Laura

Laura


Segunda Parte » 10

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No me dejó satisfecho el informe de Mooney sobre la modelo asesinada. Quise investigar por mi cuenta.

Cuando llegué a la calle Cristóbal, ya Mooney había interrogado a los demás inquilinos. Nadie había visto a Diana Redfern desde el viernes.

La casa formaba parte de una manzana de edificios que ostentaban diversos carteles: Gatos Persas, Sastre, Ciencias Ocultas, Cocina Francesa. Mientras me hallaba parado bajo la llovizna comprendí por qué una muchacha vacilaría en decidirse a pasar el fin de semana aquí.

La patrona parecía un viejo saco de harina, blanquecino y atado en el medio. Dijo que ya estaba harta de policías y que si le preguntaban su opinión diría que seguramente Diana andaba por ahí con algún hombre. Había tantas muchachas en la ciudad y eran todas tan libres, que no importaba mucho el que una de ellas se extraviase de vez en cuando. A ella no la extrañaría nada que Diana apareciese en cualquier momento.

La dejé charlando en el vestíbulo y subí tres tramos de una escalera enmohecida cuyos olores me eran bien conocidos porque yo había vivido en sitios como éste después de marcharme de mi casa. Me compadecí de Diana, una muchacha joven con grandes esperanzas cifradas en su belleza, metida en semejante covacha. Y pensé en Laura, ofreciéndole su apartamento porque probablemente ella también había vivido en un lugar semejante a éste y recordaba los olores que llenaban las noches de verano.

Incluso el papel de la pared de la habitación, marrón y amarillo mostaza, era familiar. Había una cama, un tocador de segunda mano, un sillón hundido y un ropero con una luna ovalada. Diana podría haber vivido en un lugar mejor, pero había estado mandando dinero a su familia. Además debía de costar muchísimo dinero el cuidado de su belleza. Había sido una loca por la ropa; tenía sombreros, guantes y zapatos de todos los colores.

Había montones de revistas de cine en la habitación. Muchas páginas estaban arrancadas y muchos párrafos marcados. Cualquiera podría adivinar que Diana soñaba con Hollywood. Otras chicas hermosas llegaron a ser estrellas, estrellas casadas, y dueñas de una piscina. También había algunas revistas del corazón, de esas que cuentan la historia de muchachas que pecaron, sufrieron y por último fueron salvadas por el amor de hombres buenos. ¡Pobre Jennie Swobodo!

Su consuelo debieron de ser las fotografías que había sujetado con chinchetas en la horrible pared de su cuarto. Eran fotos satinadas mostrándola en su trabajo: Diana Redfern cubierta con pieles de la Quinta Avenida; Diana en la ópera; Diana sirviendo café con una cafetera de plata; Diana en camisón de satén y cubierta con una colcha de raso que se desliza de la chaise-longue, de manera que luzca una de sus bonitas piernas.

Era triste pensar en que aquellas piernas habían muerto y desaparecido para siempre.

Me senté al borde de la cama pensando en la vida de la pobre muchacha. Quizá aquellas fotografías representaban un mundo verdadero para la joven. Ella vivía, mientras trabajaba, en aquellas lujosas habitaciones. Por la noche regresaba a su verdadera casa, a esta celda. Seguramente habría sufrido mucho por el contraste entre aquellos lujosos interiores de los estudios fotográficos y los muebles de segunda mano de la pensión; por la diferencia entre los atildados modelos que posaban junto a ella y los miserables sujetos con quienes se encontraba en la escalera.

El apartamento de Laura sería como el interior de un estudio para Jennie Swobodo, quien no hacía mucho tiempo debía de haber trabajado en las fábricas de seda de Paterson. A los amigos elegantes de Laura los tendría constantemente posando delante de sus ojos, como modelos ante una cámara. Y Shelby…

Entonces supe por qué Shelby me era tan familiar. Nunca había tropezado con él cuando perseguía delincuentes. Él nunca se había mezclado con la gente que yo conocí durante mi carrera profesional. Lo había visto en los anuncios.

Quizá no fuese Shelby en persona. No existían pruebas de que él hubiera servido alguna vez de modelo para fotógrafos. Pero los jóvenes que conducían Packards, usaban camisas Arrow, fumaban cigarrillos Chesterfield, pagaban sus pólizas de seguros y cortaban los cupones, eran Shelby. ¿Qué había dicho Waldo? El héroe que Laura amaría siempre, el modelo de perfección cuya integridad ¿no exigía nada de sus inclinaciones o de su inteligencia?

Yo estaba enfadado. Primero conmigo mismo, por haber creído hallar una verdadera pista en un hombre que no era verdadero. Yo había juzgado a Shelby como siempre juzgué a los criminales comunes. El «rey de las alcachofas» fue real; la banda de los bolos había estado constituida por hombres de carne y hueso, con manos que podían apretar el gatillo; incluso los de la Asociación de Lecheros habían sido especuladores vivientes. Pero Shelby era un sueño hecho realidad. Era un don de Dios para las mujeres. Yo le odiaba por eso y odiaba a las mujeres por caer víctimas de la engañifa del idilio. No me detuve a considerar que los hombres no son en realidad muy distintos a ellas; que yo también había vivido gran parte de mi juventud perdido en divagaciones más propias de los doce años, soñando volver a mi pueblo habiendo ganado el campeonato mundial y con Hedy Lamarr sentada a mi lado en un roadster de cinco asientos.

Pero yo me había figurado que Laura estaba por encima de todas esas tonterías. Creía haber encontrado una mujer que sabría reconocer a un hombre real cuando viese a alguno; a una mujer cuyos ojos brillantes atravesarían cualquier máscara y podría decir que el hombre oculto por ella era Lincoln, Colón, Tomás A. Edison. Y Tarzán también.

Me sentí engañado.

Aún quedaba un trabajo que hacer. Estar sentado sobre una cama especulando sobre la filosofía del amor no era descifrar un crimen. Yo había descubierto el mundo imaginario de Jennie Swobodo, ¡y qué! Ni siquiera hallé un indicio de que la muchacha hubiese podido frecuentar esa clase de gente que usan escopetas sin culata.

La pista me volvió a llevar al apartamento de Laura y de Shelby. Encontré la prueba en el bolso verde de Diana.

Antes de salir de la casa tropecé con la patrona, quien me dijo que Diana había salido con el bolso verde el viernes. Esto lo sabía yo sin que me lo dijeran. Diana cuidaba mucho su ropa; tenía todos los trajes cuidadosamente colocados en perchas, y veinte pares de zapatos metidos en sus hormas. Incluso en casa de Laura colgó su vestido en una percha, puso el sombrero sobre un anaquel y el bolso en el cajón del tocador. Así que pude deducir que ella se vistió muy de prisa el viernes por la noche porque todo su conjunto verde: sombrero, guantes y bolso, estaban encima de la cama. Los zapatos los había metido de un puntapié debajo del sillón. En mi casa había visto hacer lo mismo. Cuando mi hermana se vestía para salir con su galán, siempre dejaba las medias colgando del respaldo de la silla y prendas de color rosa en el suelo del cuarto de baño.

Levanté el bolso verde. Pesaba mucho. Yo sabía que tenía que estar vacío porque Laura me enseñó el bolso negro que habían encontrado en su cajón, el bolso donde Diana había metido el lápiz de labios, los polvos, las llaves, el dinero y una pitillera de paja rota.

En el bolso verde había una pitillera de oro con las iniciales S. J. C.

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