tiempo. Shelby quiso cogerle la mano, pero ella se la rechazó. Luego me miró avergonzada y me dijo:

—Nunca había hecho una cosa semejante. Jamás pensé que pudiera hacerlo. Quería morirme.

—¿Eso fue todo? —pregunté.

—¡Todo! —dijo Shelby.

—Y en mi propia casa —añadió Laura.

—¿Qué sucedió luego?

—Me encerré en mi dormitorio. No quise que nadie entrase. Estaba demasiado avergonzada. Al cabo de un rato entró Shelby a decirme que Diana se había marchado y que lo que yo tenía que hacer era afrontar la situación.

—Después de todo… —dijo Shelby.

—Todos se mostraron discretos, pero eso me avergonzó todavía más. Shelby fue un encanto e insistió en que saliéramos a dar una vuelta para que olvidase el disgusto y dejara de hacerme reproches.

—¡Qué amable fue! —no pude menos de decir.

—Shelby es muy generoso y perdona fácilmente —añadió Waldo.

—Shelby no podía evitar que Diana estuviese enamorada de él —me dijo Laura sin tener en cuenta la presencia de otros dos—. Fue amable y bueno con ella, como siempre lo es. Diana era una pobre muchacha procedente de esas casas donde se les pega a las mujeres. Nunca se había encontrado con un caballero. Deseaba algo mejor que lo que tenía en su casa. Su vida fue terriblemente sórdida. Incluso su nombre, estúpido como era, demostraba que ansiaba una mejor clase de vida.

—Me destrozas el corazón —dijo Waldo. Laura cogió un cigarrillo. Sus manos temblaban.

—Yo no soy muy diferente. Vine a Nueva York no siendo más que una pobre chica sin amigos y sin dinero. Hubo gente que fue buena conmigo —dijo señalando a Waldo con el cigarrillo—, y me siento casi obligada a ayudar a muchachas como Diana. Yo era su única amiga. Yo… y Shelby.

Parecía sencillo y humano. Laura estaba tan cerca de mí que podía sentir el olor de su perfume. Retrocedí unos pasos.

—¿No me cree usted, Mark?

—¿Qué fue aquel almuerzo del viernes? ¿Un armisticio? —le pregunté.

Ella sonrió.

—Sí, sí, un armisticio. Desde el miércoles hasta el viernes me sentí desasosegada. Yo sabía que de no ver a Diana y pedirle disculpas no disfrutaría de mis vacaciones. Creerá que soy tonta, ¿verdad?

—Un tierno corazón —dijo Waldo.

Shelby agarró el atizador para remover el fuego. Mis nervios estaban excitadísimos y me parecía ver surgir la violencia cada vez que encendían un cigarrillo. Eso era porque yo estaba anhelando violencia. Mis manos ansiaban apretar aquel pescuezo tan grueso.

Adelanté dos pasos y acercándome a Laura le dije:

—Entonces fue durante el almuerzo cuando fumaron…

Me detuve. Ella estaba más pálida que el vestido con que fue enterrada Diana.

—Fumaron… —dijo ella haciendo eco a mis palabras.

—Fumaron la pipa de la paz —dije—, y usted le ofreció su apartamento.

—Sí, la pipa de la paz —repuso Laura.

Pareció volver a la vida. Sus ojos brillaron de nuevo, sus mejillas recuperaron el color, su mano fina y fuerte descansaba sobre mi brazo.

—Créame, Mark; tiene que creer que todo estaba en orden cuando le ofrecí el apartamento. Por favor, créame.

Shelby no pronunció una sola palabra, pero creo que sonreía. Waldo soltó una sonora carcajada y le dijo:

—Ten cuidado, Laura. Mark es un detective.

La mano de ella soltó mi manga.

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